El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Ferrara debía de pensar lo mismo, porque se levantó e hizo ademán de marcharse. Cuando nos disponíamos a seguirle, se volvió de repente.

–A propósito de su sobrino, ¿recuerda algo que pudiera ayudarnos a encontrar al verdadero criminal?

–Vaya que sí -contestó el padre Francis tras un instante de reflexión-. Hace unas semanas, Jean-Yves me dijo que si alguna vez le ocurría algo, debía abrir su caja.

–¿Qué caja?

–Una caja fuerte, de un banco.

–¿Se lo ha contado a la policía?

–La policía no me ha preguntado nada todavía.

–¿Le dio los números?

–Sí, me los dio… Bah, ya me ocuparé de eso cuando vuelva a París…

–¿Podría darnos esos números? Nosotros podríamos ocuparnos de esa gestión en su lugar -se ofreció con falsa solicitud Álvarez Ferrara.

–No -respondió el padre Francis-. De ninguna manera. Jean-Yves me hizo prometer que no se los revelaría a nadie. Y además, ni siquiera estoy seguro de dónde los puse.

Félix lo observaba con curiosidad. Ferrara lanzó una severa mirada al anciano antes de encaminarse bruscamente hacia la puerta.

Mientras bajábamos por la escalera, el viejo nos persiguió con sus imprecaciones desde el rellano:

–¡Y ándense con ojo con esa mujer! Es peligrosa: le sería muy fácil embrujarlos… Basta con unas cuantas gotas de santo crisma o fragmentos de hostia consagrada, algún pedazo de uña, un diente o unos cabellos de la víctima para confeccionar una muñeca. Luego se le administran todos los sacramentos: bautismo, eucaristía, confirmación, sacerdocio y extremaunción. ¡Tengan cuidado con los íncubos y con los súcubos! ¡No se fíen de esa mujer, créanme! ¡Ella ha embrujado a mi sobrino! ¡Se lo aseguro, ha sido ella!

Las palabras del viejo se perdieron en la noche. Ferrara pidió un taxi para volver al hotel. Lo dejamos instalado en un pequeño coche negro: yo tenía ganas de andar y Félix no puso reparos en acompañarme.

–¿Las has visto? – le pregunté-. ¿Has visto esas sombras, esas bestias horribles?

–¿De qué hablas?

–Ya sabes, de las criaturas que bailaban en la pared. Ese mundo infernal invocado por el padre Francis. ¿No has visto nada?

–No. ¿Qué rayos te pasa? ¿No te habrás vuelto impresionable, Rafael?

–Pero ¿no has visto nada?

–Lo único que veo yo es que desde hace un tiempo no eres el mismo, te estás volviendo cada vez menos racional, ¡y ahora resulta que ese cura ha conseguido imprimir imágenes en tu cerebro! En otras palabras -añadió, mirándome con ironía-, has sido víctima de una sugestión. ¡Puesto que estás bajo el influjo del amor, puede pasarte de todo!

–¿Por qué dices eso?

–La pasión, igual que la fe, es el resultado de una sugestión: son pensamientos ajenos que se hallan implantados en el otro hasta el punto de convertirse en una idea fija… La relación amorosa también es fruto de la hipnosis.

–¿No te parece que exageras un poco?

–No. Mira a Hitler: ¿acaso no llegó a hipnotizar a un pueblo entero?

Nos dirigimos a pie al hotel por las calles del centro histórico, por una Roma que tenía algo de inquietante bajo un cielo negro como un tizón. Nuestros pasos resonaban sobre las aceras adoquinadas y la luz de las farolas trazaba en el suelo sombras espantosas. ¿De dónde provenían aquellos reflejos? ¿De nuestros cuerpos recortados bajo la luz de las farolas? ¿O de más alto, de esa gran Serpiente enroscada en las raíces del cielo, bajo la masa fantástica de las tinieblas? Había una especie de pesadez que se adivinaba en el aire, en el viento fresco, casi violento a veces, en el temblor de las hojas y el titilar de las estrellas. Había en esa noche de Roma la presciencia de otro universo, de un hipermundo del que éste resultaba como una copia errónea. De improviso tuve la impresión de que no debíamos estar allí, que mejor habría sido que estuviéramos durmiendo, igual como hacíamos durante toda nuestra vida, cerrando los ojos a todas las verdades superiores.

–¿Qué te ha dicho el padre Francis al oído? – pregunté a Félix.

