El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Porque es imposible representar lo que pasó, ya sea en una obra de ficción, una novela o una pintura, y con mayor motivo en una escultura, que es la forma de arte más próxima a lo humano y más sujeta a la idolatría. Por eso hay que encontrar una manera de hablar de la Shoah, de hacer sentir el horror que fue, de conmemorarla, sin describirla jamás. Es la idea de los «antimonumentos».

–Pero, si no se dicen nunca las cosas, ¿cómo se sabrá lo que pasó?

–Leyendo y escuchando a los testigos, viendo documentales, separando bien la verdad de la ficción; pero no con una obra de arte, que apela al alma, a la sensibilidad. Un acontecimiento único exige una representación única: la única obra de arte que puede hacerse sobre este desastre es un documental que haga saltar todos los marcos de la representación, no mostrar los cadáveres amontononados; sino dejar hablar a los testigos, sin pretender nunca comprender.

–Pero los testigos aportan sólo una verdad subjetiva -objeté.

–Una verdad humana -corrigió ella-. ¿No es ésa la única verdad?

Me señaló una escultura de otro artista. Representaba unos rostros aterrorizados de hombres, mujeres y niños y tenía por título En la habitación.

–¿Ves, por ejemplo, esta escultura? En mi opinión, es exactamente esto lo que no hay que hacer: caer en la morbosidad y el voyeurismo. Es obsceno.

Mientras proseguía con sus explicaciones, me incliné a mirar los nombres inscritos en la piedra.

Eran muchísimos, innumerables. No sé por qué mi mirada se vio atraída hacia la parte inferior de la piedra, donde figuraban los apellidos que empezaban por S.

El corazón me dio un vuelco en el pecho. Acababa de leer el nombre de Carl Rudolf Schiller.

Capítulo 2

–Lisa -pregunté-, ¿fuiste tú quien grabó todos esos nombres en la piedra?

–No, los mandé grabar -repuso.

–Mira.

Se fijó en el lugar que le señalaba.

–Qué raro -comentó con tono sosegado-. Tiene que ser un error. El nombre de Carl Rudolf Schiller no puede estar inscrito en esta piedra. Es totalmente absurdo.

–¿De dónde proceden estos nombres?

–De una lista elaborada en Yad Vashem, el museo de la Shoah de Israel… Quizás ese hombre tenía un homónimo -añadió.

–Sería una coincidencia bastante extraña -observé-. No se trata de un nombre muy común.

–Tiene que ser un error -repitió en tono resuelto.

Después de reunimos con Félix, dimos los primeros pasos en la calle, un poco embotados.

Félix afirmó que el museo nos había trastornado. Dijo que el espectro de lo kitsch se perfilaba a través de aquellas imágenes del horror.

Félix dijo que aquello le recordaba Disneylandia.

Por la noche nos volvimos a encontrar en el gran cóctel que daban para la inauguración del documental. Félix se había puesto un traje negro sobre una camisa de tono añil y, como de costumbre, se había esmerado en tener un pelo y unos ojos relucientes. Lisa, vestida con una blusa blanca y una falda de terciopelo púrpura, se movía con gracia.

Me turbaba, no habría sabido precisar por qué. Quizá tan sólo porque era hermosa, con sus largas pestañas que daban sombra a unos ojos grises como un cielo encapotado, su piel salpicada de algunas pecas igual que un cielo estrellado, sus manos dulces y finas como medias lunas, su cuerpo delgado que se plegaba bajo el viento adverso. Había en torno a ella un silencio que la protegía, una aureola de pena y de dolor. A veces parecía completamente sola, completamente triste, y yo lo habría dado todo para consolarla y apaciguarla.

Mirarla me sumía en un estado extraño: mis juicios, mi talante no eran los habituales. De un instante al siguiente, me tambaleaba experimentando, una tras otra, sensaciones de una intensidad y una fuerza que no habría creído posibles. ¿Había pasado de una indiferencia apática a otra clase de ataraxia? Mi corazón nunca había latido, nunca había resonado antes de conocerla.

