El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Creo que nunca saliste de ese matadero, Rafael. La sangre, la violencia. Eso es lo que buscas a través de la Shoah. Al principio no me molestaba. «Por fin hay alguien -me decía- que trata de comprender y que quizá me ayude a saber más sobre el tema.» Pero ahora pienso que tu interés por la Shoah es sólo el reflejo de tu odio hacia el género humano. En el fondo no quieres a nadie, Rafael. A nadie excepto a ti mismo. Te admiras… Te crees la persona más recta y más inteligente del mundo, pero yo sé que hay otra cosa en ti, algo extraño, terrorífico…

–Estás borracha, Lisa. No sabes lo que dices.

–Sí, sí lo sé… Es ese deleite que aparece en tu mirada cuando hablas de ello…

–¿Cuando hablo de qué?

–De la Shoah.

Se aproximó a mí y se detuvo muy cerca, apuntándome al pecho con el dedo. Se tambaleaba. Yo sentía su aliento, fuerte, cargado de alcohol. Tenía las pupilas dilatadas.

–Pero ¿qué dices, Lisa? – repuse en voz baja-. El deleite que hay en mi mirada eres tú: juntos hemos saboreado el paraíso, ¿te acuerdas?, en el viaje de bodas. ¿Te acuerdas de Israel y de todo lo que dijiste allí?

La abracé. Por una vez no opuso resistencia.

–¿Sabes? – dije al tiempo que le apartaba una mecha de pelo-. Yo he alcanzado contigo el nivel de realidad más alta que pueda existir. Algunos llegan a él a través del misticismo, otros por medio de la religión o la espiritualidad. Yo lo he conseguido gracias a ti, al conocerte. Es cierto que no sabes casi nada de mí, pero es porque no hay nada que saber. Antes de conocerte, flotaba en la superficie de las cosas sin que nada me alcanzara realmente. Pero tú me has sacado de mí mismo, Lisa. Me has hecho entrever el mundo.

–Ya no es como antes -contestó, desprendiéndose con brutalidad del abrazo-. Yo también he cambiado, Rafael. Ya no soy la misma.

–Ya lo veo…

–Estoy cansada. Y no es sólo eso. Estoy al borde del precipicio, Rafael… Pienso en ello constantemente.

–¿En qué?

–En el suicidio.

–¿Cómo dices?

–Me llama por la ventana, por el hueco de la escalera, está en el frasco de tranquilizantes, en los cajones de la cocina e incluso en las bolsas de plástico que traigo de la tienda…

La miré en silencio.

–Tengo que irme. Al menos por un tiempo.

–Espera un poco. Reflexiona. No estás en condiciones de decidir nada. Mañana nos ocuparemos de todo eso.

Al día siguiente por la mañana le preparé un café humeante para aliviar su dolor de cabeza.

–¿Sabes qué vamos a hacer, tú y yo? – le dije.

–¿Qué?

–Vamos a irnos.

–¿A irnos?

–Lejos; lejos de aquí. Una larga temporada. Y cuando volvamos, todo irá mejor. Te lo prometo.

Viajamos durante varios meses. Estuvimos en Córcega y luego en Sicilia. De allí subimos hasta Roma, donde nos quedamos bastantes días. Después visitamos Europa del Este, Bulgaria, Hungría, Checoslovaquia y Albania. Atravesamos todos aquellos países, vimos multitud de paisajes y de personas, de ciudades, montañas, lagos y mares, pero nada parecía disipar el tedio que impregnaba la mirada de Lisa. Por más que yo hiciera todos los esfuerzos posibles para distraerla, para tratar de arrancarle una sonrisa, no había forma. Paseaba su indiferencia de ciudad en ciudad, sin interesarse por mis clases de historia ni por mis abrazos. Yo tenía la impresión de que era mi presencia lo que la incomodaba. En los hoteles, acabamos por dormir en habitaciones separadas.

Una noche -era en Budapest-, me había dejado solo una vez más: había subido a su habitación. Era temprano. Pasé la velada bebiendo y fumando. Entrada la noche, en un estado de cierta embriaguez, irrumpí en su habitación, que comunicaba con la mía.

Lisa dormía. Oí su respiración regular. Arranqué con rudeza las sábanas. Se despertó bruscamente, encendió la luz y me miró con extrañeza.

