La última sirena – Shana Abe

Tenía las manos cruzadas delante de él. Mi cabello se agitaba entre nosotros y rozó sus anillos. Lentamente, sus dedos se relajaron.

—Una vista para emperadores —remarcó, con una voz tan seca como un pergamino—. Si alguna vez un emperador puede llegar a verla.

—No puedo vivir sin ti —le confesé—. No puedo.

Esbozó una sonrisa, ni alegre ni áspera, algo intermedio.

—¿No puedes? Así y todo, milady, tendrías que aprender a sobrevivir sin mí.

—Todo lo que tengo —le dije con ferocidad—, todo lo que soy es por ti. La isla, el palacio, nuestros hijos… sólo para ti. Si te vas, ¿qué me queda?

Me miró de lleno.

—Tú misma.

La nube de hielo mordió mis mejillas, mi piel. Me congelé por dentro. Estaba muriendo. Miró hacia otro lado una vez más.

—Fui un hombre, una vez.

—Lo eres aún.

—Un hombre libre con un alma libre. ¿Dónde está ahora? —Meneó la cabeza y su cabello grisáceo se enredó con el viento—. Estoy… avergonzado.

Apoyé mi mano sobre su pierna y volví a repetirle, con suavidad, afligida:

—No puedo vivir sin ti.

El aire brilló delante de nosotros como la bruma de un arco iris blanco. No habló. Pero lentamente, su mano se posó en mi hombro y me abrazó.

Capítulo 17

Durante unos instantes, flotó. Sintió que flotaba, con el agua debajo y el aire sobre la espalda.

Ruri pensó: Vaya, esto es fácil, y luego apareció el dolor. Atormentó su interior con una ferocidad veloz; trató de apartarlo, de liberarse, pero en cambio, el océano la engañó y la arrastró hacia las profundidades entre las olas.

Fuego y furia en su sangre. Sentía como si la hubiesen arrojado en un sol negro y salvaje, un infierno hirviente y oscuro. Dios, qué estúpida había sido (estaba a punto de morir allí), después de todos sus miedos, se iba a ahogar de todos modos. Pero no se ahogó.

Ian observó cómo se deslizaba debajo de las olas, una sacudida de sus talones y luego nada, excepto grandes olas. Durante un largo instante, mantuvo la mirada fija en el lugar donde había desaparecido, pero no volvió a aparecer.

Ian regresó al fogón, cenizas ya en ese momento, carbón de leña, encontró el chal de Ruri e hizo una improvisada falda escocesa. Luego tomó asiento y esperó.

A la hora debida, el sol comenzó a asomar.

Ruri podía respirar. Podía nadar. El dolor había desaparecido y se sintió desinhibida, liberada. Era un disparo de flecha desde un arco, una bala, a gran velocidad a través de la luz. En la suspensión sedosa del océano, giró su cuerpo y levantó la mirada, hacia la superficie del mar y vio que el cielo negro brillaba tenuemente.

Era una sirena. Lo era.

Se rió de sólo pensarlo. Se volvió y miró su cola de pez, las pequeñas escamas color coral, las aletas como la niebla del amanecer. Encontró un banco de algas marinas y se deslizó por él, dejó que las hojas rozaran su rostro, que las corrientes la llevaran de acá para allá. Sentir la vida del mar contra su cuerpo era extrañamente íntimo. Algo bueno.

No sabía quién era. Nunca lo había adivinado. Y todas esas personas en Kelmere… el chofer, Mab… incluso la mujer loca en el pub. Ian. Ellos lo sabían. Y ella, no.

Ruri encontró el acantilado, ese círculo protector de piedra. Encontró cascos de barcos atrapados en los despiadados brazos del océano. En la pendiente rocosa y alargada que conformaba la isla de Kell, halló una entrada hundida y nadó hasta que llegó a una gruta vacía y vio una plataforma de mármol a la que no pudo trepar.

Lo intentó dos veces antes de darse por vencida, miró hacia abajo, confundida ante el hermoso brillo de su cola en el agua.

Y regresó al mar.

* * * * *

La vio primero como un espejismo, tan bella e inalcanzable como un ángel, una mancha oscura contra el brillo del océano. Pero supo que era ella, lo supo y la mancha se desvaneció para volver a aparecer más cerca; podía divisar su resbaladizo cabello, luego, su rostro. Se puso de pie y caminó hacia la costa.

