El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Como ves, Auschwitz plantea un grave problema a los religiosos -susurré a Félix-. ¿Cómo es posible creer en un Dios que ha permitido que se cometiera tamaña catástrofe?

–¿No hay teólogos que dicen que sólo puede tratarse de una venganza de Dios, un castigo?

–Sí, algunos lo dicen; pero son una minoría. Sin embargo, todos se afanan con desesperación por darle un sentido a la Shoah. Por ejemplo, Mina Perlman denuncia el argumento según el cual después de Auschwitz no puede practicarse ya el judaismo ni ninguna religión, ya que para ella eso equivale a rematar, consciente o inconscientemente, la obra de Hitler. Ella afirma que precisamente porque Hitler hizo del mundo un lugar de desesperación no hay que desesperar.

–Pero ¿cómo explica que Dios no interviniera para salvar a su pueblo?

–¿Y por qué Hitler no fue castigado? Es una pregunta infantil… Aun así, es lo que se preguntan todos. Carl Rudolf Schiller sostenía que en Auschwitz no fue la religión y la fe lo que quedó en entredicho, sino más bien el secularismo de nuestra cultura. O, lo que es lo mismo, la Shoah…

–¿… es en cierto modo un signo de la presencia divina en la historia? – exclamó.

Había levantado la voz y algunas personas se volvieron a mirarnos. Algunas, no sé por qué, me observaron con detenimiento, con ademán de sorpresa.

–Exacto -confirmé, más bajo-. Auschwitz representa para él la victoria del ateísmo. Schiller decía que la Shoah era deudora de la ideología de la Ilustración, de la fe absoluta en la razón técnica y la ciencia, y ponía como ejemplo que, en los campos de concentración, algunos judíos ayunaban el día del Yom Kippur, para demostrar la preeminencia de Dios sobre las fuerzas bárbaras… La Shoah es para él lo que ocurre cuando se desafía todo. Occidente, que fue el primero en proclamar que Dios había muerto, tenía que acabar por hacer morir al Hombre.

–Pero ¿cómo se puede afirmar que los nazis eran ateos? – preguntó Félix-. En Mein Kampf, Hitler habla continuamente de Dios. ¿Qué programa deberemos seguir, dice, si no es exactamente el mismo que la Iglesia católica cuando impuso su religión a los paganos? Y los nazis, ¿no creían en Dios? ¿Acaso no eran cristianos?

Habíamos bajado la voz, pero no lo bastante para que nuestro vecino, un hombre endeble y canoso de mandíbula prominente rematada por una larga barba, no oyera nuestra conversación, que escuchaba cada vez de manera más ostensible. A raíz de esas últimas palabras, advertí que se sobresaltaba.

Llevaba sobre la sotana una gruesa cruz de madera, colgada de un simple cordel.

–Schiller tenía razón -intervino de repente-: Auschwitz es el Calvario. Es el Cristo en la cruz. Los judíos fueron ofrecidos en holocausto en Auschwitz, igual que Jesús fue sacrificado en la cruz para salvar a la humanidad.

–¿Conocía usted a Carl Rudolf Schiller? – preguntó Félix.

–Sí, lo conocía. Coincidimos a menudo en reuniones religiosas. Había una corriente de simpatía entre nosotros. Compartíamos las mismas ideas.

Después de la última intervención, Félix y yo salimos, en compañía de nuestro vecino, del gran recinto de la Rue d’Assas. Bajo el resplandor del crepúsculo, el alumbrado comenzaba a encender el cielo y la luna se disponía a velar de la tierra. El horizonte era una llamarada en la que decaían los colores del ocaso: el rojo y el violeta, el púrpura y el añil. El sol no se había puesto aún: parecía una gran bola de carmín que rodara sobre el azur. Sobre el mundo informe, la luz y la oscuridad se abrazaban una última vez, antes de la separación.

Nuestro acompañante era un hombrecillo muy peculiar, aquejado de una rara y leve cojera que le hacía decantar su cuerpo ora a la derecha, ora a la izquierda, como si tuviera las dos piernas demasiado cortas y demasiado largas a la vez. Hablaba mucho, a trompicones. Era sacerdote de una abadía próxima a París, donde los monjes consagraban la vida a los pobres. Se hacía llamar padre Francis.

