El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

No me cabía duda de que Lerais era el hombre con quien la había sorprendido aquella noche. Tuve la sensación de haberlo visto antes porque me había cruzado con él en los ambientes profesionales. Era absurdo, incomprensible e inadmisible, pero estaba celoso. Habría tenido que actuar con magnanimidad, dada la situación en que se hallaba Lerais, pero me resultó imposible. Ese día fui débil, lo reconozco. Me faltó aplomo. Habría podido dominar la emoción, habría tenido que comprender que Lisa acababa de sufrir un golpe. En lugar de ello, me mostré implacable.

–Lo siento mucho, Lisa -dije, levantándome sin más preámbulo-. Tengo una cita. Debo irme.

Se encaminó despacio hacia la puerta, más desamparada aún, más perdida. Había venido a verme para hablar, en busca de consuelo y apoyo, y había encontrado sólo dureza y despecho.

En cuanto se fue, llamé por teléfono a Félix y le informé de que Lerais seguía sin confesar nada.

–¿Y el dosier? – pregunté-. ¿Has acabado de leerlo?

–Prefiero no hablar de eso por teléfono -dijo.

–¿Porqué?

–Nunca se sabe. ¿Qué te parece si nos vemos ahora mismo, a las seis, en el bar del Lutétia?

–De acuerdo.

Llegué al Lutétia a la hora convenida y, al ver aproximarse a Félix, me paré a esperarlo delante de la puerta giratoria.

De repente apareció un hombre en moto y le dio un violento empujón. Le arrebató el dosier que llevaba en la mano con gesto preciso y se alejó a toda velocidad.

Sin perder un instante, nos metimos en un taxi que había delante de la entrada del hotel y seguimos a la moto que se llevaba nuestros documentos.

En el denso tráfico de París, el coche se quedó atrás enseguida. El individuo de la moto se escurría hábilmente entre las filas de vehículos. En la Place de l’Opera lo vimos desaparecer a lo lejos, hacia la iglesia de la Trinidad.

Cuarta parte

Capítulo 1

Otro cigarrillo y otro más. Lo necesito tanto, ¿sabe? Mi cigarrillo místico me inspira y me desata la lengua, me la despega del paladar. Cuando lo enciendo tiene lugar la inflamación, el fulminante rayo: un volcán en el vientre, en las entrañas, un fuego purificador que asciende, la llama sagrada que lava, desde hace millones de años, las impurezas terrestres mediante su fuerza y su espíritu, y yo soy inmortal, pues su luz me ilumina, penetra en las tinieblas y las ilumina, dulce llama, mi llama que devoro como un faquir, llama de amor cuyo humo se eleva hasta el cielo, hasta las alturas, cerca de las fuerzas divinas, lejos, lejos, hacia el país de los recuerdos.

Las palabras duran lo que dura un cigarrillo y el fuego se lo lleva todo, y las vidas evocadas, las imágenes difuntas, igual que el cigarrillo efímero, iluminan durante unos minutos los corazones terrestres, antes de desvanecerse dejando tan sólo una huella pútrida. Las cenizas frías se acumulan como las acciones del pasado y toda esa materia ardiente, hálito y espíritu, vuelve a convertirse en polvo, nuevamente en polvo, gris y negro, y así transcurre la vida, de camino hacia las cenizas, como mi cigarrillo triste, pensativo, o como el de Lisa, nervioso, desmañado, o como el puro de Félix, unas veces ardiente y otras pesado, que poseía todos los poderes igual que la serpiente enhiesta, y los tres juntos acompasábamos nuestro hálito, inspirábamos y espirábamos la vida y exhalábamos la muerte, pues es la muerte la que gana y el último suspiro sustituye al primero, que fue insuflado cual beso en la nariz del hombre. El cigarrillo es el viento sobre la arena, el légamo de los bosques, el aluvión de las aguas, y Lisa exhalaba sobre la tierra para limpiarla, y Lisa jadeaba para seducirla y dominar las tinieblas de negras alas, la noche ardiente que corteja al alba, y de su boca brotaban los sonidos melodiosos de las palabras que pronunciaba, retoños del corazón, espejos del alma, y sus bocanadas de humo creaban cual inspiración divina la vida en mí, y mi respiración le respondía, negra en la hondura del pulmón, y su aliento refrescaba el fuego que ardía en él.

