El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Por respuesta, encendió un cigarrillo y me lanzó el humo en plena cara con insolencia. Tenía una actitud retadora, como una jovencita.

Estaba tan cambiada…

Pensé en el tiempo en que el mundo era para nosotros, latía con nosotros, en que Lisa olía a gloria y su perfume me cautivaba y me llenaba de vigor. Ella colmaba el vacío; ella era como un aliento supremo. Era profunda. Era un nardo que me adormecía, un ramillete, una flor delicada. Entonces olía a humo, a forraje quemado.

Cuando volvimos a la sala, Paul Perlman iniciaba su declaración. La barba y las sienes plateadas le rodeaban la cara de un aureola vaporosa que confería a sus ojos soñadores un aire aún más angelical que de costumbre. Tenía en los labios una sonrisa triste, petrificada.

–¿Conocía usted a Jean-Yves Lerais? – preguntó el abogado de la defensa.

–No, apenas lo conocía. Tuve poco contacto con él cuando salía con mi hermana.

–¿Conocía a Carl Rudolf Schiller?

–Sí.

–¿Cómo lo conoció?

–En casa de mis padres.

–¿No se vio con él en un marco distinto a ése?

–También a través de la asociación humanitaria que yo presidía. Carl Rudolf Schiller había pasado a formar parte del consejo de administración, por cooptación.

–¿Estaba usted satisfecho de dicha cooptación?

–Al principio no vi inconveniente en ello. Después comenzó a resultarme molesto.

–¿Nos puede decir por qué?

–Schiller pretendía poner su grano de arena en todas partes.

–¿En todas partes? ¿Puede explicarse mejor?

–Quería ampliar las actividades de nuestra asociación a terrenos políticos ajenos a nuestras competencias.

–¿A cuáles?

Paul Perlman observó un instante al abogado.

–Tenía una especie de fijación con los palestinos.

–¿A qué se refiere con la palabra «fijación», señor Perlman? – preguntó Ansel.

–No paraba de hablar del «genocidio de los palestinos».No sé si recordarán las imágenes de Bosnia que transmitían por televisión en verano de 1992; hombres esqueléticos detrás de alambradas, campos de concentración en el continente europeo, cadáveres quemados en hornos crematorios… Schiller no quería saber nada de todo aquello. Decía que la situación era peor en Gaza. No se limitaba a hablar: trabajaba entre bastidores, había ido a ver a todos los miembros de la comisión, uno a uno, para convencerlos de que votaran como él. Yo traté de explicarle que los palestinos recibían ayudas económicas considerables. Pero no quería escuchar. Según él, los israelíes hacían a los palestinos lo mismo que les habían hecho los nazis a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Entonces comprendí. Ese era el quid de la cuestión…

–¿Qué hizo usted después de que se votaran los presupuestos?

–Me vi obligado a dimitir…

–¿Por qué había adoptado Schiller esa actitud, en su opinión?

–Creo que tenía una relación complicada con Israel. No podía tolerar que los judíos formasen de nuevo un pueblo, ni que tuviera que cesar el tiempo del sufrimiento. Por otra parte, lo que pasaba en Bosnia le incomodaba. Durante la guerra, uno de los dirigentes del campo nacionalsocialista era un católico, un franciscano… En el fondo, creo que temía que nos pusiéramos a husmear en todo aquello…

–¿Su asociación manejaba grandes sumas de dinero?

–Sí.

–¿De qué orden?

–Doscientos millones de francos.

–No haré más preguntas al señor Perlman -anunció Ansel.

Después del testimonio de Paul, le tocó comparecer al padre Francis. El anciano lucía como de costumbre sotana negra y cruz de madera. Su mentón prominente estaba recubierto por una barba rala, grisácea, y sus ojos aparecían aún más hundidos de lo que era habitual en él.

–¿Conocía usted a Carl Rudolf Schiller? – preguntó Baillet.

–Era mi amigo, mi confidente. Lo quería como a un hermano.

–¿Qué vínculos le unen a Lerais?

–Es mi sobrino.

–¿Cree usted que mató a Carl Rudolf Schiller?

–Por supuesto que no, eso es absurdo -repuso en tono contrariado-. ¿Quiere usted que le diga quién mató a Carl Rudolf Schiller?

No dejó tiempo para que el fiscal le respondiera a aquella pregunta.

