El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Cuando llegamos a París, en la mañana del 29 de septiembre de 1995, nos enteramos de la doble noticia: la muerte de Samy, el nacimiento y la muerte del hijo de Lisa.

Ya no sé cuál fue mi primera reacción. Me acuerdo sobre todo de la cara de Lisa y del rechazo que opuso a mis tentativas de consolarla.

Durante todo un día y una noche entera permanecí acostado, postrado. Miraba a derecha y a izquierda y sólo lo veía a él: a ese hijo que ya no existía.

El vacío se había adueñado de mí: por encima de los momentos más bellos del mundo, por encima de los lazos tejidos durante horas de devoción, esa cosa inmunda que acababa de golpear en plena cara, esa cosa que se entregaba en su pavoroso espectáculo, esa cosa inaudita e inolvidable lo abolía todo; la serpiente, la serpiente estaba ahí, yo la veía, la sentía alrededor de todos y todos padecían dolor, en el corazón, en la garganta, tan comprimida que ya no dejaba siquiera que circulara la saliva, en la cabeza que estaba rodeada de algodón, en las piernas flojas que ya no podían sostener nada, en el corazón que dolía como si se hubiera encogido, en el corazón oprimido en una jaula que de repente se volvía demasiado estrecha. Una llaga abierta avivada, trepanada con hierro candente.

Allí estaba esa serpiente, esa bestia inmunda. Era la que poseía la inteligencia, la que tenía capacidad de creación y de destrucción, la fuerza invencible: el conocimiento. Era la que lo veía todo, la que observaba a los habitantes de la tierra y modelaba su corazón. Atento a sus obras, escuchaba a los que gritan, aconsejaba, y las aguas lo veían y temblaban y el propio abismo se estremecía y las nubes derramaban sus trombas, las nubes prestaban voz, el retumbar del trueno desgarraba el cielo y los relámpagos iluminaban el mundo, la tierra rugía cuando él aparecía. Ese ser era temible por la fascinación que ejercía sobre todos y que los precipitaba en el abismo.

En el vasto cementerio de Bagneux, en un día lluvioso, enterramos a Samy y al niño nacido muerto, al lado de los primos Perlman.

Toda la familia estaba presente, así como los amigos más cercanos, los Talment, el hermano Franz, Félix, por supuesto, y otras personas que yo no conocía.

Cuando se abrieron las puertas del coche fúnebre, Paul, Béla y tres personas más llevaron el ataúd de Samy hasta el lugar donde habían cavado las fosas. Yo llevaba el ataúd pequeño, Lisa iba a mi lado. El cortejo avanzaba en silencio. Se me revolvió el estómago cuando deposité el pequeño ataúd en el suelo. Lisa sollozaba.

Tiesa y envarada dentro de su largo vestido negro, estaba tan delgada y tan pálida que parecía una niña.

Béla miraba al frente con expresión obstinada. Paul lloraba a lágrima viva, Tilla lo rodeaba con un brazo consolador.

En cuanto a Mina, tenía el rostro franco, maquillado. Llevaba un elegante traje de crepé negro. Sus ojos buscaban las miradas. Recibía calurosamente las condolencias y daba las gracias a todos con una palabra amable.

El cielo rugió y de repente la lluvia cayó en las fosas.

Mientras miraba el hoyo más pequeño, donde estaba el hijo que no había soportado la luz del día, sentí que me tambaleaba: era como si desapareciera una parte de mí. Comprendí que ese hijo, nuestro hijo, estaba muerto y a mis ojos afloraron unas gotas de agua salada. Al principio fueron unas cuantas; después fue un torrente. Lloraba por primera vez, por primera vez en toda mi vida. De mis ojos cayeron gruesas lágrimas, en abundancia. Por primera vez conocí la tristeza y la desesperación, que es como un lamento por el tiempo pasado.

En una ensoñación lancinante, el pensamiento me llevó a otro cementerio, más antiguo, donde buscaba una tumba. Era una noche brumosa y caminaba a tientas bajo el resplandor de una luna creciente.

Entonces la encontré: estaba abierta, ya no había nadie en el interior.

