El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

No obstante, de la verdad obtenemos únicamente una huella. Así son las cosas de los humanos. De las acciones, de los hechos y de los grandes discursos queda tan sólo la pisada sobre un suelo polvoriento, la sombra de una momia en un panteón oscuro…, ciudades enterradas, ruinas y escombros. De las palabras perdidas de la Sibila a las informaciones de los telediarios, sólo tenemos relación con esas marcas fugitivas de un fenómeno imposible de captar: el hecho improbable. Porque el pasado no es un dato, es un recuerdo en perpetua evolución.

Para el historiador del tiempo presente, las huellas son menos tenues: son los testimonios, leyes y decretos, decisiones judiciales, anuncios y proclamaciones, discursos, periódicos, papeles, cartillas de racionamiento, permisos, pases, pasaportes. Están asimismo las órdenes, las propuestas, los informes, las cartas, los diarios de guerra, los documentos personales y también las listas, materiales dispersos en los centros de archivos y en las bibliotecas, medio destruidos, medio quemados.

Y además están las personas. Recuerdos, heridas, números grabados en los brazos. Palabras de supervivientes, de testigos. Memorias vivas, frases entrecortadas, llantos, miedos, dudas: huellas. Como dijo el historiador caído en la batalla, la historia no es la ciencia del pasado, sino la ciencia de los hombres inmersos en su tiempo. Lo humano es su materia de estudio, y la duración, la herramienta más apta para aprehenderlo: gracias a ella se desvela lo mejor. Porque es el tiempo lo que nos revela al hombre: igual que un prisma, refleja las fragmentaciones de lo real.

Yo había visitado con frecuencia la Costa Oeste y había ido varias veces a Nueva York, cuya fuerza y decadencia futuristas me agradaban en especial, pero Washington era diferente. Al descubrirlo, comprendí lo que significaba el Nuevo Mundo. Era un imperio que dominaba el universo, como lo habían sometido el imperio griego o el imperio romano, por medio de su potencia política y económica. Era una civilización, era la nueva Atenas: un esplendor de mármol blanco, de columnas y de frisos.

Aquí todo era lento, majestuoso. Aquí se habían tomado el tiempo suficiente para construir una República tan importante como las de la Antigüedad. Por todas partes podía divisarse el cielo: no era sólo la capital de Estados Unidos, era el centro del mundo. La cúpula del Capitolio, sus pilastras neo-helenísticas, las águilas de las cornisas, las omnipresentes estatuas de generales y jefes de Estado en cada esquina daban prueba del predominio de esa democracia fundada en el ideal de la libertad. Aquello era Atenas en sus tiempos gloriosos: uno sólo podía sentirse fascinado o anonadado. Encaramado en lo alto de una colina igual que el Partenón, el Capitolio, simétrico, imponente, es el cuartel general de los emperadores o de los dioses. La biblioteca del Congreso, en el Jefferson Building, es, como la de Alejandría, el santuario del conocimiento universal, con su vestíbulo inmenso, sus escaleras, sus frescos en los techos, sus pinturas y sus mosaicos. Uno de ellos representa a la diosa Minerva sosteniendo una lista de las disciplinas académicas y otro escenifica las etapas del saber humano: de este modo, este país posee también el conocimiento, como si hubiera recogido lo que cada civilización ha aportado a la humanidad, cuyo punto culminante sería él. Tres medallones figuran la medicina, la ley y la teología, consideradas como las artes mayores. La ley, en el centro, es reina de este país, depositaria suprema de la democracia: una pasión para esta nación amante de la moral.

El Museo del Holocausto acababa de abrir sus puertas, después de seis años de obras. Su ubicación simbólica -en el inmenso Mall, cerca del monumento a Washington- demostraba que la Shoah era parte integrante de la memoria estadounidense es decir, de la memoria mundial.

