El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Capítulo 5

¿Cómo explicarlo? La carta de Félix fue para mí como una bocanada de oxígeno que me sacó de mi sopor. Seguía ahí, vivo y coleando. Me hablaba como antes. Pronto volvería y podría verlo al menos.

Aún tenía las llaves de su apartamento. Una mañana, por curiosidad, por ociosidad o por distraerme, decidí ir a su casa.

Al principio no noté nada especial. Su sala de estar en desorden conservaba las marcas de la vida de soltero: los puros a medio consumir se acumulaban en los ceniceros, la cama estaba deshecha, un ovillo desmadejado de ropa yacía sobre la cómoda.

Cerca de su escritorio, no obstante, me llamaron la atención una serie de cintas de audio. Eran de entrevistas con Wilheim Rege, el historiador alemán.

Rege era un discípulo de Heidegger que pretendía tener una «visión filosófica» de la historia. En realidad, lo que hacía era desviar la atención de la barbarie alemana, comparándola con los crímenes de los franceses, de los estadounidenses y de otros pueblos de todo el mundo. Además, identificaba constantemente al Partido Comunista con los judíos.

El era, como había explicado yo a Félix, el autor de un «alegato para la historización de la Shoah». ¿Por qué un alegato? ¿Contra quién lo había escrito? ¿Quién ve ese período demasiado en «blanco y negro», según su expresión? ¿De quién puede tratarse si no de los judíos? Me encantaría hacerle confesar lo que en el fondo se propone…

No es fácil ser los descendientes de quienes perpetraron la Shoah, decía Félix. Los alemanes tenían que vivir con aquella historia que ya no les pertenecía, puesto que se había convertido para el mundo entero en símbolo de la mayor depravación de la humanidad. Y ahora resultaba que querían desempeñar un papel importante en ese mundo para el cual eran el símbolo del Mal. ¿Cómo se podía conjugar aquello? ¿Cómo se podía firmar «la paz con la propia historia», cimentar un pueblo en torno a una identidad nacional tan problemática? Por fortuna, existían los historiadores, decía Félix. Los primeros que antes se habían apresurado a poner de relieve la especificidad de la Shoah volvían ahora la atención hacia lo que denominaban «la historización del nacionalsocialismo». Detrás de aquella pomposa fórmula se ocultaba la idea de que había que resaltar, más que las rupturas, las continuidades existentes entre la Alemania nazi y la Alemania posterior a la Shoah. Uno de sus ejemplos era el desarrollo de la política social del nacionalsocialismo, del que, según ellos, nació el concepto de seguridad social que aplicaría la República Federal en los años cincuenta: de este modo los fundamentos ideológicos del estado del bienestar hundían sus raíces en «el nacionalsocialismo».

La nueva historia alemana presentaba el nazismo como una respuesta a los cambios estructurales y a la modernización de la sociedad alemana, favorecida por diversas «reformas sociales negligidas durante la República de Weimar». Frente a esos adelantos históricos, argumentaban, el espíritu racista de la Solución Final no tenía tanta importancia como se había querido hacer creer.

Lo más curioso era que quienes habían contribuido en los años sesenta a la formulación de la teoría de la centralidad de la política antijudía y la especificidad de la Solución Final cambiaban de chaqueta y se ponían a realizar una crítica activa de esta visión; sostenían que el nacionalsocialismo era una reacción contra el bolchevismo. Retomando el concepto de «banalidad del mal», excluían el papel decisivo que tuvo la ideología de Hitler en la destrucción de los judíos de Europa. Algunos llegaban incluso a decir que Hitler había percibido la cuestión judía en «un contexto visionario», en términos de propaganda, y que no había depositado ningún interés personal en el desarrollo de las distintas etapas de la política antijudía.

–Hay que llevar a cabo -decía Rege en la cinta grabada por Félix- un reajuste de las mentalidades de los perseguidores y los perseguidos, que son a la vez víctimas y culpables. No olvide la labor que realizaban en Europa del Este los consejos judíos, los Judenräte, que a menudo se comportaban como verdugos con respecto a sus hermanos judíos.

–Sí -respondió Félix-. La cuestión de los Judenräte se ha convertido en tabú precisamente por la negativa a reconocer algo que es, sin embargo, cierto: las fronteras entre víctima y verdugo no son tan nítidas como parece.

–Esta perspectiva de relativización es la que aplico en el examen del régimen bolchevique. Conviene tener presente que los asesinatos de judíos llevados a cabo por el nacionalsocialismo no son algo único: existe una relación entre esa destrucción y la que perpetraron los rusos. Por otra parte, la destrucción de los judíos en la Solución Final no carece de precedentes: el periodo contemporáneo está plagado de este tipo de exterminio masivo. El asesinato en masa no fue inventado por Hitler y sus cómplices ni proviene de la ideología nazi y sus métodos; constituye una medida para precaverse del ataque del enemigo.

