El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

En ese momento vi llegar a Ron Bronstein al volante de un coche deportivo rojo, del que arrancó un chirrido de neumáticos al frenar. Luego vino hacia mí con paso rápido.

–Lo siento -dijo-. Me he quedado aprisionado en mi barrio por una alarma de bomba.

–¿Era grave?

–No, en absoluto. Aquí pasa con mucha frecuencia. Tranquilícese, no vamos a saltar por los aires -añadió, reparando en mi mirada de inquietud.

Me llevó a un café de la calle Shenkin. El ambiente cargado de humo, el estilo art déco y la luz anaranjada no tenían nada que envidiar a los bares del Soho. Las jóvenes, con peinados a lo chico, altas y hermosas, tenían una vitalidad, una rudeza, que no se daban en las francesas o en las americanas. Un soldado rubio, de ojos de un verde límpido, reía con sus amigos. Llevaba el uniforme beige del ejército del aire, el más prestigioso, según dicen.

Eran todos judíos, pensé. Las mujeres maniquíes, los hombres musculosos y bronceados, aquellos soldados míticos como los que aparecen en las películas americanas. Todos judíos, como los viejos supervivientes de la Shoah que había visto cerca de la fuente…, pero diametralmente distintos. Entonces comprendí que ese pueblo se había forjado, en la estela de Ben Gurion, por oposición al modelo que había querido imponerle la Alemania nazi. De no ser porque me encontraba en Israel, me habría costado mucho «identificar a un judío». Les habían dicho que eran canijos y enclenques, feos y pusilánimes: serían fuertes como rocas, bellos como dioses griegos. Les habían dicho que eran incapaces de realizar el auténtico trabajo, el trabajo de la tierra: serían una nación de campesinos y nadie destacaría como ellos en el cultivo de la tierra, en la agricultura y la horticultura en clima desértico. Les habían dicho que eran los judíos errantes, los perseguidos, los corderos conducidos al matadero: tendrían un territorio propio y sabrían defenderlo. Ahí estaban los nuevos judíos, pensé, los judíos que nadie había visto nunca: los soldados, los agricultores, los ciudadanos de su país.

Entonces comprendí lo extraordinario de ese pueblo. Jamás había existido en la historia del mundo un Estado que, después de haber sido completamente aniquilado, hubiera resucitado dos mil años después; jamás había existido otro pueblo que, dispersado por los cuatro confines de la tierra, se hubiera reunido para volver a formar una nación en su territorio ancestral. Israel creía en aquella misión desde hacía miles de años y un destino excepcional confirmaba su creencia. Ellos habían creído en él y lo habían deseado con todo su corazón, con todas sus fuerzas y toda su capacidad, y con ello se había invertido el curso del tiempo, de la probabilidad histórica y de los determinismos. El viejo pueblo resurgía, como si dispusiera de garantía, hacia todos y contra todos, a veces incluso contra sí mismo, de una palabra que debía transmitirse, de una idea audaz pero simple, «no hagas al prójimo lo que no querrías que te hicieran a ti», una idea capaz de eliminar las fronteras a pesar de todo, a pesar de esa pérdida humana y moral, pero sobre todo metafísica, de ese drama cósmico que fue la Segunda Guerra Mundial.

–¿En qué puedo serle útil esta vez? – preguntó Bronstein en su francés medio germánico, medio oriental.

–Esta vez se trata del proceso a Crétel… He sabido que usted fue el primero que presentó una querella contra Maurice Crétel. Si no es indiscreción, ¿podría decirme por qué?

–Y yo -replicó, tras unos segundos de desconcierto-, ¿puedo preguntarle por qué me hace todas esas preguntas, señor Simmer? Se llama Rafael Simmer, ¿verdad?

–Sí, así es.

–Simmer -dijo con aire pensativo-. Conozco a algunos Simmer que son judíos. Y además Rafael es el nombre de un ángel. En hebreo significa «Dios cura». ¿No será usted judío, por casualidad?

Observé un instante a ese hombre moreno, fornido y bronceado, de treinta y siete años, que me sonreía con unas Ray-Ban retiradas encima del pelo y una pajita en la comisura de la boca, y me asombró que aquellos judíos del shtetl, del gueto polaco, de la fría Alemania y de los inviernos siberianos hubieran podido adaptarse tan bien al calor del desierto. Bronstein me producía la impresión de un pingüino en medio del Sahara. Su piel diáfana de judío asquenazí, una piel delicada y fina como la de Lisa, tenía el bronceado dorado de un surfista californiano.

