El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Pues claro, por supuesto, y tenía razón -encareció el padre Francis-. Decía que Auschwitz es el purgatorio. Pero el purgatorio es esto. Ahora es cuando puede verse abreviada la pena de los muertos gracias a las voces de los vivos. Ahora es cuando se juzga la responsabilidad individual, se evalúan la imperdonable culpabilidad de los pecadores criminales y los pecados veniales. Estamos entre el paraíso y el infierno, en los círculos de fuego, entre los lagos y los mares de fuego, los anillos, las paredes y los fosos. Créanme: por eso mataron a Schiller. Porque le tenían miedo, tenían miedo de lo que podía decir y hacer.

–¿Y qué podía hacer? – preguntó Félix.

–Era muy popular, desde luego. Habría podido subir al poder y no sólo en Alemania.

Lisa me lanzó una mirada inquieta. A pesar del alcohol, sus ojos no habían perdido un ápice de su vivacidad y agudeza. En el fondo yo me preguntaba, sin embargo, qué podía afectar a aquella alma, tan elevada y digna que parecía casi intocable.

Al día siguiente, se proyectaba el documental. Félix, Lisa y yo acudimos a las diez de la mañana al gran anfiteatro del museo. Al entrar en la sala, un graderío frente a una pantalla inmensa, sentí que se me aceleraban los latidos del corazón. ¿Era por la perspectiva de ver a Carl Rudolf Schiller, vivo, en la película? ¿O era a causa de la noche que había pasado, arrugando las sábanas de la cama mientras pensaba en Lisa, que dormía a apenas unos metros a unos cuantos tabiques de distancia? Era como si oyera su respiración. Quizá se debía simplemente al café solo en el que me había empapado los labios por la mañana, para despertarme y para captar plenamente lo que me estaba sucediendo: ella estaba allí, delante de mí, tomando el desayuno, ella estaba allí, tranquila, bebiendo té y dirigiéndome miradas a hurtadillas, ella también.

Si bien carecía de la formación filosófica suficiente para comprender todo cuanto se decía en los debates, me pareció que allí se dirimía algo importante: ¿cómo es posible el mal, si se concibe a Dios como el señor de la historia? ¿Cómo ha podido un Dios bueno crear el mal? La idea de un Dios providencial exige una teoría capaz de explicar el mal. Ahora bien, el mal, en su forma absoluta, pone en tela de juicio la existencia de Dios, o cuando menos la de la Providencia divina. La teodicea clásica resuelve ese problema diciendo que desconocemos el punto de vista de Dios, y que lo que es un mal en nuestro nivel humano puede ser un bien en un nivel superior al que no tenemos acceso. La Shoah, no obstante, añade nuevas dudas a todas las teodiceas: en la Shoah no puede haber racionalización del mal, que sería un medio para un bien futuro, porque nada puede justificarla, porque no puede afirmarse que la Shoah sea un bien que ignoramos.

Algunos, en su desarrollo de una nueva teoría, rechazaban al Dios del judaismo tradicional y consideraban el regreso a Sión como un momento de kairós, de transformación decisiva de nuestro tiempo. Propugnaban un redescubrimiento de las religiones arcaicas para volver a conectar con los poderes de vida y de muerte de Baal y de Astarté. Para ellos la tierra es una madre, pero una madre caníbal que, tarde o temprano, consume lo que ha puesto en el mundo. Si Auschwitz tiene un sentido, es el del ciclo natural de la vida y el renacer: hubo muerte para el pueblo que se proclamó el Elegido entre las naciones y después hubo resurrección en la tierra de Israel. No en vano la elección corre pareja con la vulnerabilidad de aquellos que son ofrecidos en sacrificio en los tiempos de crisis.

Según esta concepción, los nazis no eran paganos, sino satánicos anticristianos. Igual que los sacerdotes del diablo, su problema era, precisamente, que creían pero que creían demasiado. Celebraban una misa negra, no por falta de fe, sino porque odiaban a Dios. A la manera de un grupo de religiosos rebeldes, querían invertir los cánones de la religión establecida.