–¡Es él -murmuró, adoptando un aire de conspirador-, créanme, Samael! El servidor del Mal, su revelador, su alumbrador. Su sumo sacerdote, su fiel adorador, su zelote. Es el espeleólogo de las rocas insospechadas; ilumina con su lámpara las estalactitas y las estalagmitas que produce la tierra en sus entrañas. ¿No lo oyen en la música ensordecedora; no lo ven en los cabezas rapadas, en los que se tiñen el pelo de rojo o de violeta, en las tiendas abiertas a todas horas y en los cines de dudosa reputación; no ven a ese hombre alto, de pelo negro, barba de chivo y ojos incandescentes? ¡Fue el Diablo, créanme -clamó-, el Diablo lo escindió en dos!

–¿Quiere contestar a las preguntas que le hago? – reclamó el letrado, sin saber si debía proseguir o no-. Aquí no se le pide que formule una teoría metafísica sobre el Mal, sino que responda si sabe algo sobre un crimen determinado y si vio, oyó o tuvo conocimiento de que Jean-Yves Lerais era el asesino de un hombre al que usted conocía muy bien.

–Entiendo, entiendo, hijo mío, quiere saber más cosas, ¿no es eso? – dijo-. Le fascina el tema. Bueno, si quiere que se lo diga, es normal que esté intrigado: la primera argucia del Diablo es su incógnito. No es nadie y es todos. Pero… no es siempre fácil reconocerlo… «Lucifer» significa el que trae la luz. Es el amigo íntimo, el colega, el socio, el hermano. Es aquel de cuya lealtad y buena voluntad no se duda… ¿Me sigue?

–Sí, sí, le sigo -respondió Baillet con embarazo-. Gracias por su presencia. Por el momento, eso es todo.

Advertí, con una sonrisa, que aquella vez el fiscal había capitulado. Aquel discurso no tenía sentido para él… o quizá tenía demasiado. Ante el Diablo, abandonaba el combate.

No le iba a ser tan fácil, no obstante, deshacerse de aquel testigo. Contento por disponer de un público, el padre Francis se aferraba a la barra como si de un pulpito se tratara.

–¿Quieren que les diga qué pasó? Mi sobrino ha sido acusado porque cometió el pecado de fornicación. ¡Está prohibido desperdiciar la simiente humana que multiplica indefinidamente el sufrimiento y perpetúa el reino del Mal, porque el placer es sin lugar a dudas el arma más formidable de Satán!

Señalando con el dedo a Lisa, añadió:

–Esta mujer es peligrosa, se lo aseguro; ¡es impura, es un instrumento del Mal destinado a dominar las almas de los hombres!

Entonces, sin decir nada, Lisa se levantó, caminó con calma hacia él y, al llegar a su altura, permaneció inmóvil unos segundos, escrutándolo, antes de asestarle una bofetada magistral, de esas que vuelven la cara del revés.

Todos los asistentes contuvieron la respiración.

El padre Francis no hizo el menor movimiento. Observó, totalmente desconcertado, cómo Lisa regresaba tranquilamente a su sitio mientras el juez ordenaba que desalojaran la sala.

Capítulo 2

A la mañana siguiente compareció a declarar el padre Franz. Bajo el hábito se intuían unos hombros anchos y una espalda impresionante, pero su cara demacrada y las mejillas hundidas delataban ayunos prolongados.

Sus ojos verdes, algo desorbitados, poseían un resplandor que combinado con la miopía producía un efecto extraño. Respondía con calma, con su francés impecable, sin pronunciar una palabra de más a las preguntas que le formulaba el abogado de la defensa, el señor Ansel.

–¿Desde cuándo conocía usted a Carl Rudolf Schiller? – le preguntó en primer lugar el letrado.

–Desde mi noviciado, hará unos veinte años.

–¿Advirtió en él un cambio de actitud antes de su asesinato?

–Sí, había cambiado, en efecto.

–¿Sabe por qué?

–No. Sé que iba a menudo a París. Y también que se había puesto a leer libros de la tradición judía, el Antiguo Testamento, el Talmud, la Cábala…

–¿Cuál fue el último contacto que mantuvo con él?

–Poco antes de su muerte, me llamó y nos vimos.

–¿Le hizo alguna confidencia concreta?

–Así es -repuso el padre Franz tras un instante de vacilación-, quería decirme que yo tenía razón desde el principio en lo relativo a un conocido nuestro, que había ejercido una influencia nefasta sobre él. Aparte, quería hablarme de un cuaderno, un cuaderno maléfico que le había entregado esa persona y del que se quería deshacer.

–¿Podría tratarse del cuaderno que aparece en la filmación del asesinato de Carl Rudolf Schiller?

–Sí, estoy seguro.

