El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

De pronto se hizo un silencio total. Béla esta efectuando una reaparición señalada: volvía de la cocina con un plato lleno de fiambres. Su madre se precipitó hacia él.

–¿Qué haces? Sabes perfectamente que no se puede comer carne durante el duelo.

–No es para mí -respondió Béla.

–¿No? ¿Para quién es, entonces?

–Para él -contestó Béla, mirándome-. Él sí puede. ¡Él es goy, hasta que se demuestre lo contrario!

Se acercó a mí y me tendió el plato.

El padre Franz se alejó. En el salón habían vuelto a reanudarse las conversaciones.

–¿Qué mosca te ha picado? – le dije-. Ya sabes que soy vegetariano.

–¿Vegetariano? ¡Qué original para un sanguinario!

–¿Por qué estás tan pendiente de mí, Béla? – le pregunté, con voz muy calmada-. ¿Por qué me estás provocando siempre, desde el principio? ¿Puedes explicármelo?

–Te veo muy nervioso -observó Béla-. ¿Es el entierro lo que te pone así? ¿O es mi hermana? No parece que le seas de gran ayuda hoy.

–¿Es asunto tuyo, Béla, lo que pase entre tu hermana y yo?

–¿Qué vas a hacer si declaran inocente a Lerais? ¿Porque sabes, verdad, que es a él a quien quiere? ¿Que sólo se casó contigo por despecho?

–Exacto, se casó conmigo. Estás hablando de mi mujer -le hice notar.

–Puede que sea tu mujer, pero tú no eres el padre del hijo que esperaba.

–¿Adónde quieres ir a parar?

–El padre de ese niño es Lerais -declaró, enseñando su dentadura amarillenta-. ¿No te habías dado cuenta de que era él?

Fruncí el entrecejo. Sentí que un furor terrible se adueñaba de mí.

–¿Fuiste tú, verdad, el que deterioró la relación entre Lisa y Jean-Yves Lerais? ¿Fuiste tú el que la puso en contra de él? Y ahora quieres repetir, ¿eh? ¿De qué te sirve repetir siempre lo mismo? ¿Crees que si te dedicas a eliminar a los otros acabarás teniendo a tu hermana para ti solo? ¿O soy yo quien te interesa? ¿A cuál de los dos prefieres, di?

Béla se quedó desconcertado.

–Eres tú el que no se ha dado cuenta de nada, Béla. Lisa no quiere nada contigo. No sólo no quiere nada contigo, sino que para ella no eres más que una carga. Desde el principio me hablaba de ti como de la oveja negra de la familia. Si te hizo caso con Lerais, no lo hará otra vez, Béla, se acabó. Ni tampoco te escuchará tu hermano, al que martirizas y que huye de ti; si está siempre de viaje, no es para alejarse de su mujer, contrariamente a lo que piensas; él quiere a su mujer y tú lo sabes; si se va es para no seguir llevando esa cruz a cuestas. Se va a proyectar su culpabilidad a otro lado. Y cada uno hace lo que puede en esto. ¿Sabes lo que me dijo un día Lisa? Me dijo que tu madre también está que no puede más contigo, desde la adolescencia, desde que empezaste a ver conspiradores por todas partes y te encerrabas en tu habitación para pasarte la noche gritando. Por eso tu madre quiere tanto a Paul, su «ángel». Paul no es sólo su hijo preferido, es su único hijo y tú lo sabes, aunque finjan; te soportan, Béla, nada más. Pero a ti te da igual; ése es tu papel en la vida, ¿no?, hacer que te detesten todos.

–No, todos no -murmuró-. Él no.

–¿Quién? – pregunté-. ¿Samy?

–Sí -dijo-. Él me pidió que fuera a Auschwitz con mi madre. No fui por ella, sino por él.

–Sí, claro -contesté-. Pero ¿sabes por qué te dijo tu padre que fueras a Auschwitz?

–Para acompañar a mi madre -respondió.

–Sí, ¿y por qué?

–Porque él no podía ir.

–¿Y por qué? – insistí-. ¿Sabes por qué no podía ir? ¿Y sabes por qué se suicidó?

–¿Lo sabes tú?

