El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Una conclusión que, en sí misma, no carecía tampoco de ambigüedad. Levanté la cabeza, me puse las gafas… y lo lamenté amargamente: Lisa me observaba con una infinita mansedumbre, una especie de ternura maternal que me dio ganas de ponerme a aullar de rabia o de desesperación.

–Rafael -dijo-, tú me gustas mucho, siento un aprecio enorme por ti y comprendo, de veras, este arrebato emocional. Pero no creo que esa clase de relación sea posible entre nosotros.

Fue como si una cuchilla cayera con el filo de cara sobre mi corazón. Con gran esfuerzo, reuní mis últimas fuerzas y me levanté para salir.

–Me gusta tu colonia -comentó ella al tiempo que me daba un afectuoso beso en la mejilla-. ¿Qué es?

–Es poco conocida -contesté.

Así, todo había acabado entre nosotros antes incluso de comenzar. Habían bastado unas cuantas palabras para hacerlo zozobrar todo. En cuestión de segundos había pasado del éxtasis al infierno. Félix tenía razón. La evidencia de un sentimiento no es un criterio conmutativo. Lisa no me quería.

De regreso en Francia, las cosas reanudaron su curso, tal como había temido. Pasó una semana durante la cual paseé mi tristeza por las calles de París; el azar de mis pasos me llevaba siempre al mismo lugar: ese Marais viscoso en el que me había quedado encenagado[2].

En realidad estaba mortificado por el rechazo de Lisa. Me había herido en mi orgullo y, por prurito, intentaba recomponer una fachada, pero el desaire me había dejado helado y me escocía el haber recibido sin pestañear esas palabras que me habían destrozado el corazón.

«Un arrebato emocional…» Ella ignoraba hasta qué punto era inaudito mi sentimiento por ella, hasta qué grado había quedado impresa en mi cerebro enfermo la imagen de un mundo nuevo, pues yo retornaba de lejos…, de una familia y de una patria que no conocían la ternura. La puerta abierta a la esperanza y a la redención de mi alma condenada se había cerrado rozándome la cara. Como una bofetada.

Estaba desesperado. Sentía ya la marca de una extraña dependencia que no me dejaba en paz y que, hasta el día de hoy, me retiene cautivo: me parece que cuando se ha amado con tanta intensidad, ya no se puede prescindir del amor. Yo no pedía gran cosa: simplemente verla de vez en cuando, oírla. Me resultaba duro existir sin su mirada. No conseguía dejar de amarla; y ya entonces tenía conciencia de que jamás lo conseguiría. Era como el juego, era como el alcohol, como la droga: no era un estado de gracia, sino un infierno.

–¿Cómo va el caso Schiller? – pregunté una noche a Félix en el Lutétia-. ¿Todavía lo sigues?

–Por supuesto -respondió-. Tengo otros casos entre manos, pero ya sabes que éste me tiene enganchado… Presiento el peligro, Rafael. Cada vez estoy más convencido de que no es un asesinato cualquiera. Basta tirar de un hilo y acabarán por salir muchas cosas.

–¿Sabes algo nuevo?

–Hablé por teléfono con el padre Franz…, ¿le recuerdas?, es el monje que conocimos en la Universidad Católica. En ese momento no le presté apenas atención, lo encontré desalentador; pero de repente caí en la cuenta de que era de las primeras personas que me habían hablado de las relaciones de los Perlman con Schiller. Por suerte conservaba sus señas y no me costó localizarlo. Le hice un breve resumen de la situación, le hablé de Washington, de lo que había pasado, y le mencioné también las elucubraciones del padre Francis.

–¿Y qué dijo?

–Que en la vida de Schiller se había producido algo que le había hecho cambiar por completo, durante el mes anterior a su muerte.

–¿Sabe qué es?

–No. Pero Schiller iba a menudo a París. Iba a ver a los Perlman. Al parecer, también Lisa fue a verlo a Berlín.

–¿Lisa? – dije, con un nudo en la garganta-. ¿Estás seguro?

–Sí -confirmó-. ¿Por qué pones esa cara? Mira que eres raro, Rafael. No sé qué te pasa desde hace un tiempo, que estás irreconocible.

–¿Sabes por qué fue a verlo? – proseguí.

–No. Pero tengo el firme propósito de averiguarlo. Si Lisa conocía personalmente a Schiller, nos mintió. Y si nos mintió es porque tiene algo que ocultar. No sé de qué se trata ni qué papel tiene en este asunto, pero me intriga. Y otro tanto me ocurre con Samy… Cuando le interrogó la policía, no abrió la boca.

–Ese mutismo del que se rodean todos no simplifica las cosas.

–¿Crees que alguien puede conseguir hacerlos hablar?

–A Samy, no. Pero a Lisa, después de todo…

Expliqué a Félix que Lisa padecía sin duda lo que yo llamaba «el síndrome de los hijos de la segunda generación». Al haberse visto afectada de lleno por el drama de la Shoah, había en la familia una herida que se propagaba indefinidamente, de generación en generación, un dolor imposible de expresar, que heredaban los hijos de los supervivientes.

Lisa había vivido su infancia sumida en el silencio: la mayoría de los deportados no hablan de los campos, no dicen ni una palabra al respecto. El dolor, no obstante, igual que una enfermedad crónica, reaparece para estallar de modo repentino en forma de amargura, ataques de cólera, accesos de rabia cotidianos que hunden sus raíces en el pasado. En ese silencio entreverado de furores reside el secreto.

Es algo que atraviesa el tiempo, que traspasa el espíritu; más que una certeza, es una fulguración. Como una falta vergonzosa, atormenta a las generaciones. Los hijos de los quehan sufrido el mal se recriminan el no poder aligerar el corazón de sus padres, no estar siquiera en condiciones de ayudarlos, y se consideran como criminales no identificados de un asesinato que quedó en el misterio. Creen haber cometido un terrible crimen, intentan repararlo y a veces se prohiben vivir para sí mismos. Desde su más tierna infancia optan por la bondad, se esfuerzan por complacer, por mitigar las penas. Utilizan la ternura como un arma contra el espectro vivo de la barbarie; contra el fantasma que habita al padre herido, cuya mano querrían asir, una mano demasiado tenue para poderla tomar.

¿Qué hacer? ¿Qué puede hacer Lisa? ¿Practicar la soledad como una ascesis, rechazar a todo aquel que amenace con turbarla?

Responder a las caricias con un grito, para que cesen o para que prosigan, pues si huye es porque para ella no existe otra forma de amar. Si se va es para que el otro acepte atravesar el seto que la rodea, la barrera franqueable. Pide paciencia, valor; quiere que vayan con ella al mundo bárbaro y que, sin miedo ni repugnancia, le den el amor que no devuelve. Pide magnanimidad ante la injusticia de su reacción: dulzura, pese a todo. Que se hagan cargo de ella en la noche ardiente y que las lágrimas dejen por fin de brotar. Ser comprendida: ella ha querido luchar contra el mal, pero al hacerlo el mal la ha absorbido y, ahora, el mal se encuentra en su interior. Ella es el esqueleto, el siervo doliente, y a la vez es también el verdugo. Ella es la hija empeñada en la búsqueda de la perfección. Odia lo que ama, esquiva lo que captura, destroza la inocencia perdida. Quiere la belleza como una forma de perdón. Ella es la lucha, la renuncia y la obsesión: su espíritu ve cómo se pinta la muerte en los rostros. Y avanza, sola, entre los cadáveres que siembra a capricho con sus miradas y, si avanza hacia el reincide los muertos, lo hace porque desea con toda su alma arrancar al mal las fuerzas que éste retiene cautivas. Ella es la tristeza en la pendiente de la desesperación. Ella es la angustia que ofusca el porvenir, es decir al otro, al que busca las palabras para llegar a ella. Pero de su boca no brota jamás respuesta alguna: ella querría decir la aurora, el fresco rocío de la mañana, y señala el barranco.

–Pero ¿por qué -preguntó Félix- no hablan los supervivientes? ¿Por qué guardan silencio?

–Hay cosas que no pueden contarse. Son cosas tan terribles que no pueden ser expresadas verbalmente.