Nadaba entre las olas, se resbalaba y volvía a encontrar el equilibrio. Ian se abrió paso hacia ella sin esperar. El choque con el agua helada avanzó por su piel, pero Ian lo ignoró. Miraba a Ruriko sentada en la arena con el apoyo de sus brazos y un entramado de espuma en su cintura. Sintió que el pecho se contraía.

Brillaba con el agua salada, pestañas negras tachonadas de estrellas y brillantes labios. Su cola, de un delicado rosa, un caracol abrasado por el sol, estaba enroscada detrás de ella sobre la arena. Mantenía la mirada baja, en algún lugar próximo a su pecho. Ian no pudo comprender la expresión de su rostro.

Se arrodilló delante de ella, con el mentón de Ruri entre sus manos. El océano golpeó contra el chal anudado.

—Ruriko.

—¿Cuándo lo supiste? —lo miró.

—Desde el primer momento en que te vi. —Quería sonreír, pero su boca no podía controlarlo—. Desde el primer segundo.

Ruri miró hacia otro lado e Ian dejó caer su mano.

—¿Cómo? —preguntó, en voz baja.

Contuvo la respiración.

—¿No lo recuerdas?

—No.

Giró sobre sus manos y la espuma le salpicó los brazos.

No podía creerlo… después de todo eso, después de todas sus esperanzas, de todo su trabajo, había llegado el momento en que había descubierto su verdadero ser, cuando reflejó la gloria como un maldito espejo hacia la eternidad y se negó a recordar…

Su brazo levantado, húmedo y brillante, sostenía algo en su puño.

—Mira —abrió la mano y el relicario de plata cayo. Ian lo atrapó mientras caía, la cadena golpeó su mano. —Lo encontré después de todo.

—Te pertenece —dijo Ian.

—No lo quiero.

—No importa si no lo quieres —dijo mientras se ponía de pie—. Debes tenerlo.

Desvió su mirada hacia otro lugar, hacia el agua y la espuma. Su cola hizo un pequeño movimiento furioso sobre la arena.

—¿Por qué?

—Porque… —Rió, un sonido horrible, amargo y colérico y desesperado— Porque, Ruriko, lleva tu alma dentro. Sus ojos se posaron en los de Ian. —¿No lo recuerdas? —preguntó indefenso una vez más—. Por todos los dioses, querida. ¿Cómo puedes haberlo olvidado? —Volvió a arrodillarse e hizo una seña hacia el mar encrespado—. Allí, allí fuera, te salvé y tú me diste tu palabra. —Señaló la playa—. Allí hicimos por primera vez el amor. —Hacia el palacio—. Allí… te construí un hogar.

Su rostro palideció; sus ojos, heridos. Ian tomó la mano de Ruri con arena; el relicario, frío, entre sus manos y la última de sus esperanzas cayó sobre él como la lluvia a través de un oscuro cielo que lava todo lo que fue para revelar un gran vacío, la ausencia de su ser.

—Toda mi vida me han perseguido estos recuerdos como un sueño o, a veces, una loca decepción. De niño, podían consolarme. De hombre… —La voz se volvió disonante—. Dios, esos pensamientos, esas imágenes marcadas a fuego en mi mente, parecían tan increíbles. Pero nunca pude evitar el llamado del mar. Fui a la escuela y estudié y aprendí. Descubrí antiguos barcos que conocía, hundidos en lugares que conocía, a kilómetros de profundidad en el mar. Hice mi fortuna reviviendo mi pasado. Incluso encontré Kelmere y Kell. Y luego encontré a nuestra familia. Pero nunca pude encontrarte a ti.

Ian miró los dedos de Ruri, tan delgados sobre los de él.

—He sido un hombre al que siempre le ha faltado una parte, daba vueltas por ahí, hablaba, existía… incompleto. Nadie parecía notarlo. Pero media vida no es la forma.

Ian contempló el cielo, una piedra en su garganta que luchaba por contener y luego, cuando pudo, la volvió a mirar Era de hielo y de un esplendor imposible, una tormenta azul en sus ojos.

—Ay, Ruriko—suspiró con un tono de voz entre risueño y quejoso—. No lo recuerdas. —Lentamente, muy lentamente apoyó su frente en sus manos entrelazadas—. Pero todo lo que he sido, todo lo que soy… fue por ti. Por siempre tuyo.

