El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Tenía la mirada fija en mí. En su cara bailaban sombras inquietantes. En sus ojos centelleaba la imagen vacilante de la llama que ardía encima de la mesa. No eran ojos, sino mares,mares en llamas, olas encolerizadas bajo un diluvio, océanos azotados por la tempestad, sobre horizontes abrasados.

–Sé de sobra -prosiguió- cómo comienzan y en qué acaban las cosas, ¿entiendes? Si nosotros, historiadores y periodistas, no somos capaces de extraer las lecciones de la Historia, ¿quién lo va a hacer?

–¿Qué propones tú? – pregunté.

–Durante la investigación se ha mencionado, varias veces, el nombre de Samy Perlman. Era un amigo íntimo de Schiller, según parece. ¿Dijiste que lo conocías?

–Sí, así es.

–¿Puedes presentármelo?

–De acuerdo -acepté, tras reflexionar un instante-. Concertaré una cita con Samy Perlman. Pero ya verás que no es un regalo.

–¿Qué quieres decir?

–Mina y Samy Perlman son dos supervivientes de los campos de concentración. Llegaron a Francia después de la guerra… Los conocí cuando investigaba para un artículo sobre la persecución de los judíos de Lodz. Después de varias entrevistas surgió una corriente de simpatía y desde entonces voy a visitarlos de vez en cuando. Son personas encantadoras, no se puede negar, pero…

–¿Pero?

–Tardé varios meses hasta llegar a saber un poco más sobre ellos. Al principio, Samy no abría la boca y Mina hablaba de todo menos del tema en cuestión. La mayor parte de las entrevistas estaban plagadas de silencios. Poco a poco conseguí ganarme la confianza de Mina, y me contó su historia…; sin embargo, Samy…

Callé un momento. Él exhaló una bocanada de humo, tras el cual sus ojos se perdieron un instante.

–Nunca he obtenido nada de Samy.

Capítulo 3

El 30 de enero de 1995, a las cinco y media de una gélida tarde, nos llegamos a pie hasta el Marais, el antiguo Pletzel, donde vivían Samy y Mina Perlman, y nos detuvimos en el número 7 de la Rue des Rosiers.

Unos años antes, la primera vez que estuve en ese piso de techos altos y atravesados por vigas, no pude evitar la sensación de encontrarme en un hogar judío. No era por el candelabro de la biblioteca, ni por los grabados que representaban a los sabios en oración, ni por los viejos libros hebreos; era una atmósfera indefinible, que me había producido una curiosa emoción. Cada objeto resguardaba una especie de misterio: como una eternidad que atravesaba la vejez, una antigüedad venerable, un privilegio de estar allí y cargar con una larga historia, la de un mundo pretérito, recreado por el fervor de quienes eran sus guardianes, sus depositarios: una extraña fidelidad.

Antes de especializarme en la Segunda Guerra Mundial, nunca había tenido contacto con judíos. Para mí eran personajes históricos, reliquias, piezas de museo. Mi familia hablaba «de los judíos» como si fueran seres aparte. Y yo tenía conciencia clara de esta diferencia cada vez que conocía a un «judío» puesto que para caracterizarlo me venía a la mente esta categoría, cuando bien hubiera podido decir un parisino, un rubio o un profesor. Recuerdo que un estudiante judío ganó las oposiciones a catedrático de Historia el año en que yo no lo conseguí. Sin poder evitarlo, pensé que ese joven originario de Hungría o de Polonia conocía la Revolución Francesa mejor que yo, aunque mi árbol genealógico se remontaba al siglo XII. Ese chico me superaba a mí, que era la historia de Francia en persona.

En aquella ocasión pensé en Drumont, en Barres y en Maurras, que decía que los judíos eran incapaces de captar la pureza de este verso de Racine: «En el Oriente desierto, cuál no llegó a ser mi tedio.»

Racine, mi país, mi tierra, mi patria. Es cierto que no existe nada más «francés» que un verso de Racine. De pronto, pensaba, ellos conocían mejor la historia de Francia que yo; nutridos de griego y de latín, hablaban un francés más perfecto que el mío, aunque yo descendía de una persona que tuvo trato con Racine. Racine, mi carne, mi sangre, era un éxtasis para ellos. ¿Con qué derecho?, me había preguntado. «Unos jóvenes franceses de mirada azul, rubio bigote, anchos de hombros, hechos para la batalla y el amor, y ese viejo ídolo judío de boca putrefacta… ¡Qué rabia le causa no comprender! Pues ha creído ver Francia peor que traicionada: embrujada.»