–¿Rafael?

Oí que resonaba mi nombre, pero desde muy lejos.

–¿Rafael?

Era Paul.

–¿Estás bien? Tienes mala cara.

–Sí, sí, no te preocupes.

Lisa, a mi lado, me lanzó una mirada fría.

–¿Seguro que estás bien? – dijo Paul.

–Ya se me pasará.

De repente Béla apareció por detrás y preguntó, sin dirigirse a nadie en particular:

–¿Quién les ha hecho venir?

Se refería a los periodistas que recorrían el cementerio, haciendo preguntas y sacando fotos.

–¿Has sido tú, Paul?

–No -contestó éste-. ¿Para qué iba a hacer algo así?

–Con tu afición por los espectáculos morbosos, nunca se sabe… ¿Quién ha sido entonces? – insistió, mirándome a los ojos.

–He sido yo -anunció Mina.

–¿Tú? – dijo Paul, sorprendido.

–De todas maneras, no hablan con nosotros: parece que tienen algo mejor que hacer -respondió Mina.

Los periodistas se habían apiñado en torno a los Talment.

La pareja de ancianos conversaba con ellos con la mayor naturalidad del mundo.

Béla se fue hacia allí precipitadamente. No sé qué les dijo, pero los periodistas se esfumaron en el acto.

Bajo la llovizna, los oficiantes recitaron una breve oración, el rabino citó un texto de la Biblia, un pasaje de Isaías del que todavía recuerdo la primera frase: «Te has unido a mi vida para que evite la fosa.»

Después Mina tomó la palabra y habló un rato, con voz exaltada, levemente alterada.

–No se debe discutir con el Todopoderoso -afirmó-. Dios es más fuerte de lo que la gente imagina, y yo sé que será él quien diga la última palabra.

»Sí, yo os digo que Dios se nos revela en parte y pronto estará aquí por entero, pues se anuncia el fin de los tiempos: estad preparados, pues esta era de paz universal se extenderá pronto sobre vosotros, siento que se aproxima, sí, veo al justo entre los justos, al ser celeste próximo a Dios, siento que se avecina el fin del mundo y pronto, en un futuro cercano, otro tiempo será creado. Ha comenzado ya: los dolores del nacimiento del Mesías prosiguen. Si Samy ha muerto, si este niño ha fallecido, era un mal necesario; y si han desaparecido, es para hacernos comprender que se acerca el final del exilio, sí, oídme, si Samy eligió sacrificarse, fue para anunciar la Venida, la Venida próxima.

–Pero ¿cómo puede hablar así? – murmuró Lisa, apretando los dientes-. ¿Cómo se atreve? ¿No ve que somos nosotros, todos nosotros, sus asesinos? No vamos hacia la era mesiánica, sino hacia el vagabundeo, hacia un errar universal. Había sobrevivido a lo peor e hizo todo lo humanamente posible para seguir viviendo, para sobrevivir. ¿No ve que su suicidio es la renuncia última, que rebate todas sus alocadas teorías?

El rabino recitó el kaddish: la oración por los muertos, que facilita, tal como explicó Mina, el tránsito hacia el mundo venidero. A su alrededor, los oficiantes estuvieron balbuceando las pregarías con voz monocorde durante un tiempo que se me antojó interminable.

En mis oídos sonaba un ruido sordo, como de martillazos contra un bloque de metal. Cada golpe me hacía estremecer, resonaba en lo más hondo de mí.

Oh, Dios. La barbarie continuaba. Si ese suicidio y esa muerte de un niño tuvieran un sentido trascendente, sería sin duda que no hay resurrección. El mal es como la muerte: cuando lo ha agarrado a uno, no hay modo de volver.

Todos arrojaron a la tumba tres pequeños puñados de tierra. Cuando le tocó el turno, Félix se acercó al hoyo donde estaba enterrado Samy, lo contempló, luego suspendió la mano sobre la tumba y lenta, muy lentamente, como si no tuviera conciencia de lo extraño de su gesto, dejó que la tierra se fuera desgranando como una lluvia sucia.