Ruri sintió el temblor en sus dedos, el roce de su aliento en su muñeca. Había anudado el chal alrededor de su cuerpo pero el nudo se había aflojado; la tela comenzó a flotar en el aire con libertad, golpeándola. El sol talló sombras entre ambos y proyectó oro contra sus hombros, su orgullosa espalda inclinada hacia delante.

Y de pronto, por el brillo de su cabeza inclinada y el florecimiento imperfecto y entumecido de su mente, un sólo recuerdo fluyó por su cabeza.

Su mano tiraba del relicario de una blanca garganta. Lo abrió y escuchó una voz… dulce, desolada… que gritaba. Una oscuridad caía y la rodeaba.

Un dolor cortó su cuerpo, una insurrección inesperada que le quebró los huesos. Se alejó de él, angustiada, casi desplomándose, pero Ian ya la había tomado de la cintura.

—¡Levántate! Tienes piernas otra vez. ¡Levántate! —juntos se arrodillaron con dificultad y luego se apoyaron sobre sus pies. La sostuvo hasta que se sintió segura y luego la acercó hacia su cuerpo—. Te amo. —La besó con besos de sal en la mejilla—. Te amo. He esperado tanto tiempo.

Vive conmigo, mi mano, mi corazón.

Ruri lo miró y… recordó

Tu alma.

Reclamó su boca, con sus manos recorrió su espalda, luego con más fuerza, una caricia más intensa.

Y ella recordó.

Siempre y para siempre.

Ruri lo alejó y respiró agitada.

—No puedo. No puedo quedarme aquí.

Ian no intentó alcanzarla de nuevo, sólo la miró con una tensión firme en los ojos y los brazos a su costado.

—No puedo —repitió, desesperada, como si Ian hubiera iniciado una discusión—. Tengo una familia ahora. Tengo gente que me ama.

—Te amo —dijo, con mucha tranquilidad.

—¡Tengo una vida! ¡Y… un trabajo! Y no puedo quedarme aquí, en esta isla. —Se sintió vulnerable de pronto, consciente de su cuerpo y de la desnudez brillante de Ian en las olas. Se agachó para tomar el chal del agua y lo aferró a su pecho—. Por favor… no me pidas que haga eso.

—No lo haré.

—¿Cómo?

—No te retendré, Ruriko. No te pido nada. No eres una prisionera aquí. —Comenzó a caminar por la playa mientras dejaba una estela difusa detrás de él. Ruri miró inexpresivamente los colores que Ian había mezclado en el mar, luego la forma en que se desvanecía. Con el chal todavía en el pecho, ella lo siguió.

Ian fue hacia el fogón, levantó un palo de la madera de naufragio y golpeó las cenizas con malicia. Ruri permaneció apartada, mojada.

—¿No me pedirás que me quede?

Rió una vez más; una risa que surgió desde lo profundo de su garganta.

—¿Y cómo podría lograrlo, me pregunto? Mira a tu alrededor. Este es tu mundo. Podrías nadar de regreso a Estados Unidos, si lo desearas. No te detendría, incluso si pudiera.

Uno de los troncos quemados cayó a un costado con un murmullo de brasas brillantes y coloradas. La miró, desafiante.

—No me malinterpretes. Me perteneces. Me perteneciste entonces y me perteneces ahora. Cuando moriste, yo… —Bajó la mirada y contempló la madera hecha cenizas, su mandíbula tensa, luego prosiguió con un tono de voz sombrío—. Pero me gustaría pensar que aprendí algo de esa vida —Escarbó entre las cenizas una vez más—. De cualquier modo, puedo esperarlo, maldición.

Ruri permaneció allí, escuchando sus palabras, observando los contornos musculosos y desnudos de su cuerpo contra la silueta escarpada de Kell.

Ian contra el bosque.

Ian contra la arena y las ruinas.

Y por un segundo, con el aire helado del viento septentrional, vio… a alguien más. Un rostro diferente. El mismo corazón salvaje, salvaje…

No.

Ian la volvió a mirar una vez más, un hombre solitario junto al fogón que se extinguía.

—Tú eres mi alma, Ruriko Kell. Y toda mi fe. Mis buenos deseos. Antes era defectuoso, fatalmente. Amé demasiado, temí demasiado. Pero a pesar de todo… a pesar de mis errores… siempre supe que tú eras la parte más aceptable de mí. Quizás por eso me aferré tanto a ti. —Pateó arena hacia una brillante brasa que se convirtió en ceniza—. No volveré a hacerlo. Si no quieres quedarte, entonces vete.

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