La última sirena – Shana Abe

Estaba acurrucada y acunada en su abrazo. Él permanecía desnudo, desvergonzado, con la excitación rígida de su cuerpo en plena evidencia y en lugar de alejarse de él consternada, se sentía más viva, emocionada y acogida de lo que nunca se había sentido en su vida.

Él repetía su nombre. Pasaba los dedos por su rostro, le delineaba las cejas, las mejillas y el mentón. Sus pensamientos chispeaban y se mezclaban en una tenue confusión. No eran palabras sino sentimientos, imágenes de ella y de él y del gran lecho que se encontraba debajo de ambos, y el fuego de su sangre que se metía en la de ella y los unía en una gran llama de luz.

—No —dijo Leila y lo empujó hacia delante, lejos del borde. Él retrocedió con ella tomando su peso—. Aquí —corrigió—. Abajo no. Aquí, junto al cielo.

Levantó los brazos para abrazarlo y atrajo su boca hasta la suya. Levantó la mano y luego la tomó con firmeza del hombro aunque el beso se prolongó ligeramente tierno, como la noche anterior.

Leila presionó con más fuerza contra él. No quería ternura. Quería fuego.

Él respondió con un gemido y encontró la curva de su cintura, su nuca. La acercó hacia él con un murmullo tosco, un sonido que no podía descifrar pero podía leerlo en su corazón, una cántico que golpeaba, claro y severo: Sí, mía, ahora.

Ella pasó la mano por el brillo satinado de su hombro, cálido desde el sol o desde ese fuego que nacía de los dos. Los músculos de él se fortalecieron hasta el acero y los convirtió en uno. La llevó al centro de la torre, hasta aquel lugar de suspensión infinita en el que estaban sólo él y ella, y la bóveda de éter azul.

El tartán cayó a las piedras y ellos lo siguieron. Ahora, el viento no era tan frío. Las piedras estaban protegidas con los colores de su clan. Él se colocó encima de ella y parecía tan natural estar allí con él. Ansiaba sus manos sobre su cuerpo y sus labios en su garganta.

Se sintió exaltada. Le subió las faldas y le pasó las manos por las pantorrillas desnudas hasta las suaves curvas internas de sus muslos. Luego, más arriba, una caricia delicada hasta el calor húmedo de ella que la dejó jadeando. Sus caderas se elevaban con cada largo desliz. No tenía decisión sobre eso. No podía controlarlo y él le sonreía mientras la acariciaba allí: esa malvada sonrisa ligera que lo transformaba de luz a oscuridad.

—Ronan —jadeó y lo tomó del brazo. No sabía si quería que continuara o que se detuviera, pero de todas maneras él la besaba, un placer caliente y viólenlo.

—Mi nombre —dijo él, áspero contra sus labios—. Dilo otra vez.

Ella negó con la cabeza, sin sentido. Él movió con cuidado un dedo dentro de ella y la hizo gemir de placer. Después, bajó la cabeza e introdujo un pezón dentro de su boca, dientes y lana, la marcaba mientras su mano aún trabajaba rozando hacia arriba y abajo, y dentro y fuera.

—Leila —dijo entre dientes—. Otra vez.

—Ronan…

No pudo resistirse. No podía pensar. Lo tomó de los hombros y trató de acercarlo a ella para sujetarse porque estaba convirtiéndose en luz y energía y pronto volaría hasta aquel azul interminable. Él cambió de posición y se colocó entre sus piernas, rígido y suave, más fuerte, más pesado de lo que ella se había dado cuenta. Su rostro estaba tenso y sus ojos, embelesados; los cerró mientras presionaba dentro de ella, un pequeño empujón y luego otro, más largo, y otro, hasta que el dolor se hacía uno con la emoción. Ronan sobre ella y alrededor de ella, con los labios sobre los de él, su lengua la saboreaba mientras se movía y enviaba ondas de ese placer sensual que la atravesaba. Ella sintió la cresta ascendente otra vez e intentó cogerla, la deseaba. Cerró los puños en el cabello de él y abrió más las piernas, abarcando más de él y elevándose con cada empujón.

