El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

¿Era posible que aquel ex embajador de la ONU, agente de la CIA, aquel hombre con el que yo mismo había tenido trato, al que respetaban sus amigos y quería su familia, fuera el verdugo sanguinario que describían? Ferrara reía porque nadie, en el fondo, lo creía y, de pronto, Ferrara se levantó del asiento y habló por el micro abierto que había en la mesa de los abogados de la defensa y gritó a Gladstein: «¡Embustero!» Y luego se echó a reír, aún con más ganas que antes. Embustero.

La diferencia de este juicio respecto a los anteriores era que ya nadie estaba seguro de nada. Los testigos creían haber reconocido en él a Wilhem Kleis, pero al final parecía que fueran ellos, es decir las víctimas y su memoria vacilante, lo que se sometía a juicio allí. Si no se puede confiar en la memoria humana, «parcial» y «partidista», ¿cómo hay que proceder entonces? Igual que cincuenta años antes, aquellos testigos se habían desvanecido al pensar que reconocían a su verdugo. Querían justicia, lo que era bien comprensible, y para ello estaban dispuestos a todo, incluso a inventar recuerdos…

Por otra parte, se había exagerado: es muy normal, claro, bajo el influjo de la emoción…

Todo se acababa con el juicio contra Ferrara y, al concluir éste, Ferrara salió en libertad: había pasado demasiado tiempo, ya no era la misma cara, ni quizás el mismo hombre, o quizá sí, pero no se sabía con seguridad. Ferrara, con sus gafas de sol y su boca relajada, reía y reía con su risa sardónica, reía a carcajadas, y los historiadores y los jueces y los historiadores constituidos en nuevos jueces no creían ya a los testigos, a aquellos que habían vivido la Shoah, aquellos que habían protagonizado la Resistencia.

Todo estaba tan claro, sin embargo, cincuenta años antes: la Segunda Guerra Mundial era la guerra de los hijos de las luces contra los hijos de las tinieblas. Jamás en un conflicto había sido tan fácil saber dónde estaba el bien y dónde estaba el mal.

Y de repente todo era tan confuso… Decían que los testigos eran falsos testigos, que los únicos testigos auténticos habían muerto. Decían que no podían decir la verdad, precisamente porque habían regresado del infierno. No eran fiables para los investigadores serios. Decían que sus textos eran dudosos, «incluso con las mejores personas puede ocurrir que se alteren los recuerdos o que determinadas informaciones sean de segunda mano y que entrañen por tanto algunos errores». Decían que había inverosimilitudes, sí, inverosimilitudes, como si el fenómeno -la Shoah- no fuera de por sí inverosímil.

Noche y niebla: ése era en efecto el proyecto de los nazis. Eran ellos los que habían ganado. Tenían el tiempo a su favor; y el tiempo era su territorio y la circunspección, su cualidad…

Era como los antimonumentos de Lisa. Inmensas columnas de plomo donde cada cual podía firmar, escribir, y así lo hacían toda clase de personas, hasta los neonazis que plasmaban consignas antisemitas, y en la piedra quedaba registrada una memoria viva, cada vez más evanescente y, poco a poco, la columna se hundía en el suelo. Todo desaparecía como desapareció todo en los campos de exterminio y como desaparece en estos momentos con la muerte de los últimos supervivientes.

La mujer que había arrojado ácido sulfúrico a la cara del abogado de Ferrara y cuya familia había sido casi por completo exterminada en Auschwitz era una israelí que vivía en Francia: se llamaba Tilla Perlman.

El segundo abogado del acusado se había suicidado misteriosamente en su despacho unas semanas después de hacerse cargo del caso. Su cadáver había sido descubierto por un médico que se encontraba allí por casualidad: se trataba de Paul Perlman.

El 2 de diciembre de 1997, en el aeropuerto de Tel-Aviv cuando se disponía a tomar un avión con destino a Brasil, Alvarez Ferrara murió abatido por un balazo en la cabeza. Su asesino era un conocido filósofo, hijo de un superviviente del campo de Auschwitz II-Birkenau. Se llamaba Ron Bronstein.

Capítulo 9

Pronto se celebrará mi juicio.

La policía dice que Lisa Simmer no fue la autora del asesinato de Carl Rudolf Schiller.

La policía dice que fui yo el autor de ese asesinato.