Como el uroboros, el cigarrillo subraya la circulación cósmica, transporta las almas al interior de las otras, las transforma y las hace renacer.

Después de perder la pista del motorista, volvimos al Lutétia y nos desmoronamos con desánimo en los sillones del bar.

–¿Has hablado a alguien de esos documentos? – pregunté a Félix.

–¡No! ¡A nadie!

–¿Y de la caja de seguridad?

–No, no se lo he dicho ni siquiera a la policía.

–En ese caso, creo que nos están siguiendo.

–Y quizá nos escuchen también…

–Me parece que hemos puesto el dedo en un engranaje muy complejo. Ya no se trata de un tema idóneo para historiadores, ¿entiendes?

–No.

–Ese asesinato tiene ramificaciones políticas. Hemos entrado en una esfera que nada tiene que ver con la nuestra.

–Con la tuya, querrás decir -puntualizó Félix-. Yo estoy acostumbrado a tratar con los políticos y no me asustan.

–No se trata sólo de algo político, Félix, sino religioso. ¿Recuerdas lo que dijo Bronstein del Papa? Es un asunto diplomático, de alcance internacional, es…

–¿Y qué? – me cortó Félix-. Cuantos más sean y más obstáculos me pongan, más perseveraré yo.

–Por Dios, Félix -insistí-. Hasta la CIA ha venido a husmear. No es un juego.

–¿Y quién dice que lo sea?

–Alguien ha cortado a un hombre en dos. ¿Lo entiendes? ¿Quién sabe qué te podría pasar a ti?

–Exacto, han cortado a un hombre en dos y yo quiero saber por qué. Y cuantos más obstáculos me pongan, más me empecinaré en averiguarlo.

–Ese afán de justicia es muy loable pero olvidas un pequeño detalle: Carl Rudolf Schiller era un cerdo. ¿Por qué arriesgar la vida por un cerdo?

–Me decepcionas, Rafael. Me decepcionas mucho. ¿Te acuerdas de nuestras primeras conversaciones? ¿Cuando decías que había cosas que nadie volvería nunca a tener derecho a decir ni a hacer? ¿Te acuerdas de lo que me confesaste? ¿Que tus investigaciones sobre la Shoah te habían cambiado la vida, la manera de ver las cosas, tu sentido de la moral? Que habías decidido comprender lo que pasó. ¿Te acuerdas? ¿Acaso existen dos morales? ¿Dos varas de medir en materia de justicia?

–La justicia es una sola, tienes razón, y por eso precisamente no vale la pena jugar a los vengadores enmascarados. Deja pues que ella haga su trabajo. Y además, fíjate, ya no controlas esta historia. Estás sucumbiendo a ella. Sé bien de qué hablo, porque le he consagrado mi vida y mi juventud y muchas veces he estado también a punto de dejarme atrapar. Hay que conservar la distancia.

–Demasiado tarde, Rafael. La máquina funciona ya a todo tren. No se puede parar el proceso. ¿No era comprender, el proyecto que tenías entre manos?

–Sí, pero no a cualquier precio.

–¿No? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué te ha cambiado? ¿Por qué te noto cada vez más lejano, más distante? Y ahora resulta que quieres dejarme solo. ¿Es eso, no, me abandonas? Después de haberme hablado como lo hiciste, después de haberme venido a buscar, pretendes deshacerte de mí… Tú, la persona que me abrió al misterio de la violencia, del mal y del conocimiento.

Las últimas palabras las pronunció con un ardor extraño, casi malévolo, y en un tono sarcástico y ácido. Parecía como si estuviera lavando una prenda sucia, llena de sangre, y la retorciera con la punta de los dedos para escurrirla con una mueca de repugnancia, casi con ganas de vomitar.

–Bueno -dije-, sólo podemos hacer una cosa.

–¿Qué?

Dio una chupada al puro mirándome fijamente a los ojos. Yo saqué un papel, un bolígrafo y cigarrillos.