En la tercera entrevista filmada aparecía Mina Perlman en su despacho de la École Pratique des Hautes Études. Su media melena rubia, su tez transparente, sus ojos azules, pequeños, intensos, rebosantes de inteligencia, revelaban un alma ardiente. Con su voz grave, Mina explicaba que, según ella, existía una conjunción teológica entre la Shoah y el Estado de Israel.

–Si el sionismo y el retorno de los judíos a su tierra son anteriores a la Shoah, para mí la creación del Estado de Israel después de la guerra es inseparable de la catástrofe -expuso Mina-. Auschwitz es el purgatorio y el Estado de Israel es la redención del pueblo judío, una primicia anticipada de los tiempos mesiánicos. El heroísmo de los primeros inmigrantes demuestra a las claras que el sionismo era una teofanía de la voluntad colectiva judía con respecto al Absoluto. Lo que quiero decir es que, de una manera o de otra, hay una redención posible, incluso después de las peores atrocidades.

La principal atracción del documental era, naturalmente, la entrevista con Carl Rudolf Schiller, que había sido filmada varios meses antes de su muerte, en Berlín. Fue un poco como una aparición; un fantasma resucitado. Yo recordé, de pronto, todas las veces que lo había visto hablar en coloquios y el asombro que me había producido el carisma de ese teólogo, ese tribuno que concitaba el entusiasmo de las masas, que tenía fe en Alemania después del destino siniestro que había infligido a este siglo. También rememoré nuestro primer encuentro en casa de los Perlman, seis años antes. Aquel incansable viajero, aquel hombre de firmes convicciones, aquel creyente, me había causado una gran impresión. Todo había acabado, sin embargo: él ya no existía y, por más que sus labios se movieran en la filmación, era otro Schiller, un falso Schiller, un Schiller que sobreviviría eternamente al hombre de carne y hueso, pero a fin de cuentas un Schiller de papel.

¿Qué decía? Decía que había que creer en Dios a pesar de todo. Ser como Job: amar por amar, sin compensación, amarlo todo contra todo, amar sin queja ni lamentación, desde el fondo de la injusticia, en el seno de las tinieblas, dar gracias a Dios y adorarlo sin motivo, sin condición, sin esperanza ni pesadumbre.

O tal vez dijera lo contrario: decía que escarnecía a Dios, que mientras viviera no dejaría nunca de proclamar su indignación y que, si Dios existía, tenía que estar a la fuerza ausente de la historia. Pero si era impotente, ¿quién era, entonces? La verdad es que ya no lo sé. Recuerdo más que nada haber visto que sus labios finos se movían tan pronto con rapidez como casi al ralentí; recuerdo sus ojos pálidos e inexpresivos que miraban al vacío o bien hacia mí, como si me sondearan; recuerdo su piel transparente, como un velo evanescente, cubierta sin embargo de manchas en las sienes, como si estuviera tatuada; recuerdo su rostro en un primer plano y a pesar de ello borroso, cada vez más lejano e incierto.

Hablaba con una voz extraña que parecía vacilar entre los graves y los agudos, una voz exaltada y temblorosa, con frases dichas a tirones, como si quisiera retener las palabras, o bien como si éstas se precipitaran hasta su boca antes incluso de que hubiera decidido articularlas, como si fuera necesario que hablara, que hablara sin freno, sin parar jamás.

La secuencia siguiente mostraba a Ron Bronstein, vestido con una camisa deportiva de color crudo y pantalón corto marrón, sentado con desparpajo en la terraza de un café de Jerusalén.