No en vano los museos y los monumentos están ahí, al igual que la historia de Herodoto, para forjar el espíritu de las naciones, para dispensar la educación popular adecuada para cimentar la unión de un pueblo. Como en los templos de las sociedades antiguas, en ellos se oficia la religión de la República: la historia. El Museo del Holocausto no difería de la norma: había que integrar el suceso en la conciencia norteamericana.

Al entrar en el museo, reconocimos de lejos al padre Francis por su extraña cojera. Inclinándose ora a la derecha, ora a la izquierda, avanzaba con andar renqueante. Intercambiamos unas frases educadas; él nos contó que había llegado el día anterior y luego, como si fuera lo más normal del mundo, se unió a nuestro grupo para efectuar la visita.

Experience the Holocaust! Las ventanas cegadas separaban el espacio americano del dedicado a la memoria. Aquí estábamos en ninguna parte. Fuera del tiempo y del espacio, la mirada no podía proyectarse afuera, a la gran explanada del Mall. A la inversa, el interior del museo no era visible desde el exterior. El edificio de Freed ofrecía un contraste sorprendente con el resto de las construcciones. Aquella edificación sórdida, un calco de la siniestra arquitectura de ladrillo rojo de las torres de los campos de concentración y los hornos crematorios, resaltaba sobre el resto de lugares ceremoniales.

Nos adentramos en el inmenso vestíbulo del Testigo, al fondo del cual una escalera que representa el ferrocarril asciende hacia una puerta en forma de arco: la entrada de Birkenau. En ese lugar completamente cerrado se hacía vivir a los visitantes la experiencia de la deportación: se les daba un librillo con una fotografía y una descripción de la víctima que iban a encarnar, así como el relato de su vida durante la guerra. A cada cual se le atribuía una identidad correspondiente a su posición, su edad y su sexo. Los padres eran adultos atrapados en la tormenta. Los más jóvenes se identificaban con los niños judíos asesinados.

Y todos debían amontonarse en uno de los vagones de ganado, todos debían pasar por la puerta del campo, donde está escrito que el trabajo nos hace libres, y todos debían sentarse en un barracón de prisioneros reconstruido y, durante un instante, vivir un poco la pesadilla. Remember the children: Se narraba la historia del pequeño Daniel por medio de su diario íntimo y sus pinturas de la guerra, el gueto y el campo de concentración. Los niños podían revolver sus cajones, extender su manta y abrir las ventanas para seguir su vida, antes y después de las leyes antisemitas.

La visita continuaba a través de grandes salas oscuras, donde se proyectaban fotografías a tamaño natural y películas en blanco y negro que mostraban pueblos, campos y rostros de individuos aterrorizados. Los niños no podían entrar en las que describían los experimentos médicos o las cámaras de gas. La historia de la Shoah, iniciada desde el despuntar del antisemitismo cristiano, no escamoteaba los ejemplos norteamericanos y mencionaba la negativa de Roosevelt a bombardear los campos de exterminio, a pesar de las reiteradas demandas de los judíos de su país.

No era aquélla la primera vez que reparaba en ese mea culpa nacional. A mi parecer, la civilización estadounidense debe su tremenda fuerza a esa relación que mantiene con su pasado y que consiste en situar las propias faltas frente a sí, en observar las propias miserias y crímenes para afirmar con fuerza el orgullo de ser americano. Para un puritano, hay una remisión posible del pecado: confesar o reconocer equivale a ser perdonado. La peor de las faltas es la mentira. Nosotros, los jansenistas, nos sabemos condenados: por eso preferimos disimular el acto culpable y hacer como si no hubiera existido.

Pero ¿eran manos vivas las que surgían de las paredes de esa falsa prisión, eran los niños asesinados los que aparecían en esos guetos de papel, era acaso posible experimentar en una catarsis benéfica el camino de la muerte, la agonía humana? Ver esos rostros por espacio de un instante, oírlos hablar a la sombra de la nada, ¿equivale a ofrecer una tumba a aquellos que no tuvieron ninguna? ¿Ese mundo de palabras y de imágenes, que pretendía conducir a los visitantes por un viaje al seno del mal, contaba la vida de los hombres reales? ¿Era posible experimentar esa vida?