–Recordar…

El dosier de Lerais contenía un conjunto de documentos centrados en las relaciones de Michel Perraud con el gobierno de Vichy. Se sabía ya que en la carrera del ex ministro había extrañas zonas de sombra. También se sabía que Perraud se había sumado a la Resistencia en el último momento, como muchos de los políticos de la IV República. Lo que resultaba ya más inquietante era que había contribuido a restablecer la ceremonia de la ofrenda floral en la tumba del mariscal Pétain. Aquél era un gesto de reconocimiento, decía, al vencedor de la guerra de 1914-1918, como si Pétain pudiera dividirse en rebanadas diferentes, como si pudiera rendirse homenaje a Hitler, el pintor (decía Félix).

A partir de ahí, todo era brumoso. ¿Qué vinculación había tenido con Vichy? ¿Había pertenecido realmente a la Cagoule? Todas las respuestas a esas preguntas se encontraban en el dosier que había preparado Lerais.

–Lo que había al principio -rememoró Félix- era el original de una lista. ¿Lo recuerdas?

–Sí -dije-. La lista Corre.

–¿En qué consiste exactamente esa lista?

–El 16 de septiembre de 1937, la policía hizo un registro en casa del cagoulard Aristide Corre, archivero de la segunda oficina de la organización secreta, y encontró en ella los nombres y las direcciones de todos los que participaban en el movimiento. Con esa información confeccionó una lista, que es el único documento que se conoce en el que constan los nombres de los miembros de la Cagoule. En ella figuraba el nombre de Perraud, de modo que, contrariamente a lo que ha sostenido siempre, el señor Perraud formó parte de la Cagoule, sociedad secreta que, entre 1936 y 1937, estuvo a punto de derribar a «la Gueuse».[7] Todos los grandes cagoulards estuvieron en Vichy para velar por la desaparición de la República: todos asistieron a la aprobación del texto que confería plenos poderes al mariscal Pétain, el 9 y el 10 de julio de 1940. Estaban todos presentes para luchar contra los «enemigos de la Revolución Nacional», o sea, los gaullistas, los comunistas, los masones y los judíos. Así pues, Perraud había comenzado su carrera integrado en el terrorismo…

–… para acabarla en el más venerable socialismo.

–Pasando por el petainismo activo. Entre los papeles reunidos por Lerais se encontraban también los textos escritos por Perraud para gloria del Mariscal, en los que se refleja un odio feroz hacia la III República. Estaba además, su dosier de concesión de la francisque, la distinción suprema del régimen, que otorgaban el Mariscal de Francia y un consejo de doce miembros. Para obtenerla había que prestar el juramento siguiente: «Hago don de mi persona al mariscal Pétain como él ha hecho don de la suya a Francia. Me comprometo a servir bajo su disciplina y a permanecer fiel a su persona y a su obra.»

En el dosier se ponía asimismo de manifiesto la ayuda aportada por Perraud tras la liberación a antiguos miembros de la Cagoule y a otras personas del clan que habían tomado la opción equivocada durante la guerra.

El último elemento que recordábamos era una carta de Maurice Crétel, antiguo prefecto del Marne, secretario general de policía y jefe de la milicia, responsable de la deportación de judíos y acusado de crímenes contra la humanidad. La misiva iba dirigida a su viejo amigo Michel Perraud.

Era un carta sibilina, y Félix y yo sólo conseguimos reproducir literalmente la última frase, que nos había llamado la atención: «No te preocupes por nada, tengo absoluta confianza en Schiller para sacarnos del atolladero.»

Estaba fechada el 24 de octubre de 1994, es decir, seis días antes de que Crétel fuera asesinado en plena sala del tribunal que le juzgaba.

–Recuerdo un artículo que escribió Jean-Yves Lerais sobre Crétel en una revista de historia -dije-. Me chocó el trato elogioso que le daba. Daba la impresión de estar fascinado por él. Hablaba de su personalidad fuerte, rica, excepcional; lo describía como un joven funcionario de Vichy, moderno, inteligente, dinámico, un hombre de acción pragmático y eficaz, un patriota que había sabido mostrarse «cortés, firme y digno» ante las autoridades alemanas de ocupación. Era curioso: dos o tres conversaciones de Lerais con Crétel parecían haber borrado su pasado dudoso…

–Pero ¿qué hacía con ese dosier y por qué lo puso en una caja de seguridad? – preguntó Félix-. ¿Preparaba otro artículo, o bien un libro? ¿Amenazaba quizás a Perraud con hacer pública su actuación durante la guerra o, por el contrario, guardaba unos documentos que le habían confiado?