–¿Quién es la persona que entregó ese cuaderno a Carl Rudolf Schiller?

El padre Franz se quedó pensativo un momento, como si no se decidiera a dar la respuesta.

–Se trata de…

–¿Sí?

De repente en la sala se alzó una voz estridente:

–¿No ven que aún está vivo? ¿No saben todos que está aquí, entre nosotros? ¡Creen que está muerto, pero es aún demasiado fuerte para ustedes! ¡Hitler! ¡Hitler está aquí, contando los muertos y riéndose en su propia cara! ¡Sí, el Führer sigue vivo! ¡Por más que se esfuercen, siempre seguirá estando entre ustedes, entre nosotros! ¡El Führer no ha muerto!

Era un individuo de unos treinta y pico años, delgado, de cabellos castaños cortados a cepillo, que se había puesto de pie y gesticulaba con desafuero. Tenía un leve acento inglés.

–¡Yo he visto al Führer! – continuó gritando mientras se lo llevaban dos policías-. ¡Sé dónde está! ¡Está vivo! ¡Viva el Führer!

–¿Quién es? – murmuró Lisa a mi lado.

–¿No lo reconoces?

–No.

–Aparecieron fotos suyas en los periódicos. Es John Robertson, el hombre al que detuvieron por haber hecho que pasaran la película sobre Schiller en Washington.

–¿De quién se trata? – prosiguió el señor Ansel, una vez que hubieron sacado a Robertson de la sala-. ¿Quién entregó ese cuaderno a Carl Rudolf Schiller?

–El padre Francis.

–Padre Franz, muchas gracias. ¿Puedo llamar al testigo precedente? – consultó el abogado al juez. Este asintió.

El padre Francis no se encontraba ya en la sala de los testigos, tal como le había ordenado hacer el presidente el día anterior. Lo estuvieron buscando un rato. Al cabo de media hora, tuvieron que rendirse a la evidencia: se había ido, aprovechando sin duda la distracción proporcionada por los gritos de Robertson.

El ujier hizo pasar a Ron Bronstein. Al verlo entrar en la sala contuve el aliento, como si tuviera conciencia de un peligro. ¿Qué iba a revelar ahora? ¿Por qué había querido apartarme de aquel asunto? ¿Qué se proponía? ¿Y qué sabía en concreto?

A pesar de la barba de varios días, ya no tenía esa mezcla de aplomo y causticidad que le había conocido en Israel. Se lo veía mucho más tenso.

–¿Había visto antes a Jean-Yves Lerais? – preguntó, con su voz pausada, Ansel.

–No, nunca -respondió Bronstein.

–¿Conocía a Carl Rudolf Schiller?

–Sí, lo conocía.

–Las relaciones que mantenía con él no eran precisamente excelentes, ¿me equivoco?

–No, así era.

–¿Se podría decir que llegaban a ser francamente hostiles?

–En efecto.

–¿Qué le reprochaba usted en particular?

–Su participación en el asunto del convento carmelita de Auschwitz y sus vínculos con Maurice Crétel, que fue el causante de la deportación de mi familia.

–¿Por esas razones se peleó con Carl Rudolf Schiller?

–Sí.

–¿Quién fue el primero en levantar la mano contra el otro?

–Fui yo el que empezó.

–Señor Bronstein, muchas gracias; eso es todo por el momento.

Entonces el abogado de la parte civil, Carbot, se levantó y se acercó al estrado.

–Señor Bronstein -dijo con su voz aflautada-, tengo entendido que sus relaciones con Carl Rudolf Schiller habían cambiado poco antes de su asesinato, ¿es eso correcto?

–Sí, así es.

–¿Podría describirnos ese cambio?

–Mi relación con Schiller había mejorado unas semanas antes de su muerte.

–¿Nos puede explicar por qué?

–Carl Rudolf Schiller había modificado su actitud en relación a ciertas cuestiones.

–¿Qué cuestiones, señor Bronstein?

–En relación a la Shoah, sobre todo.

–¿Quiere decir que había variado su punto de vista con respecto al convento de Auschwitz?

–Sí. Comenzaba a poner en duda sus teorías sobre el Calvario.

–¿En qué consistían tales teorías?

–El sostenía que los judíos habían muerto en Auschwitz para expiar sus culpas.

–¿Esas teorías eran radicalmente opuestas a las suyas?

–Yo le repliqué a menudo que aun si hubiera que castigar a los nazis culpables del crimen absoluto, no podría hacerse mediante otro holocausto. En otras palabras, esa afirmación es absurda.