Yo sabía por Mina que Lisa había tenido anorexia a los diecisiete años. ¿Se había esforzado acaso por asemejarse a la silueta que la atormentaba, como si pretendiera expiar aquel mal del que ella no era responsable?

Lisa era así: se doblaba, frágil, bajo el peso de una responsabilidad por la que yo lo habría dado todo con tal de poderla soportar con ella, yo, que me sentía huérfano.

Entonces, después de aquella larga conversación con Félix, no tanto por la necesidad de proseguir con la investigación como por las ganas de verla, reuní de nuevo el valor para llamar a Lisa Perlman. Le pregunté si quería que nos viéramos y aceptó.

La cité una tarde, hacia las seis, en el bar del Lutétia. Era el 13 de marzo de 1995.

Hacía un tiempo bastante agradable, de modo que paseé un buen rato antes de impulsar la puerta giratoria del Boulevar Raspail y cruzar la gran sala de las arañas de cristal, los dorados, los grises y los púrpura sabiamente armonizados, para desembocar en el pequeño bar y hundirme en uno de los gigantescos sillones de cuero. Como había llegado con mucha antelación, encendí un cigarrillo, que fumé lenta, pensativamente, igual que lo hago hoy, un poco para calmarme y un poco para tratar de ordenar mis ideas.

El cigarrillo es lo único que conservo de ese pasado quemado que he dejado atrás. ¿Por qué siento todavía la tentación de encenderlo, de verlo arder, consumirse muy despacio hasta desaparecer? ¿Por qué me gusta tanto llenarme la boca con ese humo acre y mezclar mi aliento al suyo? Es como aspirar el alma de un ser vivo que muere en la punta de mis dedos. Es como un amor devastador, un combate íntimo del que sólo queda el olor a quemado y a ceniza acumulada. Todos esos recuerdos…, más que si tuviera mil años.

Llegó alrededor de las seis y media. Reconocí de lejos su andar grácil. Llevaba una chaqueta blanca y una falda de tela tornasolada. Las largas mechas de su pelo liso componían un lustroso marco oscuro para su cara. Su mirada se iluminó al cruzarse con la mía. Parecía contenta de verme.

–¿Es éste tu sitio preferido? – me preguntó mientras se sentaba.

–Sí.

–¿Por qué? ¿Por el ambiente retro? A mí no me evoca nada bueno… El cuartel general de la Kommandantur…

–Sí, es verdad -reconocí-. La cruz gamada flotaba aquí, en pleno centro de París, entre Saint-Germain y Montparnasse. Los alemanes estaban aquí, con sus uniformes negros, y con sus botas marrones pisoteaban las mullidas alfombras, aprovechaban el París fastuoso, comían con los cubiertos resplandecientes y se pavoneaban entre maderas pulidas y dorados. Los acogían como reyes. Les abrían los salones con amistad, con devoción. Por la noche, después de haber ido al teatro a ver Huís dos o Le soulier de satín, cenaban en la Tour d’Argent, que había preparado expresamente para ellos unos menús en alemán, bailaban, bebían y fumaban con las señoritas de París engalanadas con vestidos de Lanvin, Maggy Rouff o Nina Ricci. Otras veces se reunían con sus amigos, los que montaban sus espectáculos, esos respetables señores que distraían al París de la época: la patria de los intelectuales, del lujo y de las noches locas: qué divina, divina sorpresa…

–Pero ¿por qué, entonces, venir aquí?

–Para reconquistarlo. Algunos deportados se hospedaron en este hotel después de la guerra. Y además -añadí con una sonrisa-, De Gaulle pasó aquí su noche de bodas…

Estuvimos charlando un momento más y luego fuimos al cine, al Odéon, hacia las ocho. Vimos una película que había elegido ella. Tenía varias tramas imbricadas e iba de unos turbios asuntos de gángsteres y drogas. Entre dos conversaciones sobre las rarezas de las lenguas, los dos matones liquidaban a sus víctimas, que imploraban piedad invocando un versículo de la Biblia referente a la venganza de Dios. Esa película, crítica con la utilización totalitaria del lenguaje y la cultura del crimen, parecía vehicular sin embargo esa violencia en escenas que se hacían en ocasiones insostenibles por su crueldad.