Lo que ahora diré es indecente a más no poder y carece de todo valor moral. Pero es así. El recuerdo que guardo del conjunto de esta visita a Washington es el de un viaje absolutamente maravilloso. Acabábamos de ver y escuchar las peores atrocidades, y yo nadaba en la felicidad. Estaba enamorado o, lo que es lo mismo, estaba situado más allá de la moral, en una burbuja de egoísmo que sólo sabía de ella y de mí. Nada habría podido interponerse a mi euforia, ni Dios, ni la sociedad de los hombres, ni la propia naturaleza. Ni siquiera el horror de la Shoah llegaba a empañar mi felicidad. Solamente tenía ojos para ella. Veía el espanto a través de ella: era hermoso. Me producía estremecimientos de placer. Estaba contento de estar allí, al lado de aquella mujer que sufría en silencio; me sentía útil, aquello me brindaba la ocasión de aproximarme a ella. Era como si participase de su historia, era como si esa experiencia nos reuniera. El corazón es un órgano fascista, irracional y monolítico, un imperio fanático y totalitario. Por ella habría podido atravesar todas las barreras, humanas e inhumanas. ¿Quién ha dicho que el amor es una virtud moral?

El padre Francis se incorporó pronto a nuestro reducido grupo. En el fondo nadie deseaba su compañía, pero no podíamos dárselo a entender.

De pronto reparó en dos hombres que conversaban y se dirigió hacia ellos, indicándonos que lo siguiéramos. Uno de ellos era un hombre alto y delgado, de cabello oscuro y tupido, cortado a cepillo, mirada inteligente y sonrisa sarcástica.

–Les presento a Ron Bronstein -dijo el padre Francis con un guiño de ojos.

–Álvarez Ferrara, un viejo conocido -dijo a su vez Ron Bronstein señalando a su interlocutor-, ex embajador de Argentina en la ONU. Nos conocimos hará unos diez años en los encuentros de la Unesco.

El hombre que se inclinó para saludarnos, de estatura mediana, tendría unos setenta años. Sus ojos quedaban ocultos tras unos cristales oscuros y su cara, de piel reseca y arrugada, estaba devastada por la varicela. En su nariz chata aparecían finas venillas rojas. Lo más asombroso, con todo, era su boca sin labios, semejante a un abismo sin rebordes, un agujero que se abría en medio de su cara.

–¿Su país se interesa por los encuentros relativos a la Shoah? – preguntó Félix.

–Digamos que… me encuentro aquí un poco por azar -respondió-. Estoy en Washington por cuestiones profesionales, pero me he enterado de que el señor Bronstein estaría presente y he decidido venir a saludarlo…

Lanzó una mirada de complicidad a Bronstein. Estuvimos charlando un momento con los dos hombres sin hacer la menor alusión a nuestra investigación. Después nos separamos de ellos. Regresamos al hotel donde nos habíamos alojado y en el que también se había instalado el padre Francis. Al llegar, decidimos tomar una copa en el bar. El padre Francis nos seguía como una sombra.

Lisa y yo queríamos evitar hablar del museo, pero el anciano se las compuso para desviar la conversación hacia los judíos y los cristianos. Félix encendió un puro con gesto nervioso y soltó una nube de humo.

Noté que estaba a punto de estallar cuando el viejo declaró que que quería cargar sobre sí el sufrimiento de los judíos en Auschwitz. Lisa lo observaba sin decir palabra, con una mirada de franca compasión.

–Recuerdo las palabras que dirigió el Papa a los judíos de Varsovia el 14 de junio de 1987 -decía el padre Francis-. «Cuanto más atroz es el sufrimiento, mayor es la purificación. Cuanto más penosas son las experiencias, mayor es la esperanza. Podéis continuar con vuestra vocación particular… Es vuestra misión en el mundo contemporáneo.» Cuando visitó el campo de Mauthausen en 1988, dijo que los judíos han enriquecido al mundo con su dolor.

–¿No se da cuenta de que está profiriendo obscenidades? – lo interrumpió con aspereza Félix.

A continuación aplastó con rabia la colilla del puro en el fondo del cenicero.

–Si se admite que el sufrimiento tiene un sentido, ¿cómo puede comparar Auschwitz con las otras desolaciones?

–Pero si es el calvario de Jesús en la cruz, hijo mío. ¡Es el misterio divino que garantiza la salvación!

Se produjo un silencio tenso. Lisa y yo nos miramos, con el mismo pensamiento. Yo estaba seguro de que Félix iba a montar un escándalo.