El cielo se acercaba más y más, contenido sólo por la brillante hermosura dorada que era él. Deslizaba sus labios por los de ella y presionaba profundamente y ella sintió… oleadas dulces y giros prolongados de éxtasis, justo hasta el cielo mientras se sostenía en sus brazos.

Él presionó otra vez de manera profunda con el nombre de ella en la garganta, otro empujón fuerte… un jadeo, un escalofrío. Su cuerpo apretaba con firmeza… y luego se relajó poco a poco. Una mano extendida en su seno; enterró el rostro en su tabello.

Mía, pensó, aunque nunca lo dijo.

Mía, afirmaba cada parte de su cuerpo, aún cálido y profundo dentro de ella.

—¿Tienes frío ahora? —le preguntó en voz baja, agotado, en el oído.

Leila, medio vestida e inmovilizada en la piedra por un hombre grande y musculoso, levantó una mano para proteger sus ojos de la luz del sol.

—No —respondió, maravillada, porque por primera vez en muchísimo tiempo, era verdad.

* * * * *

No podía dejarla allí.

Ronan quería. De verdad lo deseaba. En Kell estaría a salvo, segura y solitaria. No habría nada que la tentara, ni a él, más allá de ellos mismos. No habría complots ni planes ni locos españoles que ensombrecieran su tiempo junto a ella. Pensaba que nada le agradaría más que holgazanear con ella ahí en esos pálidos días de invierno, envolverla en su manta escocesa y besarla y tenerla hasta que las sombras desaparecieran de sus ojos.

Pero no podía quedarse. Kell era un lugar encantador pero también cruel; a los mortales nunca les iba bien ahí. La había llevado allí enojado, en un brote y un gesto de imprudencia, y aunque no se lamentaba por eso, tenía que solucionarlo. Pronto.

Era difícil pensar en soluciones con ella acurrucada en su cama. Era difícil pensar bien cuando la tenía debajo de él, y su cabeza se inclinaba y sus labios se abrían y la colmaba con él mismo. Había seguido su propio sueño y había cubierto las almohadas y las sábanas con pieles. Era una joya en suntuosos colores ahumados, una estrella en la noche que lo provocaba y lo tentaba y al final, lo ahogaba en éxtasis.

No podía quedarse. Cuando llegó la mañana y la vio dormir, posó su mano sobre su corazón, sintió el frágil latido y olió el dulce perfume de mujer que tenía. Kell se volvería en su contra, de un modo u otro. No lo odiaba ahora, incluso después de todo lo que había hecho. Sin embargo, si la dejaba allí, atrapada en el castillo… lo haría.

Pensaba que no podría tolerar eso.

Estaba el maleficio, por supuesto. En el fondo, Ronan no creía de verdad en él. Era ridículo, teniendo en cuenta lo que era él. No obstante, siempre había considerado su cuerpo como algo tangible, un don real y doloroso, mientras que la historia de su familia estaba tan débil y lejana que se había desvanecido en su corazón a una simple leyenda, sin un significado duradero. ¿Existía aún el maleficio viviente que había dejado aquella primera sirena? Sin duda estaba el arrecife y el castillo y toda la acumulación de tesoros que había enterrado debajo de la isla. Sin duda había muerte escondida para cualquiera que se atreviera a llegar sin ser invitado. Pero, ¿había muerte también para los que la abandonaran?

Entonces algo más llegó hasta él, un verso de una canción muy vieja:

Niño del mar al descubierto…

Miró a Leila, toda iluminada de rosa con el amanecer que se deslizaba a través de las ventanas. ¿Era amado por su enemiga?

No. No era probable… no todavía.

Ronan puso su mano en la sien de ella para apartar un mechón rebelde. Sus ojos se abrieron de manera instantánea, como si nunca hubiera dormido.

—Tengo una propuesta de negocios para hacerte —anunció.

Ella esperaba con sus curvas color nata, aquel perfume delicioso y un brazo flexionado sobre la cabeza.

—Parece que necesito un guardaespaldas. Propongo contratarte.

Ella parpadeó una vez, sólo un parpadeo lento, y respiró más profundo que antes.