–¡Oh! Nada…

Tal vez, en el fondo, tuviera razón el padre Francis: toda la historia del mundo comienza y termina con la Serpiente, que se muerde la cola como el devenir del universo, en ciclo continuo, del Uno al Todo y del Todo al Uno. La Serpiente está en todas partes: es el círculo que rodea el cosmos con sus anillos, son las siete esferas planetarias que van de la Tierra a Saturno, es la curva que separa la sombra de la luz, es la tierra en la que ondula como un río gigantesco el Océano, son los pliegues de los intestinos, lugar donde se transforman los alimentos y que presentan, como la serpiente, el flujo de la vida: consumo, degradación y corrupción. Sí, está en todas partes, del microcosmos al macrocosmos, del cuerpo del hombre hasta la infinidad del cielo. Ella perpetúa todos los mecanismos de la vida. En ella reside el origen y el fin: con su saber supremo, domina a la muerte. Es el primer maestro del hombre, el rebelde de la historia. En el Edén, ella osó cuestionar el poder del falso dios. Ella es la verdadera heroína del Paraíso, que desafió la cólera divina para revelar al hombre los secretos de su origen. Para ello sedujo a Eva y después a Adán, aportando el conocimiento y el goce a la primera pareja. Eva, la mujer perversa, la mujer malvada por quien transita el mal… Tal vez tuviera razón el padre Francis: Lisa no era la mujer que yo creía.

Miré a Félix, que caminaba a mi lado, impasible en medio del tormento, como si nada ocurriera, y noté que me temblaban las manos. Aquella noche era una mujer, un misterio, igual que el mundo, bajo el cual se enterraban los milenios sin que hayamos adelantado ni un solo paso en dirección a la sabiduría. ¿Qué se proponía, tratando de saber más, siempre más? ¿Pero, en concreto, qué quería saber? La verdad sobre aquel asesinato. Sobre el Mal… Qué absurdidad: no hay nada que sea comprensible, nada que sea racional, nada que se aproxime siquiera a la idea que se forma la gente de la Razón. El Mal no es ni único ni indudable: es volátil como las palabras de un discurso. Su signo no es la certeza ni la evidencia. La razón se desentiende de él porque es incapaz de imaginar: serena y altiva, se queda en la superficie, sobre el lago helado de lo que ella denomina «verdad», que no es otra cosa que su creencia o, lo que es lo mismo, su ignorancia: no la ausencia de conocimiento, sino del deseo de conocer.

Al principio, en un comienzo, estaba ese asesinato de un hombre partido en dos. Después se dio el engranaje fatal, el dispositivo que yo mismo puse en marcha. Cuanto más avanzaba, más me extraviaba. ¿Qué hacía yo allí, bajo ese resplandor extraño prodigado por los rostros mudos de las farolas, esos árboles inofensivos de desmochadas copas, plantados allí cual soldados lunares para custodiar a los perturbadores? ¿Qué hacía delante de esas luces estridentes que, alzando la cabeza hacia el cielo, gritaban el odio por la obligada tarea de repoblar, de noche, esta tierra desierta?

Sí, había algo extraño en ese mundo que no era obra de Dios, que no podía sino emanar de un demiurgo sádico y maligno, de un espíritu retorcido. Me pareció que todos los edificios que me rodeaban, las iglesias y las casas elevadas bajo el cielo cósmico atestiguaban la perpetuación de un engaño milenario. Sí, los hombres eran unos extranjeros en esa tierra en la que se esforzaban por vivir. Eran los sedimentos de un lugar perdido. Esta materia, pesada y oscura, era sin duda la menos dinámica, la más inmóvil y la más opresiva. Las estrellas, esos desgarrones en la bóveda celeste, mostraban que había una vía posible para escapar a ella. Pero ¿cuál?

–¿Qué opinas tú? – preguntó Félix al tiempo que acelerábamos instintivamente el paso.

–Es muy raro -repuse-. Todavía me dura el efecto de esas visiones.

–¿Te refieres a las fábulas morales del padre Francis? – replicó, asombrado, Félix-. Yo ya me he acostumbrado a oírle. No, yo pensaba en ese asunto de la caja del banco. ¿Qué opinas de eso?

La verdad era que no opinaba nada de nada del asunto.

Seguro que no iba a esclarecer nada. En la caja debía de haber cartas, joyas de familia o simplemente dinero.

Pero ¿por qué me estremecía de ese modo en la Roma silenciosa, mi Oriente desierto?

–¿Qué te ha dicho antes al oído, Félix?

–¿De verdad quieres saberlo?

Asentí con la cabeza.

