El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Me gustaba ese barrio amparado por casas antiguas, restaurantes kosher, casas de comida preparada y pastelerías donde había ese strudel a la adormidera que había probado en casa de los padres de Lisa y que devoraba, casi ritualmente, todos los días: mil granos de polvo que me habían trastocado hasta el éxtasis, mil motas de arena pegadas al azúcar, mil días y mil noches de paciencia, de esperar que ese pueblo nacido de una lejana promesa consienta en abrirse y entregarse a mí. Los escaparates del restaurante Goldenberg, curiosamente, no habían sido arreglados desde el atentado, y eran visibles los agujeros que habían dejado las balas de los terroristas. ¿Sería desconfiada, rencorosa, la Rue des Rosiers? Aún estaba un poco pálida, no repuesta del todo, y sin embargo animada por el viento estival, después del primaveral que había diezmado sus yemas apenas despuntadas, que había arrancado de raíz sus sólidos troncos, plantados en épocas antiguas, que crecieron con orgullo y ardor para adornar la Rue de Rivoli, cuadricular la Place des Vosges, dispuestos a defenderla con riesgo de su vida, cruz de madera cruz de guerra, para verse, viejo árbol enfermo, pobre tabla que nadie quiere salvo para quemarla, pero no aquí, un poco más lejos, más allá de la línea azul que antaño fortificaban sus ramajes.

Hoy en día son otras ramas las que, después del desierto, habían venido a dar calor al barrio transido, de sus mejillas macilentas despertar el color y, sazonadas con sales picantes, hacerle recobrar el ánimo.

El resto del tiempo, lo pasaba examinando documentos. Los Archivos, que eran mi segunda casa, el sitio donde en general me sentía más a gusto, comenzaban a agobiarme. Inclinado sobre los papeles amarillentos -esas cartas sórdidas que espulgaba una a una-, ya no formaba totalmente parte de ese grupo de eruditos incondicionales que permanecían sentados ante su pequeña caja gris, delante de sus códices o de su incunable, como coleccionistas que sólo viven para conservar, copiar, descubrir y fijar sus fuentes de consulta. Para ellos, los Archivos eran el templo de la Verdad, en el cual ejercían de oficiantes. La luz brotaba allí de las numerosas ventanas, de las cajas de las que la mano extraía objetos ocultos y de los saquitos transparentes que se entregan a los investigadores para que depositen en ellos sus efectos. Ése es el escenario de todas las revelaciones. Pero no entra en él todo el que lo desea: hay que tener una autorización, y ni siquiera los historiadores tienen acceso a ciertos dosieres: nadie puede mirarlos de frente y seguir con vida.

No obstante, el latir acelerado de mi corazón al franquear la entrada se debía menos a la perspectiva de descubrir un nuevo elemento para mis pesquisas que a la de hallarme cerca de Lisa. Una tarde, cuando volvía al trabajo, la divisé en la calle. Iba con su padre. Los dos caminaban a paso rápido. De improviso entraron en una pequeña tienda. Yo me aposté a corta distancia a esperar que pasasen delante de mí, para saludarlos como si se tratara de un encuentro casual. Salieron, sin embargo, sin verme y yo los seguí para darles alcance. De repente, Lisa volvió la cabeza hacia su padre; sus palabras me llegaron a través de un viento glacial:

–Deberías decir a la policía lo que sabes sobre Schiller. Sabes muy bien que no tienes derecho a callarte.

Samy se mantuvo callado, con la cabeza baja.

Petrificado, incapaz de realizar el más mínimo movimiento, los vi desaparecer en la esquina.

Por la noche, cuando me reuní con Félix en el Lutétia, me apresuré a contarle lo que había oído.

–Es lo que te decía -añadí-. Estoy seguro de que el viejo Samy sabe muchas cosas de Carl Rudolf Schiller. Pero no habrá quien se las saque.

–¿Sabes al menos dónde y cuándo se conocieron ellos dos?

–¡No! No tengo ni la menor idea. Quizás en un coloquio sobre la Shoah. De vez en cuando, Samy asiste a alguna que otra conferencia.