–Tu padre no llegó a superar nunca lo que hizo allí en el campo -dije bruscamente.

–¿Qué hizo?

–¿No te lo contó?

–No.

–¿De veras no te habló nunca de aquello?

Béla me asestó una mirada aviesa.

–¿Acaso te lo contó a ti? – murmuró-. ¡A ver, cerdo, atrévete, atrévete a decirme que mi padre te dirigió la palabra!

–No, no quiso nunca. Lo sabes perfectamente. Pero yo lo descubrí todo en mis investigaciones, cuando me interesé por vuestra familia.

Béla palideció al oír aquello. Me dirigió una mirada casi suplicante.

–Tu padre -dije- formaba parte de un Sonderkommando. Tu padre era kapo[13].

–¿Qué estás diciendo? – chilló, agarrándome-. ¡Embustero de mierda! ¡Embustero!

Entonces bajó la cabeza y me descargó un puñetazo en el pecho, a la izquierda, cerca del corazón. Sentí un dolor fulgurante y caí al suelo.

Vi las estrellas. Intenté levantarme, pero estaba demasiado débil y me desplomé. Cuando se abalanzaba de nuevo contra mí, Paul y Jacques Talment lo sujetaron y lo contuvieron con firmeza. Pero se zafó y yo sentí una segunda quemadura aún más atroz que la primera. Los ojos se me desorbitaron de espanto: había vuelto para rematar la faena. Me estaba mordiendo, clavándome los caninos en la mano.

Capítulo 3

A Béla lo internaron la semana siguiente. Después del salvaje ataque se había puesto a vociferar como un loco, profiriendo palabras amenazadoras dirigidas sobre todo a mí. No contento con saber que estaba en el hospital, me llamaba tres veces al día para insultarme, para transmitirme a gritos su odio y para asegurarme que la próxima vez no fallaría. Decía que yo quería su muerte, que era yo el que había puesto la pistola en su casa para que lo acusaran, que yo era un peligro para su hermana y para toda la familia, por la que me había interesado con el único propósito de destruirla. Los médicos le habían diagnosticado paranoia.

Yo tenía una costilla rota y la mordedura me había causado una lesión de consideración en la mano: pasé un mes en el hospital, casi todo el tiempo solo. Al principio, Lisa venía a verme cada dos o tres días, después sus visitas se espaciaron.

Cuando por fin regresé a nuestro apartamento, la encontré más delgada que nunca. Rehuía mi mirada y me trataba con frialdad. Ya no iba a esculpir al estudio. Dormía poco; fumaba mucho. Yo ya no podía acercarme a ella, apenas si podía hablarle. Me dirigía unas miradas cargadas de temor.

Estaba débil, triste y arisca. Yo comprendía que sufría y me dolía verla de ese modo y constatar mi impotencia, mi incapacidad para hacerla feliz. Me lo guardaba todo dentro y la rabia me ahogaba.

Pensaba con nostalgia en el tiempo en que quería ocuparme de ella, en que la sentía desdichada y frágil. Le había dado todo lo que tenía y también lo que no tenía. Mi entusiasmo, mi exaltación…, mi deseo.

Estábamos en el Oriente desierto, estábamos perdidos y nada podía salvarnos. Quizás el pecado original sea eso: una vez que se ha cometido la falta, nada puede borrarla. Hay un perdón posible, que consiste en recordar la fechoría, pero no hay reparación posible para el hombre: porque no hay olvido para el mal que se ha sufrido. Ese mal se queda en uno hasta que sale, bajo una u otra forma: y a menudo se descarga contra otra persona, por otro motivo. De este modo se propaga el mal: cuando se recibe y no puede devolverse, se da a otros, aun sin por ello desaparecer de uno. La única manera de detener ese proceso es devolver el mal a quien lo ha infligido: ojo por ojo, diente por diente. Pero a menudo eso resulta imposible: porque la persona ya no está ahí, porque no se puede. Entonces uno conserva el mal dentro de sí como un animalillo doméstico que se vuelve salvaje cada vez que se presenta la ocasión; o como una tenia que lo devora todo desde el interior.

Todas las noches tomaba somníferos junto con una copa de whisky y luego se sumía en un sueño pesado.