La policía dice que fui yo quien mató a Carl Rudolf Schiller.

Los encargados de la investigación dicen que fui yo quien filmó la escena del asesinato y que yo envié la película a Robertson, adjuntando instrucciones sobre su posible utilización.

Dicen que fui yo quien escondió la pistola en casa de Béla Perlman para que lo acusaran a él y para que, a su vez, él hiciera recaer las sospechas sobre Jean-Yves Lerais.

Dicen que fui yo quien puso la mitad del cadáver en la biblioteca de la École de Roma para inculpar a Jean-Yves Lerais.

Dicen que fui yo quien envió el cuaderno marrón al padre Franz. Después fui yo el que fue a desenterrarlo a Auschwitz, justo antes de que fuera a buscarlo Mina.

Dicen que había coincidido a menudo con Carl Rudolf Schiller en los coloquios o en casa de los Perlman. Dicen que estaba fascinado por ese personaje y que la fascinación era mutua.

Dicen que comencé a odiarlo cuando me enteré de su repentina transformación. Según ellos, no habría soportado que hubiera encontrado dentro de sí un alma justa y que hubiera cambiado de comportamiento con ocasión del juicio contra Crétel o bien hablando en favor de los Talment después de haberlos calumniado.

Creen que fui yo quien fue a buscar el cuaderno marrón a Auschwitz y que éste se hallaba en mi piso cuando Lisa me lo tendió.

Tengo que dárselo. ¿Dónde está? ¿Qué hay escrito en ese cuaderno?

En la primera parte, se explica cómo se toma posesión de un individuo.

En la segunda parte, se refiere la muerte de un niño. En la tercera, se detallan los planos de un cementerio. ¿Qué significa todo eso? ¿Dónde está ese cuaderno? ¿Qué contiene?

Ese cuaderno contiene el secreto del origen del Mal. ¿Dónde está?

¿Dónde está ese cuaderno? Ese cuaderno se ha esfumado. Ha desaparecido, desaparecido para siempre.

O quizás esté delante de mí, en todas partes. Se dispersa para propagar su nueva por toda la tierra. Quienquiera que lo lee comprende el mal y se vuelve malo. Como él. Como ellos. Como yo.

Capítulo 10

Mi abogado, el señor Ansel, quiere que me declare culpable. Dice que alegando locura tendré posibilidades de evitar la cárcel.

–¿Que sea un hospital psiquiátrico o una cárcel, qué más da? – le contesté yo.

Dice que debo tener una actitud más colaboradora.

–¿Por qué se empeña de ese modo en defenderme? – le dije.

Dice que quiere defenderme porque, aunque soy culpable, no soy culpable de ser culpable.

No entiendo muy bien lo que dice el señor Ansel. Creo que, en el fondo, le gustan los criminales, los perdularios, los canallas.

He mantenido largas conversaciones con los expertos psiquiatras. Les he contado mi historia durante horas.

Ellos dicen que nunca hubo ningún Félix Werner. ¿Quién es Félix Werner?, me preguntan una y otra vez. ¿Quién es Félix Werner?

Entonces yo les dije:

Félix Werner era algo más que un amigo para mí. Nos veíamos o hablábamos casi a diario, charlábamos y comíamos o cenábamos juntos. Había una confianza mutua absoluta. Yo tenía la llave de su piso y él la del mío. Antes de mí, él no había tenido nunca a nadie en quien apoyarse, nadie que le escuchara y comprendiera hasta ese punto.Yo era todo lo que no era él, todo lo que yo habría querido ser; un hombre seguro de sí, un intelectual feliz, un seductor. Él era tímido y reservado, desconfiado en ocasiones; yo era abierto y generoso. No tenía miedo de dirigir la palabra a los demás, de ir hacia ellos, de apreciarlos y granjearme su afecto. Él admiraba mi inteligencia, mi clarividencia. Me consideraba lúcido en mis ideas, genial en mis intuiciones. Decía que era dinámico y alegre. La perspectiva de verme le llenaba de gozo, mis palabras seguían con él mucho después de haberse separado de mí. Cuando estaba en mi compañía, se sentía plenamente él. Decía que yo era de esa clase de personas que hacen aflorar el lado espiritual de los demás. Le inspiraba. Muchas veces me asaltaba una peculiar exuberancia que hacía de mí un ser casi inquietante. Fumaba, caminaba, escribía, hablaba, lo hacía todo a la vez porque yo era la vida misma, con todo lo que ello comporta, incluido el apetito bestial, algo desmesurado que poseen las personas de talento.

