El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

El mal monstruoso, infame, ahuyenta la vida; el mal es la muerte, ese escándalo intolerable, es la muerte que se inmiscuye en el fuego sagrado, es la muerte que entra en la vida a través de la vida, a través de la voluntad del hombre.

Si es el Príncipe del Mundo, si nos acecha sin descanso, si conduce a la lucha, si esparce la confusión, la duda, el pánico, es debido a que la realidad no es siempre hermosa. El mal seduce porque reviste la forma del bien. El hombre es así: desea lo bello, lo bueno y lo verdadero, no desea el mal, que es como una enfermedad; no desea el Mal, que hace daño.

El mal se insinúa en el hombre adoptando la apariencia del bien, gracias a la duplicidad del lenguaje, diciendo lo verdadero y a la vez lo falso. El mal es el hijo de la mentira, que, una vez salida de uno, se desarrolla de forma autárquica hasta tener vida propia y convertirse en un ser autónomo.

Un valle, decía ella, un valle lleno de esqueletos, de numerosos esqueletos secos ya del todo: ¿acaso pueden renacer esos esqueletos? ¡Hablad, vamos, insufladles el hálito para que vivan, añadidles nervios, haced crecer la carne, extended la piel, dadles un poco de vuestro hálito! ¿Es que no veis que esos esqueletos son estériles, que nuestra esperanza ha desaparecido y que estamos destrozados?

Ernst Spitz sobrevivió gracias al sacrificio de su padre y a la suerte, que no lo abandonó jamás, ni siquiera después de la evacuación de Auschwitz, durante la marcha de la muerte. Su alistamiento en el ejército francés, en Alemania, le llevó a vivir otras aventuras. Ni héroe ni mártir, un humanista que no perdió nunca su fe en el hombre.

Aunque Joseph Altman hubiera querido olvidar lo que vivió, el número grabado en su brazo con tinta indeleble le habría devuelto al deber de la memoria. Cincuenta años después de su regreso de los campos de exterminio, emprendió la tarea de contar lo indecible con el fin de transmitir ese testimonio desgarrador a las generaciones futuras.

Sophie Bénissa, en Comme une goutte dans la tempéte, explica cómo, crecida en el seno de una familia judía implantada en Francia durante generaciones, en un país atenazado por el miedo y el odio, descubrió, tras la cobardía de la gran mayoría, la generosidad de las personas que no dudaron en arriesgar su vida para ayudarla. Ella relata el terrible aprendizaje de una adolescente proyectada a la madurez.

«Mi hijo, nacido en el campo de concentración»: cuando apenas tenían veinte años fueron detenidos por la Gestapo, en la primavera de 1944 y luego separados. A Jacques lo mataron y Michelle, recluida en Ravensbrück, se da cuenta de que está embarazada. Se inicia entonces el combate encarnizado de una joven rodeada por sus compañeras, solidarias, decididas a mantener con vida al hijo que lleva dentro. Ni el hambre, ni la sed ni la extenuación de la esclavitud ni la amenaza de la locura: nada la doblegará.

Y además, decía él, ¿cómo se puede creer en los testimonios de quienes escriben cincuenta años más tarde? La verdad es que no todos los supervivientes son héroes. El recuerdo de la Shoah se ve necesariamente alterado por las aproximaciones falaces de los testigos, ya sean anónimos o figuras públicas.

¿Cómo decirlo? ¿Cómo decir lo indecible? ¿Cómo describir el horror, lo innombrable, el colmo de la abyección? ¿Qué palabras elegir? ¿Qué metáforas? ¿Quién tiene derecho a decir y a no decir y quién decide ese derecho? Ese no poder decirlo, ¿se debe a las limitaciones del lenguaje? Hablar fríamente. Decirlo sin énfasis, sin fascinación. Pues no se puede insertar ese pasado en las dimensiones respetables de la narración, del curso de las cosas, de la atmósfera y la vida cotidianas.

No se trata de una novela burguesa. No se trata de ninguna clase de novela ni relato. Es algo que hace saltar los marcos de la narración.