–Pero ¿crees que se podría hacer hablar a Lisa? Parece que ella está enterada de algo y, además, quiere incitar a su padre a revelar lo que sabe.

–Sí, es posible -admití-. Aunque no parece sencillo… Haría falta tiempo.

Nosotros no teníamos tiempo, sin embargo. La circunspección no era la cualidad más destacada de Félix, y ¿no consistía además su oficio en transformar el tiempo en historia, con la presión de la urgencia? Con el historiador sucede precisamente lo contrario. Su manipulación delicada del tiempo obedece a unas reglas precisas: adquirir informaciones, habituarse al tema en cuestión, nutrirse de él, empaparse de él hasta quedar poseído, transformado por él y, por fin, del mismo modo que el músico traduce el ruido en sinfonía, montar el armazón de la intriga y construir la historia.

Todo empieza con el gesto de reunir las fuentes: una mano que toma un documento, sopesa y escoge y luego copia, transcribe con fidelidad. Esa es la condición preliminar, necesaria, para que el objeto pase a ser suyo, para que cambie de lugar y de estatuto, para que se convierta en signo por efecto de una mirada. Sostener el incunable es todo un arte: hay que situarlo justo delante de uno; hay que tener cuidado porque es tan frágil que a veces se deshace, transformado en polvo, entre el pulgar y el índice. Se precisa mucha delicadeza para llegar a descifrarlo. Yo he visto manuscritos coptos casi borrados, he tenido entre las manos los papiros de Nag Hammadi, que permanecieron bajo tierra durante milenios. He contemplado códices ilegibles, facturas de vino y de cereales del siglo IV, algunos escritos en sahídico o en subajmímico. Es una labor delicada considerar como idea un fragmento, frágil en tanto que objeto, una narración, una visión del mundo que llevarse consigo hacia el gran imperio del sentido.

Félix volvió a visitar a Samy varias veces, para tratar de obtener información sobre Carl Rudolf Schiller. Era un esfuerzo vano: el anciano no respondía. Lo miraba a los ojos con semblante grave y no respondía. No había conseguido sacarle ni el más mínimo detalle a ese hombre que se negaba obstinadamente a hablar.

Pero Félix, que no pensaba dejarse vencer por tan poca cosa, había encontrado en mí a un fiel aliado. Él, a quien yo acosaba con toda clase de preguntas y reflexiones a propósito de Lisa, no se quejaba del rumbo que habían tomado los acontecimientos. Estaba contento de tenerme como colaborador, sabueso e informador en sus investigaciones. Durante horas hablaba con él y ampliaba sus conocimientos sobre la Segunda Guerra Mundial, y sorprendentemente esa historia, que nunca le había concernido, despertó de golpe en él una tremenda pasión.

El 27 de febrero de 1995 lo llevé a la Universidad Católica de París, donde tenía lugar el coloquio teológico sobre la Shoah del que nos había hablado Mina Perlman. La discusión estaba centrada en la existencia de Dios después de Auschwitz, un problema al que Carl Rudolf Schiller había consagrado su vida y su obra. Había historiadores y teólogos, así como antiguos deportados, que tomaban la palabra en los debates para referir sus experiencias. Parecía que allí se les prestaba más atención que en los encuentros de historiadores, donde a menudo, cuando contradecían con violencia determinados puntos, suscitaban indefectiblemente ásperas reacciones, como si su presencia resultara una incongruencia.

Nos encontramos con el hermano Franz, que Félix conocía ya de Berlín. Era un hombre alto, de una anchura de hombros impresionante, pelo largo entrecano, frente despejada y franco apretón de manos. Llevaba un hábito de sayal gris, sin cruz, y sandalias sin calcetines.

Pertenecía a esa clase particular de personas que se reconocen por su porte, un poco más envarado de lo normal, un poco más rígido, por la frente a menudo amplia y por la expresión que se capta en sus ojos, de fuerza y de intensidad, como si esos seres desbordasen de ímpetu supremo, como si llevaran ceñida una corona que simbolizara su condición de elegidos. No cabía duda: el padre Franz era un ejemplar puro. Yo no sabía aún por qué había escogido aquella vía ni por qué se había consagrado a la vida monástica, como tampoco sabía cuál era su ideal, el objeto de su búsqueda, pero desde el primer momento sentí que la vivía con ansia y que era leal en su avidez.

