El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Al salir del cine nos pusimos a caminar juntos, despacio, por las calles de París, en dirección al Marais. Cenamos en un restaurante que le gustaba mucho a Lisa, una especie de café sombrío similar a los que seguramente había en la Viena de los años treinta. Unos rabinos nos observaban con gravedad desde los tristones cuadros que colgaban de las paredes. Bebimos vodka, celebrando no sé exactamente qué. Nuestro reencuentro, nuestra amistad…, yo no veía nada en sus ojos que me permitiera esperar algo más que solicitud. Sin embargo, decidí conformarme por esa noche.

–Me cuesta -murmuró Lisa- soportar las escenas de violencia de las películas. No sé cómo hacen los demás para aguantarlas. Y yo todavía puedo verlas; pero mis padres, ¿crees que comprenderían algo de lo que acabamos de ver? Es raro, en momentos como ésos no puedo evitar pensar en ellos… Me parece que yo formo parte de su sufrimiento, es mi comunidad.

Por primera vez advertí que la Shoah era, para muchos judíos, el último reducto de su religión. Era como una argamasa de la identidad judía que unía al ortodoxo y al ateo, al judío practicante y al laico, al comunista y al religioso, a Israel y a la diáspora, al sionismo y al antisionismo.

–Lisa -pregunté al salir del restaurante-, ¿supone un problema para ti el que yo no sea judío?

–¿Un problema? – preguntó, sorprendida-. No, no soy religiosa…, pero soy parte de un pueblo y de una historia. Si un día tengo hijos, me gustaría que ellos lo fueran también.

Mientras pronunciaba estas palabras, volvió su hermoso rostro hacia mí. Eran más de las doce y sus cabellos negros atraían la luz pálida de la luna. La miré a los ojos, pensando en lo que le había dicho a Félix: ¿era Lisa una mujer prohibida para mí? En realidad, para mí todo era nuevo: el amor era un país en el que no había nacido. Yo mismo era diferente. Me sentía renacer con cada mirada suya. Félix, que se había dado cuenta, me tomaba el pelo a menudo a propósito de mi «conversión».

–Ser judío hoy en día, ¿equivale sólo a ser superviviente? – pregunté a Lisa.

Durante un instante, su cara quedó iluminada por una farola, aureolada igual que un serafín. Encendió un cigarrillo. A mí me encantaba ver cómo subía el humo, cual vaporosa vela, alrededor de sus ojos y su pelo: bajo el resplandor de la luna, parecía aún más impalpable.

–Es lo único que conozco -repuso-. En general no sigo los preceptos en la comida; no celebro ninguna fiesta ni respeto el sabbath.

–¿Porqué?

–Estoy enfadada con aquel que se mantuvo pasivo sin intervenir, el Señor de la historia que brilló por su ausencia. El mismo que había decretado que la Creación era buena. Si hubiera un Dios, habría tenido que sufrir en Auschwitz, habría tenido que estar inmerso en el devenir, en lugar de ser una instancia supratemporal, impasible e inmutable; habría tenido que verse afectado por lo que pasaba en el mundo, es decir, habría tenido que temporalizarse o, si no, habría tenido que ser impotente, pero ¿sabes tú de algún dios impotente?

Me observó un instante y se le endureció la mirada.

–Mi madre sigue creyendo, pero a mí me parece que ningún valor se sostiene frente a eso. Nada, ni la fidelidad, ni la creencia, ni la culpabilidad ni el juicio, ni la esperanza mesiánica: todo eso no sirve de nada contra Auschwitz, contra ese Dios de «justicia, de amor, de clemencia y de misericordia», ese Dios que dejó que se ejecutara el Mal absoluto. Yo pienso que o bien Dios es Dios y es todopoderoso, y por tanto culpable de dejación, o bien no es todopoderoso y entonces no es Dios. Si Dios existe, su presencia se impone, y si rehusa manifestarse, es porque es inmoral e inhumano, porque se ha aliado con el enemigo, y en tal caso no veo en qué se diferencia de los dioses violentos de las mitologías.

