El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Unas semanas antes de su muerte, me encontraba en Berlín para la inauguración de una exposición. Aproveché para verlo.

–¿Por qué motivo?

–Mientras hacía una escultura -explicó lentamente-, advertí algo extraño.

–¿Nos puede decir de qué se trataba?

–Pues, yo había mandado grabar en esa escultura el nombre de determinados niños muertos en Auschwitz. El caso es que me di cuenta de que entre los nombres estaba el de Carl Rudolf Schiller… y quería hablar con él de aquello.

–¿Y así lo hizo?

–Sí.

–¿Cuál fue su reacción?

–No pareció sorprenderse -contestó Lisa, turbada por la pregunta.

–¿No? ¿Y por qué?

Lisa no respondió.

–Es una tragedia que nos afecta a todos, señor presidente.

–¿Por qué fue a ver a Carl Rudolf Schiller? ¿Por qué se tomó tan a pecho ese asunto, señora Simmer?

–Porque Carl Rudolf Schiller era la única persona con quien hablaba mi padre.

–¿Por eso quiso verlo?

–Sí.

–¿Para saber más cosas de su padre?

–No sabía nada de él, de su familia, de su vida, sus orígenes. En casa no se nos permitía hacer preguntas. Sabía que mi padre era el único que sobrevivió de su familia: sus padres y sus cinco hermanos fueron asesinados. Pero él no decía nunca nada. Nunca nos contó cómo vivía antes de la llegada de los nazis, ni tampoco cómo quedó destruida esa vida. Yo no sabía nada; no sabía qué había hecho durante la guerra. Disponía sólo de retazos de frases, que trataba de interpretar a mi modo. Cuando los alemanes invadieron Polonia, huyó a Rumania, donde lo arrestó la milicia fascista y entonces fue deportado… ¿Comprende por qué era tan increíble que hablara con Carl Rudolf Schiller? A raíz de la muerte de toda su familia, mi padre concibió un odio absoluto contra todo lo alemán. Cuando los rusos liberaron el campo donde estaba, se enroló en el ejército soviético para poder pelear contra los alemanes. No me cabía en la cabeza que de repente hablara a un alemán.

–¿Por qué lo hacía, señora Simmer?

Lisa lo miró con una expresión extraña.

–En todo caso, se entendían muy bien -contestó-. Quizá mi padre tuviera confianza en él…

–Gracias por su testimonio -dijo, tras una ligera vacilación, el presidente-. El representante del ministerio público puede interrogar a la testigo.

–¿Qué tipo de relación mantuvo con Jean-Yves Lerais? – preguntó Baillet.

–Habíamos vivido juntos. Después nos separamos.

–¿Por qué razón?

–Porque, como he dicho… -respondió, cohibida-, porque él había cambiado.

–Pero ¿a qué se refiere en concreto con «cambiar»? – insistió Baillet.

–No era el mismo… Conmigo también, estaba distinto. Era como si hubiera dejado de interesarle, como si hubiera aparecido otro Jean-Yves detrás del que conocía.

–¿Por qué motivo rompieron su relación, señora Simmer?

–Porque… las cosas ya no iban bien entre nosotros.

–¿Qué era lo que no iba bien?

–Había aspectos de él que me parecían inquietantes.

–¿Puede responder con más precisión a la pregunta que le he formulado?

–Sospechaba que tenía una postura antisemita.

Lo había dicho de un tirón, sin pestañear. En la sala se produjo un murmullo confuso.

–¿Sospechaba que tenía una postura antisemita? – continuó Baillet-. ¿Y a qué se debía? ¿En qué lo percibía, por ejemplo? ¿En su relación con usted? ¿Manifestó violencia o animosidad?

–Oh, no -dijo Lisa-. Puedo asegurarle que nunca habría levantado la mano contra nadie.

–Entonces expliqúese. El antisemitismo es una acusación sorprendente vertida contra alguien que ha consagrado su vida a recopilar la historia del régimen de Vichy.

–Exacto. Fue su cambio de actitud con respecto a la Shoah lo que me sorprendió. Decía que se había exagerado, que se estaba convirtiendo en una obsesión estéril.

–Señora Simmer, ¿puede decirnos cómo encajó su ruptura Jean-Yves Lerais?

–Lo llevó muy mal.

–¿Quiere decir que le provocó una depresión nerviosa?

–No, quiero decir que estaba deprimido. Es lógico, ¿no?

–¿Cuándo se casó, señora Simmer?

–En mayo de 1995.

–¿Cuándo tomó la decisión de separarse de Jean-Yves Lerais?

