El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

No era escuchimizado ni enclenque, ni tampoco era patizambo: transmitía una sensación de fuerza temible.

Después de la conferencia, Félix me llevó a hablar con el conferenciante, que todavía estaba sentado en el estrado.

–¿Podríamos hacerle unas preguntas, señor Bronstein? – preguntó Félix.

–Por supuesto.

Tomamos asiento cerca de él.

–¿Conocía usted personalmente a Carl Rudolf Schiller?

–Tuve varios encuentros con él. Como pueden imaginar, Schiller y yo no éramos amigos del alma precisamente.

–¿A causa de sus puntos de vista opuestos?

–Sí -confirmó Ron Bronstein-. La policía me ha interrogado ya sobre ese tema. Me peleé con él y no sólo con las armas del espíritu.

–¿Fue por una cuestión personal?

–No, no del todo… -respondió. Luego, tras un ligero titubeo, añadió-: Fue por su postura en el asunto del convento de carmelitas de Auschwitz.

–¿Qué pasó?

–Es largo de contar.

–Tenemos tiempo de sobra -dijo Félix.

–¿Ah, sí?

Enarcó una ceja, divertido.

–De acuerdo, pero debo decirles que aunque Carl Rudolf Schiller fuera mi enemigo, sigo pensando que no mereció ese fin tan… atroz. Todavía estoy afectado por la película de ayer…

Dejó vagar un instante la mirada.

–Todo comenzó en 1985. – Tomó el cigarrillo que yo le tendía-. Con la autorización de la Iglesia y del gobierno polaco, una docena de hermanas carmelitas se instalaron en el emplazamiento del campo de exterminio para abrir un espacio de oración consagrado «a las víctimas y a sus verdugos». Auschwitz se ha convertido, como muy bien saben, en el símbolo de la Shoah. Hay tres emplazamientos: Auschwitz-I, Auschwitz II-Birkenau y Auschwitz III-Monowitz. Pues bien, las carmelitas se instalaron en Auschwitz-I, donde al parecer murieron sobre todo polacos católicos, mientras que en Birkenau fueron mayoría los judíos… Esta clasificación es absurda, un calco de la propensión alemana a instaurar categorías.

»Enseguida se emprenden negociaciones en Ginebra entre las delegaciones católicas, uno de cuyos representantes es Carl Rudolf Schiller, y las delegaciones judías, en las que me encuentro yo mismo como mediador. Al final del primer encuentro, los católicos aceptan desplazar la instalación carmelita.

»Durante el verano de 1988, delante del convento que se suponía provisional, se erige una cruz de varios metros de altura en el sitio donde al parecer fueron ejecutados unos miembros de la resistencia polaca al principio de la guerra. Schiller declara lamentar la presencia de esa cruz erigida con nocturnidad, «por sorpresa», pero quiere hacer creer que no tiene autoridad para hacerla retirar. Diversos testimonios, avalados por fotos, demuestran que prosiguen las obras de renovación en el antiguo teatro donde debía instalarse el convento. Llega el mes de septiembre, la cruz sigue allí y las obras continúan.

»En la segunda reunión, en Ginebra, el ambiente es mucho más tenso. Los cardenales franceses prometen una vez más que retirarán la instalación. Yo, por mi parte, intento explicar a mis interlocutores que en Auschwitz se impone únicamente el silencio y que ninguna instalación religiosa, sea del signo que sea, puede tener acomodo allí.

»Entonces va Schiller y me suelta:

»-Nosotros rezamos por ustedes. Ustedes han sufrido porque son el siervo doliente.

»-Lo que pasó en Auschwitz no tiene ningún sentido -le contesté-. La implantación del convento sobre las cenizas de los muertos es un insulto a su memoria.

»-Pero si nosotros estamos aquí por amor a sus muertos…

»Entonces perdí el control, lo reconozco, y le dije que rebosaba amor por los judíos muertos y desprecio por los vivos, que amaba a los judíos, sí, pero sólo a los asesinados.

»El asunto del Carmelo fue remitido hasta el Vaticano. Los cardenales franceses se desplazaron a Roma para entrevistarse con el superior general de la orden carmelita. Después nos aseguraron que las monjas serían trasladadas a un nuevo convento. Sin embargo, 1989 concluyó sin que se hiciera nada.