Cuando le confié que era historiador, especialista en la Shoah, se detuvo en seco bajo el puente metálico del metro elevado y, con la mirada iluminada, exclamó:

–¿Trabaja entonces sobre el Holocausto? ¡Ustedes los historiadores no temen ni al Diablo!

Félix arrugó el entrecejo con aire interrogador. Oímos un zumbido, el suelo tembló y, mientras se acercaba el metro sobre nuestras cabezas, el sacerdote gritó, para compensar el ruido:

–A Satán, ya sabe, el padre de la mentira y el autor del mal, aquel que hace que el hombre se revuelva contra sí mismo. – Se aproximó a nosotros y, en tono confidencial, prosiguió-: Un consejo: ¡tenga cuidado! Corre el riesgo de perderse en el fondo de la siniestra humanidad. Ya conoce el viejo mito de la posesión: ¡el hombre al que el Diablo ha apresado ve quebrada su unidad para siempre jamás!

Su boca tenía una expresión voluntariosa y algo arrogante. Sus ojos, pequeños y vivos, se desplazaban de Félix a mí y luego de mí a Félix. Parecía casi vacilar sobre sus piernas demasiado cortas. Sus cabellos hinchados por el viento formaban una masa impresionante alrededor de una cara demacrada. Tenía la frente perlada de gotas de sudor. De improviso se inclinó, me tomó de la muñeca con una mano y posó la otra sobre el hombro de Félix como para formar un corro de conspiradores.

–Deben tener cuidado con ustedes mismos y con aquellos a quienes conozcan -susurró-. ¡Las personas henchidas de un éxtasis demoníaco tienen un poder que proviene del abismo y que controla su conciencia! ¡También ustedes corren el riesgo de ceder a la Ambición!

–¿A qué ambición? – pregunté yo.

–¡A qué ambición va a ser! – replicó, ceñudo, el padre Francis-. ¿Acaso hay varias ambiciones? ¡La ambición de ser Dios, por supuesto!

Félix le dirigió una mirada cargada de ironía.

El viejo se encogió de hombros y después continuó, dándonos un abrazo:

–Sea como fuere, el verdadero responsable, en definitiva, el auténtico asesino, a quien todos señalarían con el dedo si tuvieran valor para ello, ya saben ustedes quién es. Es el más poderoso, el más omnipotente, el más eficaz y el más sutil, el más inquebrantable, el más violento, el más terrible y el más feroz, el más impetuoso y el más reflexivo, el más inteligente, el más incomprensible y el más legítimo de los asesinos.

–¿A quién se refiere? – pregunté, aprovechando la pausa que había abierto.

–A Él, claro está -contestó el padre Francis-. ¡A Dios! A Él, origen de las cosas, principio primigenio, puro, perfecto, poder supremo, eterno, infinito y absoluto. El inefable, el oculto. ¿Es que no ven que hay dos mundos irreconciliables? ¿El mundo de la plenitud y de la perfección, mundo eterno del Dios padre y su cortejo de ángeles, y el mundo fenoménico, constituido por los eones del Mal? El creador de este mundo, el que regula el cosmos, no es el mismo que la divinidad suprema. Presten atención: el verdadero creador es Satán, el dirigente de los eones, que ocupa una posición privilegiada en el mundo celeste. En algunas tradiciones se dice que él es el hermano mayor de Jesús.

Lo miramos sin saber muy bien qué responder, buscando la manera de zafarnos de él. Pero prosiguió, con vehemencia creciente:

–Satán, ¿saben? El Demiurgo, el que posee el mundo, la vieja serpiente, el Diablo, el rey de los demonios, el príncipe de las tinieblas… Sí, créanme, él es el auténtico creador de este mundo. En el comienzo, el Demiurgo creó el tiempo; hizo el espacio y la materia, intentó copiar la infinitud de la eternidad, pero lo único que consiguió hacer fue este universo de corrupción y desintegración. Y de este modo inventó al hombre de carne y hueso, a partir de la tierra, del barro y el polvo. De este modo creó esta tumba andante, concebida en la inmundicia de la sexualidad, que nace mediante las convulsiones grotescas y repugnantes del parto…

–¿Adónde quiere ir a parar? – dijo Félix, separándose con violencia del abrazo del viejo.