—Creo que eres la candidata ideal —continuó Ronan—. Pareces estar lo suficientemente familiarizada con las armas y en fingir situaciones. Supongo que entiendes mejor que nadie al hombre que intentará matarme. Y me has dicho que necesitas dinero. Te pagaré el triple de lo que te haya ofrecido Lamont.

Las cejas de ella se elevaron.

—No sabes lo que me ofreció él.

—El triple —afirmó.

—Me pagó en oro. —Ella bostezó y se desperezó como un gato bajo el sol.

—Yo también puedo hacerlo.

—Quiere su pequeña isla.

—Como yo —dijo Ronan con severidad.

Ella se sentó. Sostenía un armiño real en su pecho mientras lo miraba con especulación encubierta.

—¿Qué sucede si no lo hago?

—Entonces podrás aprender a disfrutar de Kell.

Las pestañas oscuras bajaron y escondieron su mirada.

—¿Y si no lo logro?

—Entonces supongo que ya no necesitaré un guardaespaldas.

Ella pasó su mano por el grueso pelaje que tenía sobre sus piernas.

La Mano es despiadado, pero te dejará en paz si voy con él.

—¿Eso es lo que deseas? —preguntó con brusquedad.

—Lo que yo quiera es irrelevante. Lo que le digo es que tu verdadero problema es este hombre Lamont. Nos contrató. Y contratará más personas después de nosotros.

—No —juró Ronan en voz baja—. No lo hará. Eso te lo aseguro.

—Pagó en oro —repitió ella y levantó la mirada olía vez con sus ojos verdes rodeados de luz—. ¿Entiendes?

—Sí.

—Más oro de Kell. Eso es lo que en verdad desea. Creo que mi muerte para él es… secundaria.

—De todas maneras, te hice una oferta. Un simple trato comercial.

—Con sólo tu vida en juego —terminó ella de modo cortante.

—¿Qué dices?

—Si me dejas ir, te juro que La Mano me seguirá.

—No. Ven conmigo, o bien quédate aquí. Esas son tus únicas opciones.

Por un momento, el aplomo de acero de ella tembló; vio dudas en ella, sus dedos se retorcían en un nudo sobre su regazo.

Cubrió las manos de ella con las suyas.

—Tengo una fe sorprendente en ti, Leila de Sant Severe. Pero si piensas engañarme, ten en cuenta esto… te encontraré donde sea que vayas. Sabes lo que soy. Tengo poderes que nunca has imaginado. Lamentarás mucho, mucho haberme mentido otra vez.

—Ya lo lamento —murmuró ella—. Muy bien, Lord Kell. Acepto tu ofrecimiento.

—Ronan —insistió, y la llevó hasta él.

—Ronan —susurró ella y levantó su mentón por un beso suyo.

Capítulo 13

Esperaron la oscuridad de la luna nueva para viajar a Kelmere.

Era la primera exigencia de Leila: viajar en la oscuridad, como lo hacían los contrabandistas, sin linternas ni luz de luna que los dejara al descubierto. La Mano de Dios (Shay, como lo llamaba ella ahora) controlaría las costas, merodearía en las calles de la isla principal en busca de alguna pista de cualquiera de ellos. Ella pensaba que había pasado el tiempo suficiente para que él se pusiera de pie otra vez. Ronan tenía la imagen de un zorro astuto y canoso que miraba de manera lasciva desde los callejones húmedos y oscuros.

Pistolas, venenos, sables, incluso el leve e inocente arañazo de la uña de una mano; ella enumeraba las posibilidades de la desaparición de él con un tono realista, sentada en la cama con las piernas cruzadas mientras él observaba por la ventana del castillo cómo la nieve se derretía en chorros que caían desde los aleros.

—Y quisiera tener el pago por adelantado, si no te importa —dijo ella tan fría como el hielo.

Le echó una mirada por encima del hombro.

—¿No crees que viva lo suficiente como para girar un cheque en Kelmere?

Ella hizo aquel pequeño gesto de encogerse de hombros, tan elegante.

—En mi profesión. Uno no corre riesgos innecesarios.

—Muy sabia.

—Tengo veinticuatro, Lord Kell. No llegué a esta edad sólo de suerte.

—No —concordó él con seriedad—. Por cierto que no. Entonces, un cuarto del pago.

—La mitad.

—Hecho.

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