»-Sería trágico -dijo Schiller-, que esto abriera una brecha entre católicos y judíos. Sería una gran desgracia.

»Poco después, con un pequeño grupo de judíos americanos, fui a meditar en el jardín del Carmelo, debajo de la cruz. Entonces nos agredieron los obreros que trabajaban en las obras. No sé si se imaginan bien la escena: unos judíos, a la sombra de la cruz, recibiendo una tunda de unos polacos en Auschwitz. Al día siguiente tenía que reunirme con ciertos miembros de la delegación católica, entre los que se contaba Schiller y éste va y anuncia la suspensión pura y dura de la aplicación de los acuerdos de Ginebra, en represalia, dice, por la actitud de los judíos, «que no han sabido comportarse». Entonces ya no me pude contener y le di un puñetazo en la cara.

»Aunque ahora lo lamente, no sé qué se podía hacer, díganmelo ustedes: ¿responder, argumentar, decir que habíamos tenido ya bastante paciencia y que debían largarse de una vez?

–¿Y no intervino nadie del Vaticano? – preguntó Félix.

Bronstein lo miró con una sonrisa irónica.

–¿Se refiere al Papa?

–Sí…

–El Papa no rechistó. ¿Quieren saber por qué?

Félix asintió con la cabeza.

–Porque auspició en secreto desde el principio la instalación del convento -contestó simplemente.

–¿Cómo dice? – pregunté yo.

–¿Les sorprende? ¿Creen que unas carmelitas iban a ir a instalarse tranquilamente en Auschwitz sin más, sin la autorización del Papa? O mejor dicho, sin la incitación del papa polaco…

–Autorización, quizás -admití-; pero eso no significa que la idea partiera de él.

–¡Escúchenme! Lo que digo, lo oí de labios del mismo Schiller…, que era amigo del Papa.

–¿Amigo personal? – inquirió Félix.

–Digamos más bien amigo político. El Papa apoyaba activamente a Schiller en su campaña electoral. En justa compensación, Schiller apoyó al Papa cuando éste tomó o ratificó la decisión de instalar un convento carmelita… al mismo tiempo que canonizaba a Kolbe y a Stein.

–¿Quiénes eran? – preguntó Félix.

–Maximiliano Kolbe fue un franciscano polaco que murió en Auschwitz. Según dicen, ocupó allí el lugar de un padre de familia en un calabozo mortal. También era un antisemita militante, que se definía como un «conversor de pecadores, herejes, cismáticos, masones y judíos». Edith Stein era una judía alemana que se convirtió y se hizo carmelita; murió en Auschwitz y fue beatificada en 1987. La Iglesia reconoce en ella el símbolo de la Shoah y a la vez a una mártir de la fe cristiana; en realidad, murió exclusivamente por sus orígenes judios, ya que las otras monjas de su convento no fueron deportadas. El antisemita canonizado y la judía conversa beatificada son una muestra del camino que hay que seguir… ¿Por qué todo esto?

Bronstein abrió una pausa. Encendió el segundo cigarrillo y prosiguió, exhalando el humo:

–Porque Auschwitz plantea el problema teológico más grave que se le haya planteado nunca al cristianismo: el problema del sentido del sufrimiento. La Iglesia tiene miedo y, en lugar de reflexionar sobre su doctrina, pretende apropiarse por todos los medios del sentido de la Shoah, igual que se apropió del destino de un tal Yeshuah crucificado por los romanos…

–¿Me permite que tome algunas notas? – consultó Félix, sacando su cuadernillo de periodista.

–Sí, sí, escriba si quiere… Llegué a las manos con Schiller, es verdad. Pero hablando sin rodeos, puesto que es lo que todo el mundo tiene en el pensamiento, no fui yo quien trucó el documental, ni fui yo quien mató a Schiller. Ni creo tampoco que el asesino fuera un antiguo superviviente.

–¿Por qué no lo cree? – preguntó Félix.

–Porque cuando pegué a Schiller, comprendí…

–¿Qué comprendió?

Calló un instante y clavó una intensa mirada en Félix.

–Comprendí que de tanto discutir con él, aunque fuera para contradecirle, me había convertido en un crápula. Me había embrutecido, ¿entiende? Un superviviente de los campos, por más dolido que estuviera por las declaraciones del teólogo, jamás le habría puesto la mano encima a un hombre. Antes se suicidaría; pero nunca podría cometer un acto que lo identificaría con el verdugo.

