La última sirena – Shana Abe

El aire pasaba rozando, negro y líquido como todo lo demás, sin dejar ningún color ni luz.

—Aun ésta me parece una historia triste, milord —dijo ella por lo bajo.

Hubo un pequeño movimiento adelante, como si él se hubiera dado vuelta para mirarla.

—Sólo te lo comenté por el bote. Creo que debió haber sido muy parecido a éste.

Ella frunció el ceño en la oscuridad, preocupada por su tono de voz. Había un secreto detrás do sus palabras, un mensaje oculto. Antes de que pudiera pensar en una respuesta, él murmuró:

—Aquí estamos. —Y el bote de remos rozó la arena.

Habían acordado desembarcar lejos del puerto principal, el cual, según le había informado Ronan, estaría lleno de gente casi a cualquier hora, un refugio tonto para un hombre sin linterna. En cambio, el conde había elegido una playa lejana sin cabañas ni calles. Ella se puso de pie en el bote que se tambaleaba con la ropa de él abultada en los brazos. La consolaba el hecho de que al menos él podía ver. Ronan buscó su miraba en la oscuridad y luego, la levantó contra su pecho chapoteando con ella hasta la costa.

La bajó y la ayudó a estirar sus faldas. Se había vestido con su papel antes de partir: ahora era una mujer escocesa común, sin aretes pero con enaguas abundantes, con su propio corsé y un vestido sencillo atado con la manta escocesa.

El diamante que Ronan le había dado estaba bien aprendo dentro de su bota derecha.

Las manos de él hicieron una pausa y se levantaron. Ahuecó las mejillas de ella y la besó. Fue un beso profundo y corredizo que hizo que la arena blanda que estaba a sus pies y el olor del ganado cercano fueran mucho menos trascendentes de lo que habían sido un segundo antes. Leila buscó los hombros de él y le devolvió el beso. Los dos respiraban calidez en la noche invernal. No lo admitiría en voz alta, pero fue un verdadero alivio que ahora la tocara, sentir su fuerza ante ella Cuando todo lo demás era misterio y oscuridad escarchada.

Él le hablaba contra la mejilla. Sus labios formaban palabras en voz baja.

—Es un camino largo, mi amor. ¿Comenzamos?

No obstante, sabía que él no pensaba en lo que los esperaba adelante. Pensaba en aquel rey solitario en su bote, una figura con un velo en la neblina, solo, solo, pero que al fin había encontrado a su amor, y que un día se había desvanecido en una leyenda a su lado.

Capítulo 14

Finlay los esperaría en el árbol del verdugo. Era el lugar de encuentro convenido que Ronan había utilizado una y otra vez, y esa noche no era la excepción. El clan enviaba una persona desde Kelmere para esperarlo todos los días y todas las noches hasta que el señor regresara o hasta que transcurriera un año entero y llegara el momento de designar un nuevo señor. Finlay tenía ese trabajo últimamente; Ronan esperaba que estuviera bien abrigado para protegerse del aire glacial.

El gran roble estéril extendía sus ramas en el cielo negro. Era más viejo que él, macizo y nudoso, un punto de referencia local que en realidad, según tenía entendido, nunca se había utilizado para colgar a nadie. Una sombra bajo las ramas se movía mientras ellos se acercaban.

El joven Finlay tenía ojos de gato. Ronan hacía mucho tiempo que sospechaba que algún rastro de sangre de sirena aún perduraba en ese primo suyo.

—¿La trajo? —preguntó él primero, su voz tenía un tono de incredulidad.

—Sí —respondió Ronan de manera tan fría que la boca del muchacho se cerró de golpe—. Ahora está con nosotros. Le presento a la señorita Leila de Sant Severe.

Leila inclinó la cabeza en silencio. Finlay le dio un sábulo forzado, con cierta terquedad.

—La señorita aceptó trabajar como mi guardaespaldas personal —agregó Ronan, sólo para medir la reacción del joven. No se decepcionó. Las cejas de Finlay bajaron para fruncir el ceño al mejor estilo Baird Innes. Pero al menos tenía la suficiente sensatez como para controlar su lengua.

