El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

»Entonces Jesús cae de bruces en el suelo y dice:

»-¿Quién comprenderá tus caminos, Señor? ¿Y qué quieres? ¿Que Satán viva y que el hombre te sirva? ¿Que el hombre deje obrar a Satán, que reciba pasivamente el mal de él para demostrarle que te ama y que te es fiel a ti, Dios del amor incondicional?

»-Yo quiero que Satán viva y que el hombre domine. Y a ti te corresponde el papel de héroe mártir: tú eres el que supera a la Naturaleza y que, al enfrentarse a la muerte, tiende por la transfiguración de la gracia a oponerse al mal que la humanidad rechaza y que cada cual trata de sofocar en sí mismo.

»-No quiero seguir siendo el afligido y el menospreciado, aquel a quien escupen, aquel a quien imputan cien crímenes de los que es inocente, aquel que, solo entre sus enemigos, te interroga sobre el sentido de sus sufrimientos mientras tú, ¿qué haces tú? ¡Nada! ¿Recuerdas mis últimas palabras en la cruz? Te pedí, te imploré que no me abandonaras. Nunca te lo he perdonado, yo que perdoné incluso a los ladrones, te aseguro que desde entonces estoy resentido contigo, por haberme abandonado a mi suerte. Por haber guardardo silencio. Como si no vieras ni oyeras. Tú sabes muy bien cuál es la verdad: Yo nunca quise morir en la cruz. Me obligaste a ello en contra de mi deseo. ¿Y cómo podría perdonarte cuando te supliqué que no me abandonaras y que apartaras de mí ese cáliz? ¿Piensas que mi premio fue vencer a Satán? ¿Acaso no ves mi impotencia alrededor de ti, tu impotencia? En la cruz no me pusiste a prueba a mí, sino que desafiaste a Satán y fue a mí a quien confiaste la tarea de vencer al príncipe de las tinieblas. Y yo, que morí por eso, abro los ojos ahora y veo a mi alrededor los campos de concentración, los fuegos, el desastre, la catástrofe, la abominación. En estos momentos puedo decirte que no voy a repetir la misma estupidez, no me mantendré pasivo, porque esta vez he comprendido: la única manera de vencer al mal, la única manera de dominarlo, es combatiéndolo y exponiéndose incluso a matar si es preciso, pues de esa lucha surgirá la salvación.

»-¿Combatirlo…, actuar igual que él, entonces? – respondió la voz divina-. Mírate, Jesús: fíjate en qué te has convertido: ¡tienes las manos cubiertas de sangre y eres un asesino, un verdugo, un SS exterminador de SS! ¡Llevas el uniforme, Jesús! Pero ¡qué has hecho! ¡Desgraciado! Todas las familias eran benditas gracias a ti y tú debías estar a mi lado, al lado del Padre eterno, para la salvación de todos. Sí, tú eras mi cordero, el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que redime de todas las faltas con su ejemplo, tú eras la encarnación del Verbo, eras el salvador gracias a la crucifixión, pues mediante la pasión compensaste los pecados de los hombres, sí, tú eras el chivo expiatorio de los pueblos y tu abandono era el reflejo de un destino redentor; te hice atravesar la muerte para renacer ahora y así proclamar una y otra vez este mensaje a los hombres. ¿Te das cuenta de lo que significa? ¡Amar hasta el punto de ser capaz de morir por lo que se ama! Esa es la fuerza del amor. Sólo por esa vía el amor se ve reconocido y glorificado. Es la gran lección de la historia humana: el amor es el auténtico camino de salvación.

»-Cuando se está en el seno del mal, el amor no es la solución -contestó Jesús.

»-¿Cuál es entonces la solución, según tú?

»-La justicia. Tu justicia: ojo por ojo, diente por diente.

»-Pero ¿qué dices?

»-Digo que quiero pelear para instaurar la justicia allí donde los hombres son incapaces de amor.

»-¡Calla! Vuelve, Jesús, regresa a mí y sacrifícate por el bien de la humanidad.

»Pero Jesús se iba ya, rabioso ante ese Dios que no había comprendido nada.