–Lo que murió en Auschwitz fue el cristianismo -dijo-, igual que todas las religiones. Auschwitz no es la Pasión. Ni de Jesús, ni de nadie. La Shoah tiene que ver sólo con los hombres y con su espantosa cobardía frente al mal.

Félix tomó su vaso y, tras agitar el hielo, declaró sin más:

–Pero quizá sea necesario que le inflijan el mismo final que a Schiller para que entienda de una vez.

Durante un momento, permanecimos boquiabiertos. El padre Francis lo observaba con ojos inexpresivos mientras apuraba su copa sin inmutarse en lo más mínimo.

–¿No crees que eres un poco duro con nuestro amigo? – logró articular al fin Lisa.

Yo, por mi parte, estaba sorprendido por la actitud de Félix: es cierto que Auschwitz suscitaba preguntas existenciales y que todo el mundo debería haberse tomado las cosas tan a pecho como él. De todas formas, viéndolo de repente tan involucrado con la Shoah, cabía preguntarse si no tenía alguna ascendencia judía.

El padre Francis debió de hacerse la misma reflexión, puesto que tuvo la inoportuna idea de expresarla en voz alta.

–Habla como Hitler -le replicó, cortante, Félix-. Yo soy goy, de pies a cabeza. Y precisamente por eso me interesa esta cuestión. Desde mi punto de vista, si algo puede afirmarse de la Shoah es que no es un asunto exclusivo de judíos.

Así era Félix: era hábil para el insulto y no le costaba encontrar palabras envenenadas para desarzonar a sus adversarios. Yo, que lo conocía bien, sabía con precisión cuándo estaba a punto de proferir una terrible insolencia. Sus ojos de brasa se entornaban un poco, adoptando un brillo maligno, su boca se torcía con una mueca que expresaba una mezcla de desaprobación y asco, entonces yo sabía que de sus labios iban a salir no las perlas habituales, sino los sapos más horripilantes.

Para recobrarnos de la emoción y distender un poco el ambiente, pedí vino. Bajo la mirada triste del padre Francis, bebimos en silencio, una copa, luego dos, después tres…, un poco más que de costumbre.

El vino me producía variados efectos, que iban desde un ligero desajuste de la percepción hasta la euforia o la plenitud extática. Félix, cuando estaba borracho, comenzaba a hablar de manera totalmente desenfrenada, avanzando por medio de asociaciones de ideas, y a menudo extraía de esas elucubraciones pensamientos más precisos, verdades más profundas. Lisa, por su parte, tal como constaté con asombro, tenía un aguante fabuloso.

–Pues oíd lo que os voy a decir -vaticinó Félix al cabo de una hora y seis copas-. En el fondo, bien mirado…, no me desagrada lo de Schiller… Ese viejo cretino recibió lo que se merecía. Desbarraba totalmente. Y además, si lo han matado los neonazis, tanto mejor. Eso demuestra, una vez más, que no han entendido nada…

–¿Por qué dices que lo han matado los neonazis? – lo interrumpió Lisa.

Félix pareció desconcertado. Se quedó inmóvil un momento, como si esperara algo. Yo estaba nervioso, pues tenía una vaga conciencia del peligro que representaba volver a tocar aquel tema, y me mantuve a la expectativa. Entonces, no sé de dónde, me vinieron a la mente unos versos:

Antes de que me vaya sin retorno
al país de las tinieblas y de la sombra densa
donde reinan la oscuridad y el desierto
donde la misma claridad recuerda la noche oscura

Advirtiendo su turbación, Lisa se prestó a ayudarle:

–Es cierto que Schiller no había entendido nada… Decía que es imposible que un Dios omnisciente ignore lo que ocurre en la tierra. Decía que lo sabía todo, desde siempre. Que conocía los pecados de la humanidad antes del diluvio. Él nos lo había advertido: llegaría el día en que íbamos a traicionarlo y a faltar a su ley. Por eso recibiríamos castigo y no sabríamos la razón de nuestro sufrimiento. Para Schiller, Dios no se escondió en Auschwitz; somos nosotros los que hemos perdido la capacidad para oírlo. Decía que si los niños hicieran caso a sus padres, si los maridos y las mujeres se respetasen, no se habría producido la Shoah. Decía que Dios no esconde jamás su rostro… Decía que Dios había provocado la Shoah para castigar al pueblo hebreo por sus faltas…