Ronan sujetó a Leila por el codo.

—Por favor, guíanos a casa, muchacho. Temo que milady se congele aquí.

Sin más palabras, Finlay se dio la vuelta y salió al tranco con la capa hinchada en un ébano profundo que se agitaba hacia afuera y hacia abajo otra vez.

—Está enfadado —dijo Leila en voz baja.

—Está desilusionado. —Comenzaron a seguir la figura larguirucha por el camino de tierra—. Creo que estaba bastante enamorado de doña Adelina…

Ella suspiró con un sonido cansado, breve y pensativo.

—Bueno. Lo siento.

—No hay problema. Es una lección valiosa. La próxima vez, no se enamorará con tanta facilidad de un rostro espléndido. Ni siquiera de uno tan espléndido como el tuyo.

Ella le echó una mirada en la oscuridad, pero él no sabía si en verdad ya podía verlo.

—Ten cuidado por dónde caminas —aconsejó con ligereza—. Tenemos un camino rocoso por delante.

Y lo era. Más allá de los brezos y arroyos adornados con hielo, a lo largo de lechos de turba y cañadas que se pondrían verdes y en flor en el pleno florecer de agosto, todo el sinuoso camino de subida hasta la gran casa que descansaba sobre la colina, mitad fortaleza, mitad algo más, la culminación casual de generaciones de sueños y esperanzas realistas, se encontraba Kelmere.

Finlay se aseguró de que aún estuvieran detrás de él y luego llamó a los centinelas de la puerta de entrada. Siguió una breve conversación. Se encendió una linterna. Ahora, tres hombres quedaban ligeramente al descubierto en un color apagado y sin brillo. Ronan aminoró la marcha y Leila lo hizo con él. Uno de los centinelas desapareció detrás de la puerta de la casa y regresó levantando algo hacia su boca.

La caracola sonó con aquel toque inarmónico de sonidos que quebró la noche para anunciar su llegada.

Ronan sintió el sobresalto de Leila.

—Es un saludo para el señor. —Intentaba pensar en una mejor forma de explicárselo, pero al final sólo dijo:

—Vamos.

Casi de inmediato, las luces comenzaron a aparecer en la oscuridad sobre ellos. La vieja mansión comenzó a parpadear a la vida, una vela, una ventana a la vez. Ronan retomó el camino hacia adelante otra vez.

Ella apenas podía ver. Con los destellos de luz que se iban encendiendo, Leila apenas comenzaba a descifrar la figura del edifico que estaba delante de ella, torres y parapetos y largas alas laberínticas. Sí. Ahora podía verlo, e incluso del otro lado de las ventanas, hasta la línea irregular de árboles y vegetación (y luego aún más allá de eso), hasta las pendientes de una montaña colosal, inhóspita y veteada de nieve, que parecía lista para tragarlos por completo.

Las luces danzaban. Brillaban aún más cerca de un punto en particular. Una puerta abierta en la planta baja. A lo lejos, figuras humanas de pie, en miniatura, contra el imponente edificio como si fueran muñecos dispuestos para un juego. Leila vio el arco ojival de la entrada, el brillo de un centenar de velas que se lanzaban sobre la piedra, sombras cambiantes que manchaban cada hoyo y cada peñasco.

—Ven, Leila —invitó el conde. Oro templado hundía sus mejillas y se enredaba en el dorado de su cabello. Sin mirarla, le extendió la mano—. Ven a conocer a mi clan.

Ella colocó la palma de su mano en la de él. Lo sintió frío otra vez. La calidez que tenía en Kell desaparecía de manera gradual. Era como tocar la mano de Poseidón excepto que él respiraba y hablaba.

—Espera. —Lo detuvo.

Su mirada era de un azul oculto.

—¿Si?

Ella caminaba delante de él y observaba a los demás.

—Hay demasiadas personas. Deberían dispersarse antes de que te acerques.

El rostro de él se aclaró.

—No aquí. No hay enemigos recluidos aquí. Esto es Kelmere.