»Para subrayar su rebeldía, conservó el uniforme de la SS y se convirtió en verdugo, en un verdadero verdugo, y se puso a matar judíos. Integrado en un comando, recorría los pueblos con sus camaradas de la SS y masacraba familias, hombres, mujeres y niños; a cuantos encontraba a su paso, los llevaba al bosque para asesinarlos, después de saquear y quemar sus casas. Como un vándalo, Jesús se introducía en las sinagogas y profanaba los rollos sagrados, los libros y los mantos de oración antes de prenderles fuego. Se iba a los guetos y allí encerraba a los judíos, condenándolos al hambre, las epidemias y la miseria.

»Integrado en las cohortes de las SS, entraba en las ciudades, quemaba las tiendas, destruía y saqueaba cuanto contenían y las llamas subían a su alrededor, en los pisos y en las casas asoladas, y los cristales volaban por las ventanas y la porcelana se rompía con estrépito contra la acera y las plumas de los edredones destripados formaban unas bolitas como de nieve que caían hasta el suelo.

»Había perdido el respeto por los muertos y por los vivos: en los cementerios, profanaba las tumbas; en los pueblos, tomaba las vidas. Cada día cargaba su fusil, apuntaba a las familias atemorizadas y ponía más empeño en la labor que todos sus congéneres, a quienes no faltaba sin embargo motivación. Poco a poco, se hizo famoso como uno de los miembros más terribles de la SS, como aquel que no experimentaba nunca la menor piedad.

»Un día en que la expedición había sido particularmente sangrienta, un gran relámpago desgarró el cielo.

»-Pero ¿qué haces, Jesús? – clamó la voz de Dios-. Te has vuelto completamente loco.

»-En absoluto -disintió Jesús-. Me pediste que me sacrificara por el bien de la humanidad y eso es lo que hago. He dado a los judíos la oportunidad de ser víctimas; como antes lo fui yo. Por eso deben darme las gracias y también debes hacerlo tú, porque yo soy tu verdadero siervo… He comprendido bien la lección: si hay que morir para salvar al mundo, entonces es necesario que alguien se sacrifique para que otros puedan cumplir su misión. El verdadero sacrificio es el del verdugo, al que no se otorga siquiera la gloria de pensar que muere inocente. ¿Lo entiendes ahora? Yo realizo el sacrificio supremo, el sacrificio de mi sacrificio, y mato a esa pobre gente para gloria de Tu nombre.

–Y bien -inquirió el padre Franz-, ¿qué le ha parecido mi modesta parábola?

–Interesante -repuse-. Poco ortodoxa.

–¿Sabe? – continuó el padre Franz-. Si le dije que se mantuviera al margen de ese asesinato, es porque siento que hay en él algo que supera a la fuerza del hombre…

–¿Qué le lleva a pensar eso?

–Ese cuaderno.

–¿Se refiere al cuaderno marrón? ¿Dónde cree que puede estar?

–No tengo la menor idea, Rafael; y eso es precisamente lo que me inquieta. Yo lo devolví a su sitio en Auschwitz, siguiendo las indicaciones de Mina. No sé quién fue a desenterrarlo otra vez antes que ella.

Al final de la velada, antes de separarnos, el padre Franz me formuló una última pregunta:

–¿Cómo está su esposa, Rafael? No me ha contado nada de ella.

–Lisa… se fue -respondí con voz ronca.

–¿Que se fue? ¿Adónde?

–Se fue, nada más.

–Ah -dijo-. Lo siento. Pero ¿es temporal?

–No lo sé. Ni siquiera sé dónde está. Ya no quiere que la llame. No me ha dado su nueva dirección. La única persona que podría decirme dónde está es su madre, pero su madre está demasiado contenta de que me haya dejado para darme cualquier información.

–La quiere, ¿verdad?

–La querré siempre.

–Entonces no la deje. No la deje desaparecer.

Séptima parte

Capítulo 1

El 24 de octubre de 1997 se inició el juicio contra Jean-Yves Lerais. Entre los testigos citados para declarar estaban además de Mina, Béla, Paul, Lisa, Félix y yo, y Ron Bronstein el padre Francis, Jacques Talment y Michel Perraud, así como el padre Franz.