¿Es irrepresentable? En ese caso, ¿cómo transmitirlo? Porque a pesar de todo, decía ella, sólo las obras de arte transmiten. Hablar de la Shoah, pero no enseñarla nunca, decía. Para un acontecimiento semejante se necesitaba una representación, explicaba: una película compuesta de testimonios, sin trama narrativa, sin historia, sin reconstrucción ideológica. Un testimonio por memoria, que consiguiese captar la nada, el vacío, la muerte, que describiera sin explicar: únicamente el porqué resiste frente al Mal absoluto, la pregunta sin respuesta.

En las mesas redondas y en los debates filosóficos, los finos oradores sitúan los hornos crematorios en el mismo nivel que los otros horrores de la guerra en general, o que la historia del Mediterráneo en la Antigüedad. Esto es lo que dicen, en realidad: si todo el mundo ha hecho lo mismo, no merece ya la pena indignarse, si todo el mundo es culpable, nadie es culpable. Intentan encontrar otros Auschwitz en la historia. Se escandalizan terriblemente con el bombardeo de Dresde o el de Hiroshima. Comparan, olvidando que la Shoah, tristemente específica, no tiene punto de comparación con nada, ni por sus orígenes, ni por su desarrollo, ni por su ideología, ni por sus consecuencias.

Capítulo 3

En el barracón de su madre, Mina nos miró a Béla y a mí y nos dijo que deseaba quedarse sola. Quería tener un momento de recogimiento. Además, prefería buscar sola el cuaderno.

Salimos.

Tus cabellos de oro Margarete
Tus cabellos de ceniza Sulamith
[8]

Me paré un instante en el centro justo del campo. Observé las huellas que dejaban mis zapatos en la tierra fangosa.

Dios vio que era bueno, decía él.

Al principio de la Creación, la tierra estaba desierta y vacía y las tinieblas cubrían el abismo y el espíritu de Dios planeaba sobre la superficie de las aguas, y dijo Dios: «Hágase la luz» y la luz se hizo. Pero la luz no era buena: sirvió para iluminar a los nazis en la ejecución de sus crímenes.

E hizo Dios el firmamento entre las aguas que hay debajo del firmamento y las que hay sobre el firmamento y dijo «reúnanse en un solo lugar las aguas de debajo de los cielos y aparezca lo seco», y llamó «tierra» a lo seco y a la reunión de las aguas llamó «mar». Pero los cielos no eran buenos: presenciaron lo que ocurría, sin rugido ni cólera.

Dijo Dios «produzca la tierra vegetación: plantas con semillas, árboles frutales que den sobre la tierra fruto según su especie, con la semilla dentro», pero en verdad, todo aquello era bastante malo: aquella vegetación crecía sin preocuparse por la composición de sus abonos.

Creó lumbreras en el firmamento de los cielos para separar el día de la noche, como señales para dar luz a la tierra. Hizo la lumbrera mayor y la lumbrera menor, pero éstas se sucedieron sin detenerse para protestar contra lo que ocurría. La oscuridad no fue total y el sol asistió al exterminio de los hombres sin velarse el rostro. La gran lumbrera no dejó de brillar sobre los campos y la pequeña lumbrera apareció puntualmente sobre ellos. Eran los espectadores de ese crimen abominable.

Creó a los animales, a los grandes monstruos marinos, a las fieras salvajes según su especie, a los ganados según su especie y a todos los reptiles de la tierra según su especie: pero los monstruos marinos no engulleron a los navios en el mar y las aves siguieron volando sobre los campos, las fieras salvajes no se abatieron sobre Europa, no protegieron a los judíos en su horno ardiente.

Y después creó al hombre: y éste fue el peor de todos ellos. Y el hombre que Dios hizo a su imagen creó el Mal absoluto conforme a su modelo.

Y la serpiente, que no precisaba de gran astucia para constatar aquello, tentó a la mujer, tentó al hombre, que no se hizo de rogar para cometer la falta irremediable, y así fue como abandonaron el Edén.

Mina se puso a cavar con la gran pala que había traído consigo, removió la tierra negra, cavó y cavó con violencia, con rabia, con pena. Grita cavad la tierra más hondo vosotros y los otros cantad y tocad.