Ya no sé cómo ni por qué llegué a ese extremo: a pegarla para que me besara, para que me abrazara, a forzarla. El dolor, sin duda, me llevó a actuar de ese modo. El dolor y el odio. Sin esos ingredientes no habría podido perder el control hasta el punto de gritar que iba a matarla, sí, que iba a matarla.

Ella forcejeó y escapó de mis brazos para refugiarse en el cuarto de baño, donde se encerró. Allí pasó el resto de la noche llorando, de miedo y de pena, sin escuchar las excusas y las súplicas que yo le dirigía desde el otro lado de la puerta.

Al día siguiente tomamos el avión de regreso a París.

Ella se puso a preparar las maletas no bien llegamos a casa. Antes de irse, delante de la puerta, con el equipaje en la mano, me miró y luego sonrió con aquella sonrisa suya, dulce y modesta, la que le había visto cuando la conocí, la que no percibía en ella desde hacía mucho…

–¿Quieres saber la historia del tío Morali? Siempre has querido saberla, ¿no? – dijo de improviso.

–Sí.

–Cuando se promulgaron las leyes de Vichy -explicó-, el tío Morali se presentó en el ayuntamiento para pedir que lo inscribieran en el registro como judío, ya que él, Morali, era ciudadano de la República y obedecía sus leyes, todas sin excepción. Pues bien, por una afortunada casualidad, el policía que se ocupaba de las inscripciones era un conocido suyo. Al oír la petición del tío, el hombre lo miró a los ojos y le dijo:

»-No, usted no, señor Morali, usted no.

»-Que sí, lo ordena la ley; y usted sabe que yo soy judío.

»-Que no -contestó el otro con un guiño-, usted no, señor Morali.

»-Que sí, le digo, quiero inscribirme, se lo ruego. No me da vergüenza.

»El policía volvió a insistir, pero al final, viéndolo tan decidido, no tuvo más remedio que hacerlo. Un mes más tarde, el tío Morali fue deportado.

Ella volvió a sonreír.

–Es una historia boba, ¿no?

Capítulo 4

Tras la partida de Lisa, me encontré frente a frente con la nada. Lo tenía todo y lo había perdido todo: una familia, una mujer, un hijo. Recordaba la época feliz en que vagaba por el Marais en busca de Lisa, en que íbamos juntos a la piscina, y la felicidad había culminado en Israel, antes de decaer como un imperio en declive. Pero el recuerdo, el elegido, ese mundo mágico superior al espacio y al tiempo, nostalgia infinita de la habitación de la desposada, reposo y plenitud del alma, estaba envuelto en la memoria, total, plomiza y verdadera, tan pesada de cargar, unión de los acontecimientos presentes, pasados y anteriores que nunca más retornan: ni los momentos dichosos, ni los desdichados, ni las faltas graves cometidas en relación al prójimo, perdonables quizá, pero irreparables para siempre. La memoria derrama plomo en la herida placentera del recuerdo y le impide evadirse del mundo, salir, librarse de su mortal abrazo para reencontrarse con la ilusión de la posesión de sí. No en vano la memoria constituye por sí sola el auténtico conocimiento, pero se trata de un conocimiento terrible, implacable, absoluto, que surge del matrimonio supremo de la verdad y de la moral, que el recuerdo, parcial, epicúreo y momentáneo, no comprende.

Yo había explicado un día a Félix que el conocimiento trae consigo la salvación, pues conocerse es comprenderse, es aprehenderse como un objeto distinto y distante de sí con el fin de devolverse a sí mismo y retornar a sí. También le decía que la comprensión lo libra a uno de la memoria subjetiva y la desgaja en pequeños fragmentos de recuerdos… Pero ¿qué objeto tenía, ahora, tratar de comprender? Lisa se había ido, Félix no estaba y yo no tenía nadie que me consolara.

¿Qué podía hacer? ¿Vivir? ¿Comer? Es decir matar, asimilar, digerir y ser culpable. ¿Acaso no somos todos así…, salvo quizás esos hindúes que caminan barriendo el aire con un abanico para no matar a los insectos a su paso? Me acordé del miedo que había tenido en Roma durante el paseo nocturno. Comprendí su verdadera naturaleza: no era miedo al universo. El universo era yo: era de mí de quien tenía miedo. No es mi enemigo el que me ultraja, eso lo soportaría, no es el que me pega quien me destroza, podría protegerme de él; eres tú, mi otro yo, mi amigo íntimo, el que está más escondido en mí, antes de mí, detrás de mí.