Poco a poco se fueron todos. Quedamos sólo Mina, Lisa y yo. Nosotros dos nos alejamos para dejar que Mina tuviera intimidad junto a la tumba de su marido.

Unos pasos más allá, no sé por qué, me di la vuelta y vi un espectáculo que me dejó petrificado.

Mina reía, reía a mandíbula batiente. Nunca la había visto de ese modo. Delante de la tumba de su marido, Mina reía con ganas.

Capítulo 2

Después del entierro fuimos a casa de Mina, que había preparado una comida de duelo compuesta de huevos duros y olivas negras, según la tradición. Debía de haber unas veinte personas en el piso de la Rue des Rosiers. Mina daba vueltas entre ellas e iba presentando a los invitados como si se tratara de una recepción mundana. Lisa y Paul estaban juntos, pegados el uno al otro, en un rincón de la habitación. Béla había desaparecido en la cocina.

Félix se esfumó rápidamente; tenía que tomar el avión esa misma noche: se iba para hacer un reportaje que le llevaría un mes, o quizá dos. Su partida me entristecía: hacía mucho que no había hablado con él y sin embargo tenía una necesidad terrible de hacerlo.

Estaba sirviéndome una copa en el aparador cuando se me acercó el padre Franz.

–¿Sabe por qué ha muerto? – murmuró.

–Se suicidó -respondí con aire ausente.

–Sí, se suicidó. ¿Y sabe por qué?

–No. ¿Y usted?

Me observó un momento desde su elevadísima estatura. Llevaba sotana y sus largos cabellos acababan en rizos a la altura de los hombros.

–En la Edad Media -me dijo, llevándome aparte-, se afirmaba que los judíos tenían cuernos. Para demostrarlo, el concilio de Viena decretó en 1267 que debían llevar un sombrero con cuernos. Les atribuían una cola como al Diablo, los asimilaban a la cabra, su animal preferido. También se decía que despedían un olor específico, el foetor judaicus, que al parecer perdían después de haber sido bautizados… Más tarde, para los nazis, el olor racial de los judíos era una de sus características distintivas…

»Decían que los miembros de la tribu de Rubén, que habían golpeado a Jesús, hacían que se marchitara toda la vegetación que los rodeaba. Durante cuatro días aparecían en las manos y los pies de los descendientes de la tribu de Simeón unas llagas sanguinolentas, porque habían flagelado a Jesús en la cruz. Los miembros de la tribu de Leví, que le habían escupido, tenían dificultades para soplar. Como los de Zabulón habían vendido la ropa de Jesús, sus descendientes padecían de llagas abiertas en la boca y escupían sangre. Los de la tribu de Isacar, que habían atado a Jesús, estaban cubiertos de heridas incurables por todo el cuerpo. Los de Dan, que habían dicho «que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos», veían cumplida su plegaria. Los de Gad, que trenzaron la corona de espinas y se la pusieron a Jesús en la cabeza hasta penetrarle la carne, tienen quince desolladuras en la cabeza y el cuello. Los miembros de la tribu de Aser, que golpearon a Jesús, tienen el brazo derecho más corto que el izquierdo. Los de Neftalí, que indicaron a sus hijos que se escondieran entre los cerdos para gruñir cuando pasara Jesús, tienen dientes, orejas y olor de cerdo. Los de la tribu de Benjamín, que dieron a Jesús la esponja empapada en vinagre, no pueden erguir la cabeza y sufren de una sed constante; cuando hablan, les salen lombrices por la boca.

»Se suicidó, Rafael, porque hace siglos que nosotros los suicidamos.

Mientras lo escuchaba me acordé de las primeras palabras que había dirigido a Félix en Berlín: le había aconsejado mantenerse apartado de aquel caso. Ese hombre hierático parecía haber quedado siempre a resguardo del mal que nos rodeaba.

–¿Quiere saber lo que pienso, Rafael? Hay que encontrar al culpable. Hay que encontrarlo y castigarlo.

–¿A qué culpable?

–Al culpable del asesinato de Schiller; o del suicidio de Samy, que es lo mismo.