–¿Es el asunto Schiller lo que lo ha traído aquí? – preguntó el hermano Franz.

–Sí; a pesar de sus recomendaciones, continúo con él -repuso Félix.

–¿Por eso ha venido a parar a este reducido ambiente de habituales?

Félix no contestó. El hermano Franz lo observó un momento. Era extremadamente miope y sus ojos, ni castaños ni verdes, ni negros ni azules, adoptaban matices extraños, entre el amarillo y el naranja. Sus pupilas dilatadas subrayaban la rareza de su mirada.

–Le dije que no valía la pena proseguir -agregó-. No encontrará nada… Y aún menos aquí…

–¿Por qué no aquí?

–Detesto estos sitios donde se debate sobre la Shoah, donde Auschwitz se trata como un tema de controversia o de debate.

–¿Ha tenido alguna novedad en lo referente a Carl Rudolf Schiller?

–Claro que sí. Creo que Schiller se sabía amenazado.

–¿De veras? ¿Qué le hace pensar eso?

–Hizo un testamento en el que me legó algo…, algo que recibí por correo unos días más tarde.

–¿De qué se trata? – preguntó Félix sin rodeos.

–Lo siento, pero él mismo exigió que no hablase de ello con nadie.

–¿Incluso si ello pudiera contribuir al avance de la investigación?

–Yo sería en tal caso el único en determinarlo. De todas formas, él me dio instrucciones muy precisas sobre qué debía hacer con ello.

–¿Y qué debe hacer?

–Devolverlo a su sitio. – Y sin dar más explicaciones, añadió-: En el fondo, puede que encuentren al asesino, pero con eso no adelantarán nada en lo tocante a las causas de este mal.

–¿Qué le lleva a pensar eso? – preguntó Félix.

El padre Franz entornó un instante los ojos y luego repuso, con una sonrisa triste:

–El Mal existe, es un hecho, y la Caída reside en su conocimiento, el conocimiento del Bien y del Mal… Ya saben a qué me refiero…

Dicho esto, se alejó.

El coloquio comenzó. Félix y yo nos situamos en el fondo de la sala, para poder salir cuando lo deseáramos, sin molestar demasiado: yo no sabía si querría quedarme mucho rato.

No obstante, al cabo de una hora fui yo quien le rogó a Félix que escuchara a la siguiente conferenciante, Mina Perlman, que hablaba de la Shoah.

–Un judío de hoy en día, ¿puede seguir creyendo aún en el Dios de la historia? – decía-. ¿Puede correr el riesgo de exponer a sus hijos y a los hijos de sus hijos? ¿Es posible y es necesario para el judío creer que ha sido elegido para dar testimonio? ¿Y de qué va a dar testimonio después de la Shoah?

»La fe religiosa ha sido puesta gravemente en entredicho por los acontecimientos de nuestra época; la fe judía en particular ha sufrido el mayor traumatismo de su historia. Nuestro pueblo fue el primero en afirmar la existencia del Dios de la historia. Ha tenido con ese Dios una relación única. Durante años creyó depender de él para su supervivencia. Ese Dios, que lo salvó de Egipto, que le concedió la Tierra Prometida y que obró por él milagros, ¿dónde estaba durante la Shoah?

»En el momento mismo en que ciertos creyentes encuentran motivos para rechazar al Dios de la historia, yo sostengo que el judío tiene, al contrario, la obligación de continuar creyendo en ese Dios. La pregunta que se plantea es la siguiente: ¿es seguro que las catástrofes de nuestro tiempo son razones suficientes para decidir la inexistencia de ese Dios de la Biblia, cuando la fe judía ha sobrevivido ya a tantas tragedias desde la opresión egipcia, hace más de tres mil años? En Auschwitz, los judíos no fueron masacrados por haber desobedecido al Dios de la historia, sino más bien porque sus abuelos lo habían obedecido. Lo que Hitler pretendía al matarlos a ellos era la muerte del Dios de la historia. Por eso nos está vedado obrar como él. Está vedado conceder a Hitler una victoria postuma.