–Hoy ya no se puede decir que el Mesías ha venido. De igual manera, no se puede decir que Israel es la Redención después del sufrimiento, porque no hay sentido alguno en el sufrimiento, contrariamente a lo que afirman ciertos teólogos judíos y contrariamente a los llamados sionistas cristianos, que asimilan el regreso de los judíos a su tierra a una escatología cristiana, destinada a cumplir la profecía de la conversión última de los judíos al cristianismo. Yo sostengo que esta teología es antisemita porque celebra la formación de un Estado judío como piedra angular de una conversión que remite a la aniquilación de los judíos y al triunfo de Cristo. ¿Por qué los cristianos no acaban de hacerse plenamente cargo del Ahavat Israel, el amor incondicional del pueblo judío?

En ese momento se produjo un apagón. Unos segundos más tarde aparecía en la pantalla el rostro de Carl Rudolf Schiller; pero la calidad de la película era distinta. Era como de un vídeo doméstico malo. La imagen era turbia, la cámara se movía y se oían sólo numerosos chisporroteos.

En un primer plano, el hombre aparecía colorado y jadeante, como si estuviera furioso, a punto de salirse de sus casillas. Tenía los ojos desorbitados, inyectados en sangre. Parecía sufrir a causa de un violento esfuerzo.

Entonces la cámara se alejó y dejó ver el conjunto de la escena.

En la sala brotó un alarido.

A mi lado, oí una voz que murmuraba: «Un castigo, sí, un castigo divino.» No habría podido afirmarlo con certeza, pero me pareció que era la voz temblona del padre Francis.

Enseguida se encendió la luz. El servicio de orden se precipitó a la sala de proyección: la película había sido manipulada. Alguien había añadido una secuencia rodada en otro lugar, en otro momento, por un ojo que no pertenecía a los autores del documental.

Un verdadero delirio, una histeria colectiva se había adueñado de los presentes. Las caras expresaban estupor y repugnancia. Félix se hallaba en un estado indescriptible. Desplazaba febrilmente la mirada a todas partes, como si buscara algo a qué agarrarse. Parecía que los cabellos se le hubieran puesto de punta. Se diría que se había vuelto loco.

Lisa tenía los ojos desorbitados de pavor y los labios apretados, reducidos al filo de una hoja. De improviso se precipitó hacia los lavabos del fondo de la sala para vomitar.

Jamás olvidaré aquella visión. Dulce es el mal, gozoso es el mal para aquel que lo comete, aquel para quien la ejecución del designio funesto es un momento supremo, un deleite partícipe del absoluto.

La carne en las montañas, las virutas de hombres en los valles, la sementera abrevada con la sangre que fluye como en ríos, todas las visiones del horror permanecerán para siempre en el fondo de mis noches. Es el Abismo; el propio Abismo se puso de luto ese día nefasto, en lo más hondo de las tinieblas, la consternación era patente en los ojos de todos, el terror temblaba en las caras desencajadas: era la fosa de la que subía un grito amargo, terrible, era la fosa llena de cenizas y de amargura.

Capítulo 3

La escena sólo había durado unos minutos, el tiempo que tardó el servicio de orden en parar la proyección, pero todos los asistentes se quedaron clavados en los asientos, presas de espanto.

Carl Rudolf Schiller, atado a una silla, forcejeaba violentamente, tratando de zafarse de sus ataduras. Como no había sonido, no se podía saber qué decía, pero parecía alternar los gritos y las súplicas. Su cara presentaba la marca del terror.

De repente, una mano armada con un revólver se acercó a él: era el brazo inexorable de quien tiraba de los hilos de aquella macabra puesta en escena.

La mano apretó el gatillo. El hombre murió de un balazo en el corazón.

Entonces la misma mano se acercó, esta vez armada con un cuchillo.

Lo que pasó después entra en la categoría de lo indescriptible. No tengo palabras para encarar la verdad de ese acto.

La policía, que había cerrado las puertas del edificio, comprobaba las identidades.

Félix y yo, manteniéndonos un poco aparte de la multitud empavorecida, esperábamos a Lisa.

–¿Se han fijado en ese pequeño cuaderno tan extraño que había encima de la mesa cerca de Schiller? – murmuró alguien a corta distancia de nosotros.