El primer día del juicio, Félix y yo fuimos juntos al palacio de justicia. Al entrar en el imponente edificio me sobrecogió la solemnidad del entorno; las contundentes escalinatas de piedra, las estatuas y las grandes salas adonde se dirigían, presurosos, los abogados, parecían formar parte de un decorado de teatro, un gran escenario en el que cada cual debía representar su papel, en virtud del poder que la moral -o la República- le confería.

Para llegar a la sala de vistas de lo criminal había que subir por una vasta escalinata a la que acompañaba, cubriendo toda la pared e incluso el techo, un enorme espejo que parecía un lago de cristal. Levanté la mirada: allí estaba, me dije, el secreto de nuestro origen, en la parte celeste de la oscura superficie, omnipresente y opaca, que pesaba como un velo. Quizás ese día íbamos a saber.

Saberlo todo. Eso es lo que todos desean. Saber de dónde vienen, por qué están aquí, adónde van. A su alrededor no hay más que tinieblas y las grandes salas no dejan entrever ninguna luz. ¿Quién va a salvarlos de la angustia infernal?¿Quiénes son y dónde están? ¿De dónde son? ¿Y por qué han ido allí? ¿Adónde van? Van simplemente a conocer la génesis del crimen. ¿Les resultará de este modo menos ajeno? ¿O conseguirán apartarse aún más de él, hasta conseguirlo del todo, hasta conseguir vivir aquí, vivir ahí abajo, sin más vínculo entre los dos mundos que el delirio o la ilusión?

De repente, el corazón me dio un brinco: Lisa estaba allí. Subía la escalera y se dirigía hacia los pasillos. Hacía casi un mes que no la veía. Me puse a correr tras ella.

–¿Lisa?

Se volvió hacia mí. Era como el primer día; pero había habido todo ese tiempo de sufrimiento y el dolor de aquellos años, que había reprimido, subió dentro de mí como una marea incontrolable, como una inmensa oleada de emoción, cuando pronuncié su nombre.

–¿Cómo te va, Rafael? – preguntó.

–¿Y a ti?

–Estoy bien…

Me sonrió con aire triste. Subimos juntos hacia la sala de los testigos.

Jean-Yves Lerais debía declararse no culpable. Al verlo comparecer en el banquillo de los acusados, entre dos policías, reconocí al hombre rubio, alto y delgado al que había visto cuando seguí a Lisa por el Marais.

Parecía completamente abatido. No dirigió una sola mirada a ninguno de los miembros del tribunal ni al presidente, ni a los tres jueces, ni al fiscal. Apenas si levantaba la cabeza para ver u oír lo que pasaba. A veces lanzaba miradas agraviadas a su alrededor. Cuando se echó en suerte la composición del jurado, no hizo valer su derecho a cinco recusaciones y apenas observó a los nueve primeros miembros designados con ojos apagados, del todo inexpresivos. Tampoco reaccionó cuando llamaron a los testigos. Y cuando éstos pasaron a menos de un metro del banquillo, antes de retirarse de la sala, no experimentó la necesidad de contemplar aquellas caras que sin embargo le eran familiares. Con igual distracción asistió a la lectura de los cargos, pese a ser éstos abrumadores.

Una vez comenzados los interrogatorios, no sé a quién llamaron antes al estrado: ¿a Félix o a mí?

Mientras me observaba en el gran espejo de la escalinata, me había parecido ver su cara. Aquella chaqueta negra que hacía resaltar una tez diáfana, aquellas venas azules que palpitaban en las sienes, delatando un nerviosismo extremo, aquel brillo extraño en la mirada, aquellas pupilas un poco dilatadas, ¿eran las suyas o las mías?

Estoy casi seguro de que fui yo el que levantó la mano derecha para jurar que declararía «sin odio ni temor» y que diría «toda la verdad y nada más que la verdad». Conservo en la memoria una vaga imagen de su declaración: era tan parecida a la mía que las he superpuesto en el recuerdo. A menos que sólo hubiera una. Ya no lo sé. Quizás era Félix el que hablaba, diciendo exactamente lo que yo mismo hubiera dicho. O tal vez nos expresamos de manera simultánea, como si respondiéramos al unísono. Presintiendo lo que iba a decir él, yo movía los labios haciendo como que respondía.