Para Lisa, ésa era la condición judía. Un pueblo que ha sufrido desde los tiempos en que fue reducido por los egipcios a la esclavitud, un pueblo al que se impidió practicar su religión hasta la Edad Media, cuando los cruzados, en su salvaje y desatinada aventura en la tierra que llamaban santa, saquearon pueblos y ciudades, masacrando comunidades enteras que morían con el Shema Yisrael[3] en los labios, pensando que la Redención llegaría con el Mesías…, y hasta hoy, ayer apenas, con la espantosa catástrofe.

No obstante, el viejo pueblo no fue asesinado en Auschwitz por amor de Dios. Fue asesinado por ser como era. Entonces comprendí lo que decía el padre Francis: la gnosis había decidido, de una vez por todas, que el dios de la creación no era el Dios verdadero, que era imposible que un ser tan bueno y tan poderoso hubiera podido crear un mundo tan atroz.

–¿Cómo creer en él, cómo seguir confiando en él, después de ese drama? – continuó Lisa-. Todo ha cambiado. Nosotros en especial. Mis hermanos y yo siempre estuvimos aparte. No teníamos derecho a jugar con los niños, a hablar con ellos en la calle, a ir a sus casas, a entrar en el terreno de juego. En el colegio, los demás nos evitaban, se apartaban de nuestro camino, porque estábamos siempre a la defensiva y rehusábamos participar en cualquier actividad: mi madre nos había prohibido frecuentar a nuestros compañeros. Y nosotros la obedecíamos, dábamos a entender a los otros que no teníamos nada en común con ellos. Mi hermano Béla, sobre todo, era muy hábil en ese sentido: era un virtuoso granjeándose la antipatía de todo el mundo. Era así desde pequeño. Todos nos habíamos dado cuenta de que había algún problema. Lo sabíamos, pero nadie hacía nada. Mi padre nunca decía nada. A veces mi madre se salía de sus casillas y se ponía a chillar, a echar pestes e invectivas contra toda la familia. Luego tiró la toalla, concentró todo su afecto en Paul, el pequeño… Ella también está atormentada, a su manera. Consagra su vida a la Shoah. Precisamente por eso conoció a ese pobre Schiller, después de haber leído uno de sus libros.

–¿Lo conoció primero ella? – pregunté.

–Sí, bueno…, me parece -contestó, turbada.

–Creía que era sobre todo amigo de tu padre -comenté.

Ella no respondió nada.

–Lisa, ¿qué sabes sobre el asesinato de Schiller? ¿Me estás ocultando algo?

Habíamos llegado frente a su puerta. Entonces me observó con gravedad.

–Ha pasado algo terrible.

–¿Qué?

–Acaban de detener a Béla; está en prisión preventiva.

–¿Cuándo? – pregunté-. ¿Por qué?

–Esta tarde. La policía ha efectuado un registro en su casa.

–¿Con qué derecho?

–Recibieron una denuncia anónima.

–¿Y?

–Han encontrado el arma que mató a Schiller…, la pistola.

–¿Dónde?

–En su casa, en casa de Béla.

–¿Cómo saben que es la pistola con que mataron a Schiller? No tienen la bala; le dispararon justo en el corazón y aún no se ha encontrado la parte superior del cuerpo.

–Según parece, los policías han analizado la película de Washington. Han ampliado la imagen y, como es una pistola un poco especial…

–¿Qué clase de pistola?

–Es un arma que data… de la Segunda Guerra Mundial… Un arma alemana.

–¿Crees que tu hermano puede ser el culpable? – pregunté, tras reflexionar un instante.

–¡No! – exclamó-. En absoluto. Creo que alguien ha querido hacer que lo acusen a él.

–Pero ¿quién? ¿Tienes alguna idea?

–No, ninguna… Pero este asunto me da cada vez más miedo, Rafael. Es como si el mal se nos fuera acercando…

Después de dejarla, decidí caminar un poco. Era bastante tarde, casi las dos de la madrugada. Mis pasos me llevaron a los muelles de la isla Saint-Louis. El Sena centelleaba como un millar de piedras preciosas bajo la luna. Los puentes refrescaban sus pies en ese baño claroscuro. Las luces de la ciudad se perdían en él y el agua, cual una naturaleza muerta, bebía su color con discurrir pausado. Era una fiesta, una fiesta suntuosa, un ballet de espejos y de ojos soñadores, de vestidos color de fuego, color de sol y color de noche, de princesas dormidas y de príncipes azules; era Versalles en la época de las fiestas, era París antes de la guerra, en el tiempo en que las penumbras eran promesas y en que el agua, en un tierno nocturno, desgranaba las notas del tiempo al compás del sordo latido de un suave metrónomo. El Sena tornasolado iluminaba París y París se miraba en él como una reina que se engalana, una diosa portadora de mil cetros.