–En el mes de enero de 1995.

–Entonces se separaron después del asesinato de Carl Rudolf Schiller y usted se casó después de la detención de Jean-Yves Lerais. ¿Cuándo conoció a su marido?

–En enero de 1995.

–Esa decisión de casarse con tanta precipitación, ¿tiene algo que ver con las sospechas que recayeron sobre Lerais?

–En realidad, no -respondió con desenvoltura.

–¿Puede responder con claridad, por favor?

–Conocí a mi futuro marido poco después del asesinato de Schiller. Tomé la decisión de casarme con él después de la detención de Jean-Yves.

–¿Porque pensaba que era culpable?

–No, pero la policía lo creía culpable y…

Lisa le lanzó una mirada desesperada.

–Usted pensaba que él era el asesino -prosiguió, con tono perentorio, Baillet- y decidió olvidarlo y casarse con otro.

–No, no se pueden resumir las cosas de ese modo.

–¿Cómo, sino?

Lisa lo miró, con labios temblorosos.

–¿Por qué no me dice directamente qué pretende hacerme decir? – gritó por fin-. Así acabaremos antes, ¿no?

–No pretendo hacerle decir nada, señora Simmer. Quiero sólo la verdad y espero que usted me ayude a encontrarla.

En ese momento, Ansel se levantó.

–Me parece -protestó, dirigiéndose al juez- que el fiscal trata de condicionar la declaración de la testigo.

–Señor juez -dijo Baillet-, he terminado con la testigo.

Lisa bajó del estrado, con la espalda envarada y el paso titubeante. Se sentó a mi lado y yo me puse a escrutarla atentamente.

El corazón comenzó a latirme, de repente, con una violencia terrible. Sin decir nada, le tomé la mano. Ella la retiró de inmediato, asestándome una mirada cargada de irritación.

A la mañana siguiente, Béla acudió al estrado y prestó juramento. Por primera vez desde que lo conocía, llevaba el pelo suelto y le caía sobre los hombros, enmarcando sus finas facciones con una aureola crística. Se aferró con nerviosismo a la barra.

Lo había citado el abogado de la defensa, el señor Ansel.

–¿Cómo conoció a Jean-Yves Lerais? – comenzó el interrogatorio el presidente.

–Por mi hermana.

–¿Mantenía alguna relación con él, al margen de su hermana?

–Sí. Eramos amigos.

–¿Eran? ¿Quiere decir que ya no lo son?

–No, ya no.

–¿Qué provocó su desavenencia con Lerais? – inquirió el presidente.

–Cuando las cosas empeoraron con mi hermana, fuimos viéndonos cada vez menos.

–¿Eso es todo?

–Sí…

Béla parecía dudar. El presidente, escéptico, cedió el testigo a la defensa.

–Bien -dijo Ansel-. Encaremos el problema de otra forma. ¿Reconoce esta pistola, señor Perlman?

El ujier le acercó la pistola que había en la mesa de las pruebas inculpatorias.

–Sí. Es la pistola que encontraron en mi casa cuando la policía hizo un registro.

–¿Es suya esa pistola?

–No.

–Si no me equivovo, usted fue considerado sospechoso del asesinato de Carl Rudolf Schiller.

–Sí. Era un montaje.

–¿Declaró usted eso a la policía?

–Sí.

–¿Puede decirnos exactamente qué les dijo, señor Perlman?

–Les dije que Jean-Yves Lerais odiaba a Schiller y que tenía muchos más motivos que yo para ser sospechoso.

–¿Aportó a la policía elementos concretos que apoyaran dicha afirmación?

–Sí, mencioné las cartas de las que me había hablado Jean-Yves. Las cartas de amenaza que había enviado a Schiller. Iban en serio, puesto que fue asesinado, eso lo prueba, ¿no?

–En esa época, ¿veía aún a Jean-Yves Lerais?

–De vez en cuando.

–Es raro que alguien acuse a un amigo suyo, ¿no?

Béla le respondió con una mirada impregnada de odio.

–¿Conocía a Carl Rudolf Schiller? – prosiguió el presidente.

–No, no lo conocía -contestó con tono desabrido.

–¿No lo había visto nunca en casa de sus padres?

–Yo no vivo en casa de mis padres -respondió Béla, mirándolo con ironía-. No conozco a Schiller. Y le diré algo más: este asunto no me concierne.

–Oh, sí, sí le concierne. ¿Quiere que le demuestre que sí le concierne, señor Perlman?