Béla y yo caminábamos despacio sin decirnos nada, sin saber muy bien adónde íbamos.

El KII: la obra cumbre de la Bauleitung, decía él, quince crisoles de incineración para más de mil cuerpos al día, una cámara de gas con capacidad para dos mil personas.

Entonces, en un último arranque de voluntad, Samy se enderezó, tomó papel y pluma y rápidamente, como si hiciera garabatos, escribió:

Aunque tengamos la misma enfermedad, no morimos a causa de ella
Pues el mar está en calma y se inclina hacia su amor, la luna.
La luz de su madre se refleja en su respiración afanosa: signo doble
De la promesa divina y del amor castrante

El mar era dueño de sí, según la promesa única
Sin vaivén, la masa ahogada; pulmones culpables que se asfixian en la apacible calma
La superficie muerta de las olas no reflejaba nada: una ausencia de ondulaciones obedientes
La multitud de las aguas no puede apagar el amor, escribió Salomón, ahora
Las aguas amantes no pueden apagar las multitudes

¿No logras respirar? No es del mar, sino de ti mismo de donde viene tu asfixia
¿Dónde está ese aire fresco del primer aliento, dónde los humores puros de tu madre en tus pulmones insuflados?
La muerte no ha pasado sobre tus labios, el flujo del amor no te ha barrido
Eras un barco mantenido a flote por la promesa de ser dos.

Tú, Noé, suéltalos de dos en dos y eleva hacia mí el olor apaciguador del humo.
(Dentro de muchos años, tus descendientes me ofrecerán hasta seis
Millones reagrupados, en una nube asfixiante de ceniza
que hará palidecer mi resplandeciente promesa
Y sabrás que el Arca llegada a Ararat es un ataúd
Depositado en la tumba antes del velatorio.)

La cámara de gas. Un barracón de tablas de paredes delgadas y catres innobles, un conducto de calefaccción rudimentario.

Ella decía que el hombre era un ser enfermo de miedo, que era nuestra angustia lo que nos impedía ser buenos; que era ésta la que volvía orgulloso al hombre a causa del complejo de inferioridad y de impotencia que se experimenta al no sentirse amado. Decía que era la ansiedad lo que llevaba al hombre a perder la mesura y a querer ser más de lo que es, a hacer de ángel, a querer convertirse en Dios. Pero ¿puede afirmarse de Hitler que era un ser enfermo de angustia? ¿Existe detrás del rostro del verdugo el miedo cerval de un niño perseguido? ¿Hay que ver en Hitler al niño apaleado por su padre? ¿Detrás del colmo de la monstruosidad, del gesto tranquilo de un criminal, del tiro de un miembro de los Einsatzgruppen, se encuentra la mirada de un niño aterrorizado?

Era como si el mal se hubiera separado para conquistar su fuerza, su autonomía. Era como si se hubiera erigido en juez absoluto, como si se pudiera juzgar sin luz y ver en la oscuridad: se había separado y había buscado su propia independencia. Quería dominar el mundo y crearlo a su imagen y semejanza. Decía: «Que haya día» y había día; y decía: «Que aparezca la noche» y aparecía la noche.

Ernest Biberstein tiene dos identidades: es estudiante de teología y dirige los Einsatzgruppen 6. Por la mañana va a sus clases de teología y se dedica a sus ocupaciones pastorales, por la tarde va a matar hombres.

Y luego están los buenos padres de familia, esos hombres que leen a Goethe o a Rilke y escuchan fragmentos de Bach o de Schubert y que al día siguiente efectúan su trabajo cotidiano en Auschwitz. Su vida parece dividida en diferentes franjas de vivencia autónomas, carentes de vinculación entre sí. ¿Están separadas sus acciones en el momento en que actúan? ¿No existe nada más que el hecho de cometer el mal en el momento en que lo llevan a cabo, o piensan tal vez en su mujer y en sus hijos? ¿Existe para ellos una noción del pasado y del porvenir o están instalados sólo en un presente eterno, un puro instante? ¿Cómo pueden matar hombres durante el día y volver con su familia por la noche?