Yo creo que precisamente eso es lo que hace comprensible el que me consagrara a la historia de la barbarie y que, en el marco de mis investigaciones, conociera a cientos de supervivientes, algunos de los cuales se convirtieron en amigos.

Félix admiraba mi devoción y mi fidelidad para con esos ancianos. Un día me habló de su abuelo, verdadero héroe de su infancia, a quien debía, más que a sus padres, su educación. Durante largas horas, el viejo le hablaba con pasión de la Revolución: la francesa y también la futura, la internacional. Había pasado tres meses en Drancy, cuando tenía treinta y cinco años, por ser «amigo de los judíos». Era una de aquellas personas que, indignadas por el uso obligatorio de la estrella amarilla, optaron por ostentar caprichosas insignias, como «goy», «swing», «Danny» o «130». En Drancy, en ese campo insalubre donde permanecían encarcelados los judíos antes de la deportación, había conocido a toda clase de «amigos de los judíos»: electricistas, estudiantes, arquitectos o panaderos. Explicaba con emoción cómo los recibían los prisioneros, con lágrimas y abrazos fraternales. Los «amigos de los judíos» estaban exentos de los penosos trabajos que se reservaban a sus «amigos» y, cuando intentaban ayudarles a cargar los cubos, cinco o seis prisioneros se precipitaban para quitárselos de las manos, suplicando: «Usted no, usted no.»

Su abuelo le hablaba asimismo de la Resistencia, de los documentos falsos y los periódicos clandestinos; le describía la elevada meseta poblada de pinos donde lloraban los helechos, los estrechos senderos que se sumergían en el fondo del misterio, la tierra blanda que habían excavado y esa vida activa pero invisible que transcurría en las negras cámaras subterráneas. A la sombra del mundo real, de una luz del día demasiado cegadora para los ojos deshabituados, habían practicado la estrecha abertura por la que, encogidos pero ardorosos, encendidos casi bajo el fuego del calor humano y del ideal, soflamados en medio del frío glacial de Corrèze, combatían. Le había referido extracciones de bala realizadas sin anestesia a la luz de una lámpara de petróleo, había evocado a los camaradas apresados, torturados, asesinados, y el miedo de cada instante, las miradas huidizas y las manos húmedas, y también la absurda necesidad, a veces, de matar como los verdugos: se acordaría hasta el día de su muerte del joven de Auvernia al que había abatido de un balazo en la nuca. Aún conservaba la carta que había encontrado en el bolsillo de su chaqueta, en la que se detallaban minuciosamente los lugares, los nombres y los proyectos de emboscada, y, con mano trémula, le había enseñado el sobre que había guardado desde entonces: la «tía» de Clermont-Ferrand tenía la misma dirección que la Gestapo.

Cuando murió su abuelo, Félix se sintió completamente solo en el mundo. Tenía apenas trece años. Se había jurado permanecer fiel a la vida y al pensamiento de ese hombre, ese faro de su infancia.

Escuchando aquellas historias, la de Félix o la de mis viejos supervivientes, yo me inventaba una propia. Ellos eran un padre, una madre, una familia de adopción a través de la cual aprehendía el mundo, ese vasto mundo de la humanidad.

Mina Perlman provenía de un medio burgués de Varsovia. A los dieciséis años había combatido en la resistencia, hasta el día en que la arrestaron y la enviaron a Auschwitz.

Nacido en Alemania, Samy había pasado dos años en Auschwitz II-Birkenau, lo cual suponía un tiempo considerable, teniendo en cuenta que la esperanza de vida en los campos se cifraba en unos meses. Después de la guerra, Mina, sin familia, decidió emigrar a París. Allí conoció a Samy. Tenían tres hijos, que yo no conocía: dos varones, Béla y Paul, y una mujer, Lisa, que llevaba el nombre de su abuela materna.

Samy era contable jubilado y su mujer, que enseñaba teología, había escrito varias obras sobre la Shoah.