–Me ha dicho que todo había sido por culpa de los judíos. Que los habían deportado porque habían pecado.

Entonces comprendí aquel dolor que había presentido, que me invadía como una oleada de nostalgia.

Antes, los judíos eran una entidad abstracta, un concepto histórico, pero todo había cambiado: estaba Lisa.

Entonces, por enésima vez, pensé en esa pregunta que todo el mundo se plantea en un momento u otro, le inquiete o no la cuestión de la guerra, la auténtica, la única pregunta, la pregunta metafísica; la pregunta que Félix se planteaba y me planteaba con insistencia, para llegar por lo general a la conclusión de que probablemente no habríamos hecho nada y que, como tantos historiadores o periodistas, habríamos empleado nuestra pluma… para escribir una tesis sobre las estructuras agrarias en el Occidente cristiano o un redondo artículo literario para la Nouvelle Revue Française.

La Pregunta, en mayúscula de este siglo, de la conciencia, del hombre. La auténtica pregunta, la pregunta certera, aquella a la que es posible responder, aquella a la que es imposible no responder, aquella ante la cual no se permite ninguna huida. De nada sirve cuestionarse de dónde proviene el mundo, adónde va y por qué estamos nosotros aquí. Responder a esa pregunta equivalía, no obstante, a responder a todas las preguntas, incluidas las tocantes al origen y al fin.

¿Qué habría hecho yo? ¿Qué habría hecho en plena tormenta nazi? ¿Qué habría hecho durante la Shoah?

¿Qué habría hecho? ¿Habría combatido a los alemanes a riesgo de perder la vida? ¿Habría resistido por patriotismo o por militancia comunista? ¿Me habría unido a De Gaulle, después de su famoso llamamiento, que tan pocos franceses escucharon? ¿Me habría dedicado a confeccionar documentos falsos? ¿Habría colaborado en un periódico clandestino? ¿Habría permanecido a la sombra? ¿Habría llevado una doble vida, habría tenido una segunda identidad? ¿Me habría unido a los maquis? ¿Habría escrito poemas? ¿Habría cantado a quien creyera en el cielo y a quien no creyera en él? ¿Habría escondido judíos en mi sótano, en mi granja, en mi pueblo de montaña? ¿Habría escondido judíos porque son el pueblo elegido? ¿Habría escondido judíos aunque no me cayeran demasiado bien, consciente empero de que hay unos límites que no se deben rebasar? ¿Habría sido valiente y arrojado en cualquier situación? ¿Habría sido un héroe? ¿Habría sido un valeroso combatiente o un pusilánime? ¿Habría empuñado las armas? ¿Habría puesto en peligro mi vida para salvar inocentes, para defender a mi patria? ¿Habría hablado si me hubieran torturado? ¿Qué habría hecho, qué habría dicho en nombre de mis convicciones? ¿Me habría comprometido? ¿Habría escrito una obra filosófica sobre la libertad? ¿Habría montado obras de teatro con el afán de expresar una crítica implícita al régimen?

¿Habría sido un tipo tirando a fracasado al que habría reclutado la milicia? ¿Habría sido un cabecilla o un subordinado? ¿Un funcionario celoso, un burócrata? ¿Habría cumplido órdenes sin reflexionar? ¿Me habría trasladado a Vichy? ¿Me habría quedado en París? ¿Me habría ido a Londres o bien a Cherchell? ¿En 1940 o en 1945? ¿Habría sido miembro de la Resistencia desde el principio o me habría sumado a los maquis en 1943? ¿Habría ido a Alemania a cumplir con el Servicio de Trabajo Obligatorio? ¿Me habría hecho maquis para eludirlo? ¿Habría caído prisionero? ¿Me habría escapado? ¿Habría traficado en el mercado negro? ¿Por necesidad o para sacar beneficios? ¿Habría sido un subdito fiel, cumplidor concienzudo de las órdenes del mariscal? ¿Habría sido un colaboracionista a ultranza, exaltado partidario de Pétain? ¿Le habría seguido por cobardía, sin convicción, por corporativismo, o bien por ambición? ¿Habría estado conforme con el discurso de Laval? ¿Habría leído Je suis partout?[6] ¿Habría escrito en Je suis partout? ¿Habría sido uno de esos intelectuales seducidos por la Revolución Nacional? ¿Habría provocado la muerte de hombres, mujeres y niños judíos, incitando con mis artículos a la delación y al odio? ¿Habría vendido a mis camaradas? ¿Lo habría hecho por convicción, por envidia o por interés? ¿Habría denunciado a judíos?