—Sí, Kelmere, la residencia ancestral de los condes de Kell. Lo sé muy bien y puedes estar seguro de que La Mano también lo sabe.

Él le hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Ven.

Soltó su mano de un tirón. La irritación se elevaba en ella.

—Me has contratado para que te proteja. No puedo hacerlo con esta multitud.

—Entonces considéralo como un descanso —dijo él de manera informal, y continuó su caminata.

—Si esto es un descanso, entonces puedo marcharme —le espetó a su espalda.

—No, no puedes. —Y continuó caminando.

Maldito. Debería darse la vuelta ahora mismo. Al demonio con lo que decía. Debería tomar su voluminoso diamante y marcharse. Debería volver a Londres y vender la joya. Él tenía razón: era mucho más de lo que había pedido. Podría vivir de sus ganancias en los años venideros. Ya no lo necesitaba.

El conde subió los escalones de pizarra que bordeaban el camino arreglado hasta la mansión. Sin capa, ni manto. Sólo un hombre, con una extensa manta escocesa y las botas húmedas, subió solo cada escalón.

La reflexión le llegaba de ningún lugar y de todos lados a la vez, clara y con fuerza: la necesitaba.

Ella soltó la respiración en una nube blanca de exasperación.

El grupo de tres hombres la miraban; los dos centinelas cambiaron de sitio con inquietud pero Finlay permaneció de pie, inmóvil. La indignación irradiaba de cada parte de su cuerpo. Leila levantó sus faldas y caminó detrás de Ronan. Deja que el niño piense lo que quiera.

Lo alcanzó sólo porque él se lo permitió y porque había muchísimos escalones de pizarra incrustados en la cuesta cubierta de césped. Al llegar hasta él, el aire de la montaña se sentía mucho más débil que antes. Le hizo un lugar sin hablar y subieron juntos hasta la cima de la elevación.

Ella miraba los rostros reunidos alrededor y una vez más pensaba que eran demasiados. Demasiados para descifrar y juzgar con rapidez.

A medida que veían a su señor, la gente murmuraba y se apiñaba. Había amplias sonrisas y miradas vagas y un asombro evidente por verla a ella detrás. Ronan unió su brazo al de ella y el asombro se transformó en conmoción.

El conde sonreía y saludaba a las personas por su nombre al pasar, incuestionable, indiscutido. Caminaba por el centro abierto de la multitud mientras Leila examinaba sus rostros y buscaba cualquier señal de Che entre ellos.

—Bienvenido a casa, señor —dijo un hombre, y le siguieron más saludos. Todos se apretujaban y Leila sintió un momento de pánico. Intentó adelantarse a Ronan pero él la mantenía a su lado con su brazo como el hierro sobre el de ella. Acercó sus labios a su oído.

—Aquí no. Estamos seguros.

Retiró su otro brazo de debajo de la capa y dejó que su mano leyera los cuerpos que los rodeaban.

¡Caramba! Mira a la muchacha. Osada como te gusta…

…en casa a salvo…

…luce en buen estado. ¡Qué muchacho guapo y feroz…

…¿en la despensa? Ahora le agradarán las frambuesas… no, las zarzamoras y…

…¿La trajo aquí? No está bien…

…tan verde, como un gato…

…con nuestros colores…

…¿Quién es?…

… alabado sea el hogar…

…tan bonita…

…quién puede…

…volver…

…él camina…

…ella…

….señor…

…nuestro señor…

…esa muchacha…

…quién es ella, quién es ella, ella, ella, ella, ella,…

No debió haberlo hecho. Las voces se volvían más fuertes en su cabeza. Intentaba alejarse de ellos y se daba cuenta de que no podía. El dolor comenzó como un pequeño guisante en su mente, creció y creció hasta la ferocidad de un dragón blanco que lo devoraba todo. No podía ver; no podía pensar. Tenía la sensación de que había sombras y la luz parpadeante de un vestíbulo y el fuerte eco de los pasos sobre la piedra. Había voces fuera y dentro. Un murmullo extraño de sonidos que no comprendía, y la respuesta de Ronan, igual de incompresible. Pensaba que había dejado de caminar. No lo sabía.

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