–¿Quiere decir que la Solución Final podría tener una explicación en las provocaciones de los propios judíos?

–Exacto.

–Esta polémica tiene, me parece, cierta relación con la actualidad: remite directamente a la cuestión de los desplazamientos de los palestinos, que recuerda la deportación de los judíos…

–Sí, eso demuestra sin lugar a dudas que los alemanes no eran los únicos culpables: todas las sociedades industriales modernas están amenazadas por la violencia inherente a la burocracia. A pesar de la disparidad de sus orígenes y de los objetivos que se propusieron, el sionismo y el nacionalsocialismo están tan próximos que la oposición frontal perderá su fuerza de convicción en el contexto de la historia. Estoy seguro de que la perspectiva histórica futura sabrá dar el paso y reconocer a Hitler como el verdadero creador del Estado judío.

–Yo también lo estoy -apoyó Félix.

Mientras escuchaba la grabación, me puse a inspeccionar con nerviosismo los otros archivos del ordenador de Félix. Encontré en uno de los directorios un documento titulado «Carl Rudolf Schiller» y otro identificado como «Jean-Yves Lerais». Los recuperé en pantalla y encontré una información exhaustiva sobre ellos, de su biografía a sus escritos más recientes. En el mismo directorio había otro archivo que me llamó la atención: tenía por título «Notas sobre el cuaderno marrón».

En el momento en que me introducía en él, sentí una presencia a mi espalda. Era él. Era Félix.

Capítulo 6

Yo decía que el historiador venía después de la batalla, que inspeccionaba los Archivos para trazar el inventario de los crímenes. A veces, sin embargo, el historiador es contemporáneo del Mal. Y a veces llega a tiempo de cometerlo.

–¿Qué haces? – preguntó Félix.

–¿Que qué hago? Intento comprender.

–¿Comprender qué?

–Por qué mataste a Carl Rudolf Schiller y por qué lo cortaste en dos. Porque no soportaste que estuviera en la vía de la redención, de la reunificación. Porque tú estás dividido, escindido. Te rebelas contra el nazismo, pero te fascinan las personas que le encuentran justificación. En tu plan diabólico, has fingido realizar una investigación cuyas claves conocías de antemano, hiciste que inculparan y condenaran a Jean-Yves Lerais en tu lugar, fabricando pruebas y efectuando declaraciones falsas.

»Pudiste ir a Roma, dejar la segunda parte del cuerpo de Schiller y volver para simular que lo habías encontrado y dirigir las culpas contra Lerais. Tú tenías el pase de la biblioteca. Pero lo peor es que te has aprovechado de mí para acompañarte y corroborar tus afirmaciones. Por eso no pudiste asistir al final del juicio de Lerais y desapareciste tan de repente, porque en ese juicio, Félix, debías ser tú el acusado.

»¿Actuaste solo? ¿O formas parte de una organización en cuya cúpula de dirigentes tal vez te encuentras? Detrás de tu profesión de periodista se esconde quizás una actividad secreta bien organizada y medida, con sus objetivos y procedimientos para lograrlos.

Entonces se echó a reír. Era una risa terrible, sarcástica, una risa casi alegre. La risa de Mefistófeles.

–¡Bravo! ¿Lo has descubierto tú solo o te ha ayudado alguien?

–No lo niegues, Félix. He visto los documentos que tenías sobre Schiller y Lerais.

–Ya sabes que me interesa ese asesinato. Preparé los dosieres para localizar al culpable.

–Acabo de encontrar la cinta de tu conversación con Rege.

–¡Ah, esa cinta! – exclamó-. ¿Esas barbaridades que dije? Eso era para animarlo a hablar… Es un método que utilizo mucho, ya lo sabes: fingir que comparto las posturas de esos cerdos para sacarles más información. ¡Y me dio buen resultado! Me dijo cada cosa… Y además, no eres la persona más indicada para hacer esas acusaciones, Rafael. Te pasas la vida reconstruyendo la génesis de la Solución Final; explicas que Hitler se cebó en los judíos a causa de la experiencia de la guerra y la derrota; dices que el nazismo y el antisemitismo no fueron la causa de la muerte de los judíos, sino la guerra, que Hitler no fue el causante de la muerte de los judíos, sino Estados Unidos, por haber tomado la decisión de entrar en conflicto; afirmas que Hitler, que no detestaba a los judíos, se vio obligado a matarlos y que la Solución Final fue un caso de legítima defensa. He leído tu tesis, ¿sabes?, y te escucho cuando me hablas.

»¿Te indigna lo que sostiene Rege? ¿No me dijiste un día que la historia se basa en la «familiaridad, la costumbre, la paciente confrontación de las analogías y las semejanzas, la adaptación al contexto» y que hay que, «mediante una mentalidad abierta, una voluntad de enriquecerse, salir de sí para entrar en el objeto y dejar que éste venga a uno»; que hay que «aceptar no interpretar lo mismo que se interpretaba antes, desdeñar todo prejuicio moral»? ