El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Mina decía que Israel era la Redención después del exilio y el sufrimiento. El padre Francis pensaba que Jesús no sería el Cristo sin la traición de Judas; para nosotros los historiadores, existe efectivamente una relación causal entre la Shoah y la creación del Estado de Israel. Sólo el holocausto pudo producir un movimiento de tal magnitud.

¿Era, pues, posible que del mal surgiera el bien? Los judíos habían sobrevivido a los faraones de Egipto, a los sátrapas de Persia, a los reyes de Grecia, a los emperadores de Roma, al Sacro Imperio Romano germánico, a la Inquisición española y también a los zares de Rusia, pero no habían vuelto a ver Sión…

¿Fue necesario que existiera Hitler para abrir la ruta de Jerusalén?

En ese caso, sin embargo, ¿hay que ponerse a saltar de contento en Yad Vashem, porque su recompensa es grande, porque el Señor castiga a aquel al que ama?

Félix opinaba que el sionismo había comenzado mucho antes que la Shoah, que siempre había habido judíos en Tierra Santa, desde la deportación a Babilonia, y que era absurdo decir que fue necesario que los judíos fueran asesinados y sufrieran para tener derecho a un país.

No obstante, si pudiera existir el más mínimo consuelo después de la Shoah, entonces no habría duda: tenía que ser ése por fuerza.

Guardo de Israel el recuerdo del sol, tan fuerte, tan hermoso, fulgurante durante el día, suave en los crepúsculos, sereno al amanecer.

Guardo de Israel el recuerdo de los que fueron los más bellos instantes de mi vida.

Al día siguiente, cuando me encontraba con Lisa haciendo cola en el aeropuerto, alguien me dio una ligera palmada en el hombro. Me volví: era Ron Bronstein.

Me indicó con un gesto que me acercara a él.

–Lo ha conseguido, amigo -murmuró-. Con tantos tejemanejes, ya tiene al Mossad siguiendo todos sus movimientos. No sé para quién trabaja, pero no se fíe, empieza a jugar a un juego muy peligroso.

–¿Cómo que el Mossad me sigue los movimientos? – exclamé.

Bronstein me tapó la boca con la mano.

–¿Está loco o qué? ¿Quiere un megáfono, ya de paso?

Le di a entender por señas que había comprendido y entonces retiró la mano.

–¿Trabajó con Álvarez Ferrara? – me preguntó en voz muy baja.

–Sí, para la investigación sobre Schiller.

–Ferrara se encuentra en este preciso momento aquí, en Tel Aviv, al borde del mar, en una de nuestras más hermosas cárceles…

–¿En la cárcel? – repetí, estupefacto.

–No era precisamente la persona que usted creía.

–¿Qué quiere decir con eso? ¿No era amigo suyo? ¿Un viejo amigo suyo?

–Se llama Helmut Fritz y fue médico en el campo de Auschwitz. Hacía años que le seguía la pista.

Sentí que una araña de desgracia me recorría la espalda.

–Pero ¿no era un agente de la CIA? – pregunté.

–Formaba parte de las redes nazis utilizadas por la CIA. Llevábamos bastante tiempo intentando cazarlo…, desde el momento en que se escondió en Sudamérica con la pretensión de quitar de en medio a la población autóctona de Bolivia para que los blancos fueran amos del país… ¿Se forma una idea de la clase de persona que es? Como lo vieron con él y ahora conmigo, se hacen preguntas. ¿Me sigue?

–No.

–Bueno, le hablaré muy claro: yo de usted, dejaría de ocuparme de ese asunto de Schiller. Se expone a buscarse problemas.

–Pero ¿qué pasa con el asunto de Schiller, dígame?

Bronstein no me escuchaba. Observaba algo a lo lejos, detrás de mí.

–Oiga, amigo, ¿no le estará guardando el billete esa mujer morena de allá? No deja de observarlo…

Me volví.

–Es mi mujer…

–¿Su mujer? – dijo, enarcando una ceja-… Un momento, si la conozco: ¿no es Lisa, Lisa Perlman?

–¡Sí! – respondí, asombrado.

–Felicidades. Un consejo. Cuide bien de su esposa… y del bebé.

–¿Cómo? ¿Qué dice?

Miré de nuevo a Lisa y de repente comprendí. Ese día llevaba un vestido blanco bastante ajustado que permitía advertir una ligera protuberancia a la altura del vientre. Era tan fina que no parecía tratarse de un embarazo. Aquella redondez no me había llamado la atención, porque la veía todos los días, pero al observarla de lejos, con las manos apoyadas un momento en las caderas, de una manera que ponía de relieve sus formas, lo encontré evidente.

Me volví hacia Bronstein.

No había nadie. El animal había desaparecido.

Quinta parte

Capítulo 1

Las humaredas se elevan cual velos blancos y grises sobre el cielo azul, fugitivas del cielo ardiente. Esperáis el día que será tinieblas y no luz y ese día será oscuro y estará falto de todo resplandor. Entonces el orgullo humano abatirá la mirada y la arrogancia de los hombres será humillada, y será el tremendo pavor y la tierra temblará, con las colinas escalonadas y las montañas altivas, las altas torres y las murallas, con sus entrañas malditas. Entonces todos se arrepentirán: Félix en uno de sus terribles arrebatos de cólera, Lisa y su acompañante en medio de la noche, Samy, esa monada de mirada velada, Mina, tan rolliza y jovial, Béla y sus pavorosos celos, yo, holgazaneando de noche en el Lutétia, entregado a uno de esos estados de pasividad que me arrastran hacia las horas tardías, siempre propicias a la angustia.

Oigo la música de Elgar: de pronto, el violoncelo empieza a chirriar. Vuelvo a ver el Sena que se desliza serenamente bajo su cielo de azabache, pero ya no es agua lo que se desliza, sino sangre, sangre rubicunda, roja, negra. ¿Qué me recuerda eso? Nada, una ausencia, un vacío. Ellos. No recuerdo haberles visto intercambiar nunca un gesto ni una palabra de ternura. Mis padres pasaban todo el día en su tienda, de donde volvían de noche, tarde, demasiado agotados para hablarme, para preguntarme cómo estaba o cómo me había ido el día.

Solo. No tenía ni hermanos ni televisor. Me acuerdo del gran piso sombrío de la Avenue des Vosges de Estrasburgo, donde esperaba, durante largas horas cargadas de angustia, a que volvieran mis padres y envolvieran mi silencio con su silencio.

En el avión que nos devolvía a Francia, asedié a Lisa a preguntas.

–Oye, Lisa, ¿hay algo importante que no me hayas dicho?

–No, ¿a qué te refieres? – contestó.

–A algo… algo que nos concierne, a ti y a mí…

–¿Cómo? – dijo-. ¿No estarás otra vez con la historia del tío Morali?

Desde aquella terrible entrevista con Mina, después del anuncio de nuestra boda, en la que ésta había mencionado «la historia del tío Morali» sin precisar de qué se trataba, no había parado de hacerle preguntas a Lisa, que siempre respondía con un encogimiento de hombros, negándose a explicármelo.

–No, no es el tío Morali -repuse con tono fatigado-. Es… tu vestido, eso…

–¿Qué? ¿Qué le pasa al vestido?

Dirigí la mirada a la protuberancia de su vientre. Ella lo vio y se ruborizó.

–Lisa, ¿no estarás embarazada?

Me miró como si no comprendiera. Luego bajó los ojos.

–Sí.

–¿Sí? ¿Eso es todo? Pero ¿por qué no me lo has dicho?

–No sé… Es que…

–Pero ¡si es maravilloso! ¡Es fantástico! Es… ¿Desde cuándo?

–Debe de hacer justo dos meses.

Dos meses… Aquello remitía a la primera noche que habíamos pasado juntos.

Estaba loco de alegría. Esa curva de su cuerpo era como la imagen del mundo, portadora de todos los posibles. Era la vida futura, era el cielo y era la tierra, era todos los astros juntos y todas las lumbreras. Era el sol, que aniquiliba el mal en el vientre de la tierra, era la belleza del sol vivo que se elevaba por el este para salvar a la humanidad. Bronstein, el hombre de luz, era el ángel anunciador y nosotros estábamos en una aureola montada en un carro, suspendidos en las bóvedas celestes, cuyo centro era la vida, ese ardor, principio del fuego, de la sal, del aire, de la tierra. Porque aquello era el nacimiento de un dios con su corona de rayos, un nuevo rostro, era el génesis, el comienzo, el principio del mundo. Había nacido de la primera chispa, había nacido gracias a ella, era el germen instalado en el ser humano gigantesco, el principio primero, la perfección lograda, el verbo remontado a las alturas, y el cielo en el que volábamos era el paraíso y el hijo había sido creado en él, por él: igual que una idea, una esencia, ni masculino ni femenino, descendería a la tierra para ser vida y luz, pues no tenía una naturaleza humana sino una forma supranatural.