Un día, al ver que abría por segunda vez la cajita marrón de las pastillas, la agarré por la muñeca y la miré fijo a los ojos. Se puso rígida, como si estuviera a punto de vomitar.

–Oye, Rafael -me dijo, soltándose-. ¿Quieres que te diga qué pasa? No sé qué buscabas ni qué te atrajo de mí, pero lo que encontraste, lo has destrozado. ¿Lo entiendes? Es como si todo fuera de mal en peor desde que te conozco… Ese hijo…

–¿Me estás haciendo responsable de su muerte? – la atajé.

–No es sólo el niño. Está mi padre. Y también Béla: ¿acaso no fuiste tú el que precipitó su caída? ¿Qué le dijiste para que se hundiera en la locura?

–¡Es él! – exclamé-. Es él el que no ha dejado de provocarme desde el principio, lo sabes muy bien. Y si se ha hundido, como dices, es por el suicidio de Samy, no por mi culpa.

–Era yo quien esperaba ese bebé, soy yo quien lo he perdido y es mi padre el que se ha suicidado… Es demasiado. Demasiado sufrimiento. Demasiado para mí, demasiado para nosotros; para los dos, ¿lo entiendes?

Una noche en que ella se había quedado vagando por la casa, me levanté y la encontré engullendo varios comprimidos con ayuda de un gran vaso de licor.

–Pero ¿qué haces? – le dije, arrancándoselo de las manos-. ¿Es que te has vuelto loca?

–Devuélvemelo -reclamó con brusquedad.

La miré sin comprender.

–Devuélvemelo -repitió-. No pienso pedírtelo otra vez.

Alargaba con firmeza la mano para que le diera el vaso.

–Pero no puedes hacer eso -señalé con prudencia-, mezclar alcohol con barbitúricos.

Me miró de arriba abajo con aire infernal.

–Fuiste tú quien me enseñó a hacerlo, ¿no? Decías que el alcohol no me hacía ningún efecto.

Tenía las pupilas dilatadas: era la primera vez que la veía un poco achispada.

Le devolví la copa y se tragó su contenido de una vez, sin dejar de mirarme. En sus ojos brillaba una llama de maldad, un centelleo de intensidad fulminante.

De repente, su mirada se endureció. Sacó un cigarrillo del paquete que estaba sobre la mesa, y con una voz grave que yo no le conocía, anunció:

–Oye, Rafael, creo que no podemos seguir así. Hay que tomar una decisión.

¿Tomar una decisión? Me invadió una oleada de pánico.

¿A qué decisión se refería?

Yo no podía existir ya al margen de ella. ¿Acaso no se lo había dado todo? Lo mejor que tenía y también lo peor: mi odio, mi desesperación, mi locura.

–A ver, Lisa, cálmate. Los dos hemos pasado unos momentos muy duros. Pero eso no es motivo para «tomar una decisión», como dices tú.

–No es eso y tú lo sabes.

–¿Qué es, entonces?

–Desde hace un tiempo, ya no te reconozco, Rafael.

–¿No crees que eres más bien tú la que ha cambiado, con todos estos malos tragos? – respondí-. El suicidio de tu padre, la muerte de ese niño…

–No es eso -insistió-. No sé por qué, pero ya no me siento del todo segura contigo.

–¿No dijiste lo mismo de Jean-Yves Lerais? Que había cambiado, que ya no lo reconocías…

–No… No es sólo eso. Es más bien que… me estoy dando cuenta de que no sé nada de ti. Me casé contigo porque vi que te amaba, que me había enamorado de ti…, en todo caso lo creí. Pero no sé nada de ti, nada de tu pasado, de tu familia. Lo único que sé es lo que veo. Casi no tienes amigos. En general te cuesta soportar a los demás. Tienes unos celos feroces y a veces dices cosas raras que me avergüenzan, como cuando cuentas a todo el mundo tus elucubraciones sobre Hitler. Es extraño que un historiador dé una imagen tan poco racional. Y luego, algunas veces también, siento que en el fondo de ti hay una especie de cólera terrible y temo que estalle como una tempestad. ¿Te acuerdas de aquella anécdota que me explicaste? ¿Que tu padre te había llevado al matadero a los diez años?

–Sí.