Mina nos dispensó una calurosa acogida y nos ofreció té. Regordeta y jovial, rubia, llevaba una media melena y un traje sastre de tonalidad lila que, junto a unas joyas a juego, realzaba la luminosidad de sus ojos azules. En aquella mujer cuidada, ardiente y voluntariosa se percibía una especie de rebeldía, de rabia interior que contrastaba con la reserva y el frío distanciamiento de su marido. Desde la primera mirada, yo había captado que Mina era una mística, una mística judía que se proyectaba en la unidad suprema; formaba parte de esos elegidos para los que Dios se revelaba en las dimensiones íntimas de su ser. Más tarde llegaría a descubrir -en carne propia- la hondura íntima con que vivía la historia y el destino de Israel, el cual constituía para ella la expresión más pura y acabada del drama cósmico.

Salió de la habitación, dejándonos solos con Samy. Félix intentó varias veces interrogarle a propósito de Carl Rudolf Schiller, pero se topó con un muro de obstinado mutismo. La única reacción que obtuvo fue una mirada inexpresiva con los párpados bajos y un fruncimiento de labios. A la desesperada, para rellenar el silencio, me puse a hablar de la tesis que estaba escribiendo sobre Hitler y la solución final, pero tampoco logré gran cosa.

Debía de tener setenta años. Su rostro severo, demacrado, estaba surcado de arrugas que formaban simas de sombra en la frente, en las comisuras de los ojos y alrededor de la boca. Al mirarlo, uno se veía aspirado hacia esos precipicios, verdaderas facciones de aquella cara, junto a las cuales los otros contornos, los de los ojos, la nariz o la boca, aparecían tan sólo como pálidos bosquejos. No eran pliegues sobre el agua lisa, profundizados por las sonrisas o la melancolía, no eran surcos de labranza, eran abismos en los que zozobraban las orillas, fosas cavadas por la mano del hombre, tumbas hundidas en una piel, urnas de las tinieblas, cúmulos de sufrimientos. Sus cabellos grises cortos, su cuerpo delgado, derecho y tieso, recordaban las figuras de Giacometti, hombres descarnados que recorren el siglo, esqueletos negros que rezuman hollín, que apartan con paso indolente sus miembros desesperadamente finos, construidos sobre la memoria dolorosa.

Mina volvió por fin, cargada con una bandeja.

–¿A qué se dedican sus hijos, señora Perlman? – le preguntó Félix mientras nos servía el té.

–Lisa, la pequeña, debe de estar al caer -respondió Mina-. Ha encontrado hace poco un estudio de escultor cerca de aquí y, desde entonces, viene a vernos casi todos los días después del trabajo. Paul tiene una consulta de pediatría que funciona bastante bien y Béla, el mayor… -Mina vaciló-. Béla no está aquí en este momento -terminó con precipitación.

De repente, se levantó y fue a mirar por la ventana. Yo sabía que tenía la costumbre de esperar a su hija apostada en la ventana desde que era niña.

–Ah, ahí viene -dijo, aliviada.

Así fue como, el 30 de enero de 1995, a las seis menos cinco de la tarde, conocí a Lisa. Había oído hablar a menudo de ella, pero no la había visto nunca. Lisa Perlman, judía asquenazí, hija de supervivientes de la Shoah.

Quisiera que, de todo lo que diré a continuación, quedara muy claro algo: yo amé realmente a Lisa. Nunca he querido a nadie más que a ella.

Antes todo era diferente. No creía en el amor, como tampoco creía en la muerte. Pensaba que era un mito, una invención occidental, una convención apta para las novelas, las películas y los anuncios de perfumes. Me daba dentera ver a los hombres exaltados por sus idilios -esas idioteces que yo sabía que acabarían, para los más afortunados, en un piso burgués, con mujer, hijo, perro y amante-. No creía en el amor-pasión, sobre el cual había leído una vez que era un avatar del cristianismo, un invento cómodo para combatir la herejía. Para mí, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta eran figuras crísticas, y no hacía distinción alguna entre la pasión de éstos y la de Jesús.

¿Qué más puedo decir? Se produjo lo más banal y lo más extraordinario, lo más descrito y lo más inaudito, lo más simple y lo más inexplicable. Con la primera mirada, con la primera sonrisa, fui conquistado o más bien: fui, sin más. El amor es un demiurgo.