–No -respondí-. Soy goy.

Sonreí para mis adentros. Lejos de ofenderme, me sentía un poco halagado. Félix, cuando le hacían esa pregunta, respondía muy educadamente: «No, por desgracia» o «no, pero me habría gustado».

–Dígame, amigo, ¿es usted poli o algo así? – continuó Bronstein-. ¿Sigue indagando por lo de Schiller?

–Sí; bueno, no. Es que acaban de inculpar a un amigo.

–Ah, entiendo… ¿Un amigo suyo?

–Sí…, en cierto modo.

–Escúcheme. No fui yo el que se querelló contra Crétel, sino mi padre, que también se llamaba Ron.

–¿Por qué razón?

–Verá, a mi padre lo deportaron en 1942 por culpa de Crétel, después de aquella operación que bautizaron con el odioso nombre de Viento Primaveral…

–¿Que Crétel fue el causante de la deportación de su padre?

–Él firmó la orden de deportación.

–Entonces, ¿por qué retiró su padre la demanda en 1990?

–Porque se produjeron presiones y calumnias y no las soportó.

–¿Qué quiere decir?

–Lo que quiero decir, Rafael…, es que mi padre se suicidó.

–Oh, perdóneme -me disculpé-. No sabía…

Se hizo un silencio momentáneo. Encendí un cigarrillo y ofrecí uno a Bronstein, que rehusó.

–Hace demasiado calor para fumar aquí…

–Sé que es muy penoso para usted, pero ¿podría decirme en qué consistían esas calumnias?

–Bueno… Mi padre era un superviviente de los campos de exterminio. Llegó a Auschwitz cuando aún no había cumplido los diecisiete años. Crétel los hizo deportar a él y a toda su familia… porque vivían en una casa muy bonita en el distrito XVI de París, una casa y no un piso, que Crétel quería requisar.

–¿Por qué?

–Para dársela un funcionario de Vichy, un amigo suyo, para que viviera en ella, simplemente.

–¿Cómo se llamaba ese hombre?

–Perraud. Michel Perraud. Cuando mi padre quiso recuperar su casa después de la guerra, lo acusaron de estar interesado sólo en el dinero. Mi padre no había pensado siquiera en ese aspecto de la cuestión. Sencillamente, le parecía injusto que el único bien que quedaba de su padre hubiera sido, para colmo, expoliado por el Estado francés… Este asunto acabó consumiéndolo.

–Lo siento muchísimo -repetí-. No pretendía hurgar en esos hechos dolorosos para usted…

Bronstein me miró un momento, pensativo.

–Quizá sea mejor así-agregó-. Cuando uno ve las calumnias que surgen sobre los antiguos deportados… ¿Sabe, Rafael? Sucede lo mismo que con el Estado de Israel, al que muchos se complacen en tratar de torturador: la verdad es que la Shoah resulta tan insoportable para la gente, que transforman a las víctimas en verdugos; de este modo, componen su propia teodicea. Justifican retrospectivamente el mal que se infligió a los judíos argumentando que al final, aunque entonces no lo supieran, lo merecían. Así la Shoah se convierte un poco en un castigo anticipado, una pena impuesta de manera preventiva, pero justificada. Hábil, ¿no le parece?

La sonrisa sarcástica se le heló en los labios al añadir:

–Mi padre se suicidó el 28 de septiembre de 1991, cincuenta años después de la masacre de Babi Yar, cerca de Kiev. Treinta mil judíos ejecutados en dos días…

»Bueno -concluyó, sonriendo-, no es que me aburra con usted, pero tengo que irme. Se acabaron las historietas por hoy, amigo.

Se puso en pie de un salto y, ya delante de la puerta, me soltó:

–Cuando le interese información sobre, pongamos por caso, mi hermano, mi mujer, o si tiene otros asesinatos por resolver, no lo dude, amigo, que para eso estamos.

Me quedé pensativo en el café, donde comenzaba a atronar una ensordecedora música tecno.

No, decididamente, ese hombre no tenía aspecto de filósofo.