¿Quién era yo? ¿Qué sería? ¿En qué me convertiría?

¿Quién era yo? ¿Adán, el hombre inocente; o bien la serpiente?

¿Quién soy yo? Soy igual como era en un principio.

¿Qué seré? El que fui en un principio.

Escaparse, huir, huir de ese mundo, tomar los atajos e intentar por todos los medios el verdadero éxodo, hacer acopio de fuerzas, mover las extremidades y unir todas las parcelas del alma disuelta para alcanzar el objetivo supremo. Hacía tanto que juntaba los fragmentos dispersos para construir esta ficción, yo… Sin embargo, la única manera radical de crear es, como el alumbramiento de un hijo y como el nacimiento de un mundo, por contracción, por retracción.

Todo se mezclaba en mi cabeza, todo se atropellaba a una velocidad de vértigo. Algunas palabras (aprender, corregir, castigar, mundo futuro, esperanza, paraíso, sufrimiento, redención) me volvían constantemente al pensamiento y me obsesionaban. Me parecía que alguien me las decía muy bajo al oído, como en un susurro.

Oía voces. Me decían, por ejemplo: «El furor de Dios ha caído sobre ti, porque has desobedecido.» Y yo entendía: «El führer de Dios.»

Ya no podía dormir. Pensaba en Lisa sin parar. No sabía siquiera dónde estaba, porque no me lo había querido decir. La echaba de menos por la mañana, la echaba de menos por la noche. La veía, la contemplaba con los ojos muy abiertos, le hablaba como si estuviera presente, dialogaba con ella durante horas.

Fumaba. Y también bebía, mucho. Todas las noches iba al bar del Lutétia y me quedaba allí hasta muy tarde, hasta lo más tarde posible, hasta haberme emborrachado lo suficiente.

Por las mañanas tenía una resaca terrible y unas náuseas tan intensas que lo único que podía hacer era volver a la cama tras haber vomitado, después de haber escupido los pulmones. Al cabo de un mes de llevar esa vida, estaba muy débil. Mi cuerpo enfermo, repulsivo, cada vez más descarnado y hediondo, era una tumba ambulante. Sufría unos dolores de cabeza tan terribles que ya no soportaba la luz del día. Vivía con las persianas permanentemente bajadas. Era un sonámbulo, un muerto viviente.

Había dejado de lavarme; no soportaba el contacto del agua, que me quemaba la piel. Me repugnaba la comida. Cada vez estaba más flaco; tenía los ojos doloridos, inyectados en sangre; los pómulos y la mandíbula me sobresalían bajo la fina capa de piel de la cara; los hombros encorvados apenas llegaban a sostener mi esqueleto. La piel se me había ajado como un fruto demasiado maduro y mi cuerpo olía a podrido. Cada día equivalía a años y una mañana, al mirarme en el espejo, vi el rostro de un viejo.

Una mujer lo miraba: tenía el pelo negro, tan oscuro que desprendía un brillo violáceo. En asombroso contraste, sus ojos clarísimos atraían la mirada como un espejuelo. Su piel blanca era tan fina que se percibía el palpitar de las venas azuladas de las sienes al menor movimiento.

O quizás era, por el contrario, un hombre de facciones duras, de semblante tallado en piedra. Tenía una nariz recta y fina, una frente despejada y su boca de labios carnosos dejaba entrever unos dientes voraces.

Me reunía con Félix en el Lutétia todas las noches. Le hablaba de Lisa durante largas horas. Él me escuchaba pacientemente, sin decir nada.

Una noche me informó de que habían fijado la fecha del juicio contra Lerais: sería el 24 de octubre de 1997. Él tenía intención de continuar con la investigación. Yo podía ayudarle y, sobre todo, debía retomar mi tesis. Cabía la posibilidad, dijo, de que la separación de Lisa no fuera para siempre; mientras tanto, era imprescindible que no me dejara arrastrar por el abandono.

Eso fue lo que hice durante el año siguiente. Trabajé con empeño. Pasaba el día en los Archivos y por la noche me encontraba con Félix en el Lutétia, para cenar o para tomar una copa.

Félix me obligaba a correr. Yo había recuperado mis antiguos hábitos de insomne: a las tres de la madrugada me encontraba en un solitario Campo de Marte, sin palomas, sin autobuses holandeses ni turistas estadounidenses, y corría, corría hasta agotarme.