–¿Acaso no ven -repuso éste en voz algo más baja- que el asesinato de Carl Rudolf Schiller tiene una significación teológica? ¿Esa escisión, no les recuerda nada? Se trata de algo muy grave…, que no tiene nada que ver con una simple disputa de capilla.

Por encima de nuestras cabezas pasó el metro, como un tornado infernal.

–Lo que quiero decir es que lo que está en juego aquí tiene una importancia tal que puede conducir al asesinato -continuó el padre Francis-. He visto a personas a las que indignaban tanto las afirmaciones de Schiller que juraron que sentían deseos de matarlo.

–¿Quién, por ejemplo?

–Pregúntenle a Ron Bronstein, el filósofo israelí, qué opina al respecto. Él y Schiller llegaron incluso a las manos… Vayan a verle: la semana que viene se celebrará en Washington una gran reunión de teólogos en torno a la cuestión de la Shoah, él está invitado. Puedo adelantarles que yo también asistiré.

Con este anuncio, el curioso hombrecillo se separó de nosotros y nos dejó proseguir nuestro camino a través de un dédalo de calles sombrías, imbricadas como un vertiginoso entramado de causalidades. La oscuridad se abatía sobre la ciudad y el pequeño astro, lleno ese día, tomaba despacio el relevo del mayor, su hermano, el dios que ya no era tal, cuya potencia refractaba aún, en forma de pálida claridad, en los círculos inferiores. Sin embargo, se trataba sólo de una bruma, una ilusión más, que escondía lo que parecía revelar, enmascarando las emboscadas, volviendo las aceras lisas cuando en realidad estaban sucias y confundiendo en la negra opacidad los verdaderos contornos de las casas. Ante nosotros partió a la carrera, con un chillido estridente, una rata.

Alcé la mirada hacia el cielo arrebolado. Ese Dios, pensé, creador del mundo, que dio forma a Adán y Eva, que los instaló en el Paraíso para prohibirles lo mejor que en él había, ese Dios que los expulsó de allí y maldijo a su descendencia hasta el Diluvio, ese Dios que se ensañó contra el hombre, que derramó las calamidades sobre los hijos de Noé y sobre los hijos de sus hijos, ese Dios, ¿podía ser lo que pretendía? ¿Acaso no era un demiurgo que se había burlado del hombre, ese ser falible cuya alma surcaban sin embargo los ríos del Edén, la fuente viva, la chispa inagotable, la del verdadero Dios? ¿Dios es uno, es el mismo o está habitado por otro Dios igual de poderoso que él, pero malvado? El otro Dios, el apóstol del Mal…

–¿Qué crees que ha querido decir? – me preguntó un poco más tarde Félix, mientras concluíamos la velada en el Lutétia.

–¿El vejete? Quizá que ese Ron Bronstein es una pista interesante para el asesinato de Schiller.

–No, cuando ha hablado de Dios.

–Ah, ya… Me parece que hacía alusión a las doctrinas gnósticas.

–¿Lo cual significa…?

–El gnosticismo era una religión de misterio y sociedades secretas. No la conozco muy bien, pero sé que más que una religión era una teosofía: un conocimiento de lo suprasensible.

–¿En qué consiste ese conocimiento?

–Es el saber referente no sólo a Dios…, sino también al Diablo. Los gnósticos son dualistas. Creen en dos dioses, en dos principios que organizan el mundo, uno bueno y otro malo.

–En mi opinión, ese hombre se equivoca en lo de la Shoah -señaló Félix-. La Shoah no es la victoria de Satán. Además, no es un fenómeno religioso, es una manifestación de odio al otro, de aborrecimiento de una minoría en cuanto grupo constituido. No hay nada místico ni metafísico en eso. Tú mismo me lo has enseñado: era un crimen organizado, burocratizado, industrial, consecuencia de una trama precisa, de una sucesión de móviles y de acontecimientos que, al final, desembocaron en el horror.

–Pero precisamente en eso reside la derrota de Dios: en ese resultado imprevisto pero ineluctable de una larga política de persecución, sumada a las dificultades económicas y sociales de un pueblo angustiado.

–No es la derrota de Dios, es la derrota de los hombres… Basta con ver la cara de un niño asesinado para dejar de creer en todas esas bobadas.