Él era lo opuesto a mí, mi complemento. Era tímido, apagado, pensativo. Yo era expansivo y voluble. Él era soñador y distraído, yo era realista y organizado. Él tenía tendencia a evadirse en desvarios solitarios, en viajes imaginarios; a mi me interesaba lo real por encima de todo. Leía todos los periódicos, estaba al corriente de lo que ocurría en el mundo. Él no sabía nada de la actualidad.

Dicen que Félix Werner no existe. Dicen que Félix Werner es una invención mía, un doble ideal de mí mismo.

Yo les digo: «Vayan al Lutétia y pregunten al camarero si no nos vio todas las noches juntos a los dos.»

Fueron al Lutétia. El camarero del bar dijo que se había fijado en un hombre que gesticulaba y hablaba solo. Pero ese camarero no estaba siempre allí y su turno se acababa a las doce. Después había otro, pero ya no trabajaba en el hotel.

Yo les digo: «¿No era periodista? ¿No escribía artículos firmados con su nombre?» Fueron a verificarlo: en el periódico, les dijeron que el tal Félix Werner enviaba siempre sus artículos por fax.

Yo les digo: «Vayan a su casa, yo tengo la llave de su apartamento.» Fueron a su casa: allí no hay nadie, nadie. Los vecinos no lo conocen, no lo han visto nunca.

¡Eso es, les digo a esos aprendices de brujo, yo lo he hecho desaparecer! Llámenme Samael, ya puestos, Samael Rifer.

Félix decía que el fenómeno burocrático traía como consecuencia la amoralidad. Decía que en el aparato nazi la burocracia funcionaba a través de la formulación de un objetivo concreto y la posterior realización de informes que permitían tener una visión técnica de la destrucción, en términos éticamente neutros. La deshumanización fue posible debido a esa disposición que, con el distanciamiento generado entre sujeto y objeto pretendía reducir al primero a una mera medida.

Félix habría dicho que yo era una presa de esa maquinaria infernal que constituye el aparato judicial, que cree tener la verdad pero que es el emblema de la deshumanización burocrática, corolario de la tendencia racionalista del pensamiento occidental, según el cual el hombre es un objeto del que se puede hablar en función de un lenguaje técnico.

Félix se habría reído si me hubiera visto a merced del aparato psiquiátrico, de su lenguaje neutro desprovisto de connotación moral, que, en su adaptación perfecta a la ideología del odio, coloca el mal en un universo borroso, situado más allá de la moral. Si alegáramos esquizofrenia, decía el abogado, tendría una posibilidad de evitar la cárcel. Pero si yo he cometido realmente esos crímenes, señores del jurado, ¿por qué no condenarme? ¿Por qué justificarme?

Félix decía que había que huir del peligro de la relativización y la historización, que al implicar que el mal cometido no puede considerarse único, conducía de modo inevitable a la apología.

No, no era éso lo que decía. ¿Qué decía?

Pero ¿dónde está? ¿Dónde está Félix Werner?

Félix decía que cuando uno queda atrapado en un sistema, pierde los puntos de referencia. Es propio del Mal comprender a quien quiere comprenderlo. No, no era eso lo que decía. Decía que había que comprender, que era lo único que valía la pena hacer.

Félix decía… Pero ¿quién es Félix Werner? ¿El ángel caído, el que aporta la luz o las tinieblas, el bien o el mal?

Nunca sabrán hasta qué punto me inspiró con su genio, lo mucho que me cambió, la apertura al mundo que produjo en mí su contacto. Nunca sabrán hasta qué punto lo detesto, a él y a todo lo que es él, ni hasta dónde me pervirtió.

Lo veo a través de una columna de humo que asciende, se alza y se desliza en las alturas del cielo, que se lleva los fragmentos del universo, cosas quemadas, escoria de hierro, carbón y papel, liviano, liviano. El humo se eleva para desaparecer para siempre. Conmigo. Yo, un suspiro que hace volar las cenizas.

Dicen que Félix Werner no existe. Dicen que es un personaje que me inventé, un doble de mí mismo. Dicen que Félix Werner soy yo.