Nos reunimos con Lisa en el hotel, donde mantuvimos un pequeño conciliábulo. Teníamos pensado quedarnos en Washington unos diez días, pero como no preveíamos averiguar nada más y todos nos sentíamos bastante afectados, decidimos adelantar la fecha de regreso al día siguiente.

No me molestaba volver. Sin embargo, no sabía qué pasaría una vez estuviéramos en Francia. En Washington había tenido la oportunidad de alojarme bajo el mismo techo que Lisa, compartir todas las comidas con ella, verla de la mañana a la noche. Tenía la incertidumbre de si en París podría continuar hablando con ella y me aterrorizaba la idea de que desapareciese en la bruma, que se evaporase como una gota de agua, una perla de rocío.

Esa misma noche, sin decirle nada a Félix, me armé de valor y decidí ir a hablar con Lisa.

Antes de llamar a su puerta, me detuve un instante.

–Quiero que el corazón de la mujer que amo arda de amor por mí como arde este corazón en el hogar -murmuré.

De improviso, sonaron voces al otro lado de la puerta.

–No -gritaba Lisa-, te digo que no sospecha nada.

Agucé el oído.

–Que no -prosiguió-, no ha chistado al ver el nombre de Schiller. De todas maneras, le he dicho que era un error.

Capítulo 4

Desconcertado, di media vuelta y me dirigí a mi habitación. De pronto cambié de parecer y volví sobre mis pasos. No sabía aún si iba a pedirle explicaciones o que se casara conmigo, pero era imperioso que hablara con ella. Llamé con suavidad a la puerta y ella me abrió y me hizo pasar. La noté violenta. Iba desgreñada y parecía que tenía los ojos húmedos.

Su habitación estaba decorada, como la mía, en un estilo neorromántico; las sábanas y el papel pintado eran de color rosa pálido, igual que las cortinas.

Se sentó en la cama y me señaló un sillón que había delante.

Había llegado la hora de la verdad. Sentí que un viento de pánico me recorría la columna. Me vi invadido por un flujo incontrolable, un calor que me partía de la frente y me cubría todo el cuerpo.

Me había dicho a mí mismo que sería como la prueba de las oposiciones. De repente comprendí que no era un tribunal de viejos profesores lo que me aguardaba. Para disminuir el agobio de la intimidación, me quité las gafas.

–Lisa -comencé, temblando-. Quería verte… porque quería hablar contigo.

«Menuda introducción -pensé-. Banal a más no poder…»

Ella había pegado las piernas al cuerpo y se sujetaba las rodillas con los brazos.

–No, no es eso. En realidad, quería verte porque mañana volvemos a París y cada uno se enfrascará en sus ocupaciones. Y esta separación, de pronto, me aterroriza. ¿Cuántas horas tendré que pasar sin ti, sin tu gracia, tu belleza, tu finura, tus gestos, la dulzura de tu presencia?

«Vaya una enumeración -pensé-, insuficiente, pesada, convencional.»

–La relación de amistad que hemos desarrollado -proseguí- me complacía y, quiero que lo sepas, me complace todavía. Pero si he de serte del todo franco, mis sentimientos para contigo no se limitan a esa amistad.

«Por qué ese tono doctoral -me reprendí-. Es de una ridiculez absoluta.»

–Mira, quería exponerte tres ideas.

El plan en tres partes, me estaba embrollando… ¿Por qué me sentía tan incómodo, por qué temblaba como una hoja, yo, el maestro de la retórica?

–En primer lugar -continué-, quiero decirte que antes de conoceros, a tu familia y después a ti, ya me interesaba por los judíos. La verdad es que el pueblo elegido me ha fascinado siempre. Y luego hubo ese asesinato horrible, gracias al cual te conocí.

Un desarrollo lamentable.

Se produjo un silencio embarazoso. Yo no sabía si me miraba o no, ni tenía ningún indicio de lo que pensaba, y ella no hacía nada para disminuir mi incomodidad. Por suerte, gracias a mi miopía, delante de mí tenía sólo una masa vaporosa cuyo perfil borroso habría podido evocar a cualquier mujer, hombre o animal encogido sobre la cama.

–Lo que querría expresarte, Lisa -proseguí con voz ronca-, es que mis sentimientos con respecto a ti no carecen de cierta ambigüedad…