Qué bellas y lisas eran las olas de la superficie y qué sucios y repugnantes eran sus lechos, atestados de muertos, esos desconocidos del Sena ahogados en sus aguas estancadas, enese estanque fangoso cuyo chapoteo murmuraba, cual sórdido susurro, el canto del último barquero.

Me disponía a enfilar el Pasagge des Singes cuando vi a Lisa. No iba sola. Me escondí en el hueco de una puerta, aguardé un poco y luego seguí a las dos sombras hasta un bar. Las observé un buen rato a través de la vidriera. Lisa me daba la espalda, pero percibía su reflejo en un espejo que tenía delante. El hombre, situado frente a ella, debía de rondar los cuarenta años. Tenía muy buena planta, el pelo rubio y lacio, ojos negros y unos rasgos finos que conformaban una cara atractiva, agradable. Era extraño, pero tuve la certidumbre de haberlo visto antes en algún sitio.

Hablaron, bebieron y fumaron. Al cabo de media hora se levantaron para irse. Entonces vi que el hombre acariciaba lentamente la mejilla de Lisa; luego le dio un prolongado beso. Yo eché a correr y corrí, corrí y corrí en aquella noche interminable. No sé cómo acabé por regresar a mi casa, media hora más tarde, después de seguir un complejo itinerario.

Era increíble. Yo no había tenido nunca un comportamiento como aquél. ¿Por qué la quería tanto? ¿Por qué la seguía y por qué la evitaba? ¿Por qué no había irrumpido en el bar, para dar al traste con su conversación? ¿Qué era aquella furia que se apoderaba de mí?

Los celos. Ellos son la amante de las horas venideras, la que tiñe el deseo de furia, la que da ganas de agarrar lo que amenaza con irse, de retenerlo para reducirlo a la nada. También son la reina del instante, demasiado tonta para reflexionar, demasiado tosca para proyectarse hacia el futuro. Son el hogar de los sentidos, tan ardientes que me asfixiaba con ellos. Aquella velada me enloqueció hasta el punto de no lograr conciliar el sueño. Al final de esa noche terrible, las preguntas se sucedían, atormentadoras, en mi cabeza: ¿quién era ella? ¿Quién era el hombre que la había besado? ¿Qué secreto compartía con su padre? ¿Qué sabía de Schiller? ¿Quién era, en el fondo? ¿Qué me ocultaba? ¿Qué ocultaba Lisa Perlman?

Capítulo 5

Cuando la sangre judía brota bajo nuestros cuchillos, todo va ya a pedir de boca.

El 20 de enero de 1942, en Berlín, en el número 56 de Wannseebedweg, en una casa confiscada a un judío, se celebró la conferencia sobre la «solución final a la cuestión judía». Endlosung, que significaba: aniquilación física de los judíos de Europa a la mayor brevedad posible.

En la tesis de historia contemporánea que preparaba, yo intentaba descubrir la génesis de la solución final. Por más monstruoso que fuera, explicaba, el genocidio tenía un motivo.

Yo trataba de precisar las razones de la masacre, de encontrar el hilo en la trama de decisiones y acontecimientos que habían desembocado en la Shoah.

Retomaba el debate que enfrenta a los historiadores que tratan de comprender las causas del genocidio. Los intencionalistas pensaban que Hitler y su particular ideología habían tenido una incidencia capital en la solución final. Los funcionalistas, por el contrario, aseguraban que la obra de Hitler era accidental en relación a la forma de funcionamiento del régimen y a su dinámica estructural, que eran los que iban a dictar el desarrollo de los hechos. Para éstos, sin el ejército, la administración, la industria, el partido y la SS, Hitler jamás habría podido llevar a cabo su objetivo.