–¿Qué insinúa? – replicó con brusquedad Béla-. ¿Que yo maté a Schiller? – Le temblaban las manos-. Intenta hundirme con sus elucubraciones -añadió, más bajo-, pero no se lo voy a consentir. La verdad tendrá que salir a la luz.

–La verdad, señor Perlman, es que usted nunca aceptó a Jean-Yves Lerais. Estaba celoso de él porque era más brillante que usted y porque era el compañero de su hermana. Cuando le interrogó la policía judicial, encontró la manera perfecta de vengarse de la persona a quien envidiaba y odiaba desde hacía tanto tiempo.

–La segunda parte del cuerpo, que estaba en la École de Roma, no me la inventé yo -espetó Béla.

–No, pero podría haberla puesto allí después de haber asesinado al hombre que obtuvo la atención que su padre nunca le dedicó.

Béla lo fulminó con la mirada. De repente se estremeció de pies a cabeza, aquejado de violentas convulsiones.

–El inocente al que querían acusar era yo -vociferaba-. Él que puso la pistola en mi casa y dijo a la policía que la buscara, ése es el culpable. ¡Ése es el que quiere acabar conmigo!

–¿Quién es?

–Es él.

Con el brazo extendido, me apuntaba con dedo tembloroso.

–Señor Perlman -continuó, sin perder la calma, Ansel-, ¿pasó usted tres años en un hospital psiquiátrico?

Béla no respondió.

–¿Por qué motivo?

Béla, silencioso, abatió la mirada.

–¿Dónde vive usted en este momento, señor Perlman?

Béla seguía sin responder. Tenía la frente perlada de sudor y cada vez tenía la cara más roja.

–Señor presidente -intervino el señor Carbot-, no veo qué relación tiene esto con el caso que nos ocupa.

–Al contrario, hay un hecho de importancia capital para mi cliente, que trato de demostrar -replicó Ansel.

–Prosiga -indicó el presidente.

–¿Por qué motivo lo internaron en el hospital psiquiátrico, señor Perlman?

–Después de la muerte de mi padre, sufrí una depresión nerviosa.

–¿Y antes? Había pasado ya una temporada en un hospital psiquiátrico, ¿no es así?

–¿Antes? – repitió con ademán rencoroso-. ¿Qué sabe usted, eh, de lo que pasó antes? ¿Qué sabe usted de lo que es ser el judío de la familia, el judío de los judíos, el que ha padecido en primer lugar el reino del terror? El mayor, el blanco perfecto. Olían cada herida y, cuando presentían que algo me afectaba, se abalanzaban sobre la brecha. Cuando volvía a casa con las rodillas ensangrentadas, me castigaban porque me había ensuciado el pantalón, y cuando lloraba me decían que no me comportaba como un hombre, que era una vergüenza llorar por tan poca cosa, y cuando intentaba buscar ayuda, era el hazmerreír de todos… Me pisotearon, me sorbieron hasta la médula… Y yo temblaba de miedo… Cuando tuve mi primer desengaño amoroso, cometí la estupidez de ir a ver a mi madre, esperaba ternura de ella, comprensión; lo único que se le ocurrió fue decirme que era yo quien tenía la culpa… Siempre me machacaron, fuera cual fuese el motivo que me llevaba a confiarles algo…

–¿Por qué le tuvieron encerrado durante tres años, señor Perlman?

–Diríjase al testigo con más consideración -intervino el presidente.

–¿Qué suceso concreto justificó su internamiento en el hospital psiquiátrico? – corrigió Ansel.

Después de un silencio opresivo, renunció a repetir la pregunta.

En la sala se produjo una oleada de murmullos apagados. Béla se volvió y se encaminó despacio a la salida.

El ujier hizo pasar entonces a Pierre Krima, un psiquiatra de unos cuarenta años, de rostro jovial, amplia sonrisa y ojos risueños.

–¿Puede decirnos a partir de qué momento puede considerarse peligroso a un paranoico? – le preguntó el presidente.

–La peligrosidad potencial del paranoico es más marcada en tanto tiene un perseguidor designado, el delirio se ha constituido desde hace tiempo y se ha intensificado con el paso de los años -respondió el médico.

–¿Qué clase de delitos puede cometer?

–Desde la simple agresión verbal a actos de carácter médico legal.

–¿Es decir?

–Asesinato o intento de asesinato.

–Doctor Krima, muchas gracias.

Durante el descanso, agarré a Lisa por el brazo.

–¿Por qué? – le dije-. ¿Por qué no me habías hablado de eso?

–¿De qué?

–Carl Rudolf Schiller… ¿Por qué me mentiste en Washington?