Como todos, yo estaba fascinado, cautivado. Ese recorrido equilibrado, interesante, documentado, reconstruido con objetos auténticos de supervivientes, visibles y palpables cabellos de mujeres de verdad, uniformes de prisioneros, botes de leche e incluso, en el tercer piso, un trozo de vía. Todas esas imágenes me producían vértigo. Trasladado al espacio de Auschwitz, yo había visto los barracones y había avanzado un paso en esa historia, la suya, la mía en la actualidad, con su intensidad creciente, su «suspense». Había visto a esos hombres como si fueran de verdad, esas figuras de niños húngaros antes del drama, esas miradas de maestros de escuela de expresión indescifrable, entre la sorpresa y el espanto, esos ojos despavoridos de las mujeres en la rampa, ese inventario fotográfico del horror, esa revelación, esa epifanía, una Redención tal vez, pues el museo del Mal no podía por menos, para satisfacer a su público, que acabar con una nota de esperanza, un happy end, cuando la última superviviente, ya anciana en la filmación, explicaba cómo, abandonada en un escalón de la muerte, fue recogida por un joven soldado americano que poco después se convirtió en su marido.

Lisa no dijo ni una palabra durante toda la visita. Caminaba con la cabeza alta y ademán pensativo. Félix tenía el semblante sombrío de los peores días. El padre Francis, por su parte, estaba locuaz; comentaba lo que veía, explicaba que quería tomar sobre sí el sufrimiento del pueblo judío, que éste era el Calvario y que también rezaba por los verdugos, instrumentos de Dios, mensajeros divinos venidos para purificar el mundo.

–Son los dolores del parto del Mesías, hijos míos -decía-, es la lucha entre el Cristo y el Anticristo.

Yo notaba que Félix estaba a punto de salirse de sus casillas. A cada palabra del sacerdote apretaba un poco más la mandíbula, al borde del estallido.

–Estamos volcados a la oración por los crímenes de Auschwitz -proseguía, con su voz temblorosa, el padre Francis-. La puerta del infierno es la puerta del cielo.

–Cállese -le espetó Félix, clavándole una mirada asesina-. Todo el mundo está en silencio aquí.

El padre Francis lo miró de arriba abajo un momento y luego esbozó una sonrisa conciliadora.

–Tiene razón, hijo mío.

En la inmensa sala del Testigo, en cuyo centro brillaba a perpetuidad la llama del recuerdo, el viejo se inclinó hacia mí.

–En confianza -susurró-, le confieso que sólo puedo soportar esta noche en la que se hunde Israel si pienso en la noche en la que nos encontramos a la espera del regreso del Mesías, para abrirnos a todos el camino de la vida, para hacer surgir la luz del mundo.

Abandoné a aquel extraño hombrecillo en el recinto y seguí a Lisa, que se encaminaba a la sala donde estaban expuestas sus obras.

Había cuatro esculturas de formas abstractas, una de las cuales me llamó especialmente la atención: se trataba de una simple piedra de granito de varios metros de ancho, situada delante de una pared, en posición horizontal. Cuando interrogué a Lisa sobre el significado de esa obra, me señaló el otro lado de la piedra, en cuya cara posterior había grabados unos nombres en letras minúsculas.

–Son los nombres de los niños muertos en Auschwitz -explicó.

–Pero ¿por qué exponerlo así, sin que se vean los nombres por delante?

–Para no hacer un monumento -respondió-. La idea de crear arte en torno a la Shoah tiene algo de incongruente, de obsceno, y más teniendo en cuenta que la escultura y la arquitectura eran piezas clave de la escenografía nazi.

–¿Y por qué una simple piedra? ¿Por qué no una escultura con formas humanas?