Yo era inmortal, tenía un alma que atravesaba todas las vidas, todas las épocas, todos los espacios hasta el fin de los siglos. Pegué el oído a su vientre.

Entonces me estremecí: no era un niño lo que oía. Era algo que se ondulaba como si quisiera lanzar una llamada. Una cabeza se hinchaba, una lengua frotaba unos labios con suaves movimientos.

Era el ángel exterminador y el espíritu del Mal, era el tentador que frecuenta sólo los sitios donde reina la felicidad.

Habíamos decidido instalarnos en mi casa, en Montparnasse. Lisa dejó su apartamento de la Rue des Mauvais-Garçons y trasladó sus muebles y objetos de bohemia a mi interior ordenado, ocupado con mesas y sillones antiguos. La convivencia funcionaba bien: Lisa no era aficionada a los trabajos del hogar, pero yo quitaba con gusto el polvo de yeso con el que ella llenaba el piso. Era feliz: la veía viviendo en mi casa, en nuestra casa, y a veces me costaba creer en la existencia de esa felicidad tan simple.

Una noche, poco después de nuestro regreso, me reuní con Félix en el bar del Lutétia. Cuando le anuncié el embarazo de Lisa, frunció el entrecejo con un vago aire de fastidio.

–¿Tan pronto? – dijo.

–¡Sí!

–Perdona que te haga la pregunta pero ¿ha sido un accidente, supongo?

–¡Sí! – respondí-. Un maravilloso accidente.

Me lanzó una mirada tan penetrante que hizo que me sobresaltara hasta lo más hondo del alma.

–¿Por qué me miras de esa forma? – pregunté.

–Por nada…, perdona.

Entonces le hablé de la conversación con Ron Bronstein y de las revelaciones que me había hecho.

–Ahora se aclara todo -exclamó-. Se entiende mejor por qué Perraud hizo asesinar a Crétel: tenía miedo de que revelara lo que hicieron los dos a la familia de Bronstein durante la guerra. Siendo como era un testigo capital en el proceso contra Crétel, es muy posible que Schiller supiera más de la cuenta sobre Perraud y que, al ver que había cambiado de chaqueta durante el juicio, éste lo hiciera asesinar por los mismos motivos por los que mandó disparar contra Crétel.

–Sí. Pero ¿por qué cortarlo en dos?

–¡Para vengarse de su traición!

–¿No crees que lo habría hecho matar de un tiro, como a Crétel?

»No, Félix -añadí al ver que guardaba silencio-, en este asesinato hay algo más…, algo…

No terminé la frase, pero él me comprendió perfectamente.

–¿Satánico? – dijo, encendiendo un puro ya empezado.

–No es un asesinato, es un pulpo provisto de mil tentáculos. Es como si nos enfrentáramos a algo inconmensurable, a una fuerza destructora de potencia infinita que se multiplica cada vez que alguien trata de asirla…

–¿Qué quieres decir?

–¿No empiezas a creer en ello?

–¿En qué? – replicó-. ¿En el diablo? ¿En el demonio?

–En las fuerzas del Mal, en las fuerzas terribles presentes en cada hombre, consustanciales a todas las almas, en ese doble que vive en cada uno de nosotros.

Félix me miró de arriba abajo, esbozando una sonrisa irónica.

–Otra vez me sales con las bobadas del padre Francis, es tu nuevo referente intelectual, por lo que se ve…

Félix y yo nos miramos. Por primera vez sentí una corriente de hostilidad entre ambos.

De repente se metió la mano en el bolsillo.

–Toma -dijo-, te he traído un regalo de mi último viaje; fui a Suiza.

–¿Qué es?

–Un pequeño lingote de oro. ¿Sabes cuál es su procedencia original?