Antes de marcharnos, Lisa y yo visitamos Yad Vashem, el museo de la Shoah, que, a diferencia del de Washington, me impresionó por su sobriedad y su ausencia de dramatismo: eran hechos, imágenes, una bóveda oscura donde siempre ardía una vela. Entramos en el edificio de piedra en el que se exponían, en largos pasillos, fotografías ampliadas que recorrían la historia de la Shoah, acompañadas de textos breves y en ocasiones de citas. En varias salas reducidas se proyectaban películas. El primer bloque estaba dedicado a la aprobación de leyes antijudías y a la escalada de las actuaciones antisemitas entre 1933 y 1939: propaganda nazi, deportación, crímenes y pogromos. En el segundo bloque se evocaban la persecución y los ataques contra los judíos en la Europa impregnada de nazismo, de 1939 a 1941. En las fotografías, un grupo de alemanes risueños cortaba la barba a un hombre, unos soldados apuntaban a unos jóvenes alineados contra una pared del gueto de Varsovia.

La tercera sala estaba consagrada al proceso de destrucción, entre 1941 y 1945. En ella se veía a un soldado alemán apuntando con el arma a una mujer que mecía a su hijo; otras imágenes evocaban los cuerpos, los experimentos médicos y la solución final.

El bloque titulado «Las puertas del mundo estaban cerradas» ilustraba la conferencia de Evian donde el mundo decidió rechazar a los refugiados judíos. Se veían las fotografías de los barcos Saint-Louis y Struma, que, al no poder fondear en ningún puerto, tuvieron que regresar hacia la muerte.

Había una sala entera dedicada a la resistencia judía en los guetos, en los montes y los bosques, en la que se mostraban imágenes de guerrilleros que posaban, con sus carabinas y sus granadas.

La última parte de la exposición era la sala de los nombres. Allí estaba escrito que el olvido alarga el periodo del exilio y que el secreto de la liberación reside en el recuerdo. El visitante salía con estas palabras de la noche, cegado por la luz de Judea, para llegar tras dar unos pasos, a la tienda del Recuerdo, Ohel Yizkor, que dominaba las colinas de Jerusalén. Me puse una kipá en la cabeza para entrar en ese espacio sagrado y, estremecido por el frío aire de su interior, tardé un rato en habituarme a las tinieblas. En el suelo estaban inscritos los nombres de veintidós de los mayores campos de concentración, dispuestos en orden geográfico. En un pebetero de bronce ardía una llama eterna, al lado de un recipiente que contenía las cenizas de personas muertas en los campos. Todo lo que quedaba de las víctimas estaba allí: en ese lugar, símbolo del vacío y la ausencia.

Salimos. Fuera había numerosas esculturas dedicadas a los héroes: estatuas imponentes, frisos o grandes pilares. Lisa me explicó la diferencia que había entre los monumentos dedicados a los héroes y los de los mártires. Para ella, el recuerdo de los primeros debía ser afirmado por una fuerte presencia, con figuras verticales y altas, mientras que los segundos debían ser evocados mediante una ausencia.

En la sección consagrada a la memoria de los niños, con la que finalizaba la visita, cinco velas reflejadas por mil pequeños espejos iluminaban unos rostros juveniles. Sobre el fondo de una música sintética, átona, se recitaban sus nombres, con su edad y su lugar de nacimiento, en hebreo y en inglés. Las luces, como las estrellas en número infinito, recordaban la sentencia talmúdica según la cual las almas de los muertos no enterrados vagan por el universo sin hallar nunca reposo.

A Lisa no le gustaba ese bloque, que habían añadido hacía poco al complejo de Yad Vashem: para ella había todavía demasiada pasión en las imágenes evocadas y la música le parecía indecente.

La observé caminar a mi lado, con el semblante inexpresivo y los labios apretados. Me colé en aquella mentira como en una pequeña brecha que daba a un inmenso precipicio.

A nuestro alrededor se extendía, como una madre bienhechora, el bosque cuyos árboles fueron plantados en honor de los justos que habían salvado vidas humanas. Más allá estaba el desierto florido en torno al Jerusalén resucitado y, más allá aún, el mar en el que el navio que no pudo fondear retornó hacia ese mundo dividido que sólo aspiraba a dislocarlo, a esparcirlo en las olas igual como se dispersan las cenizas de los cadáveres incinerados.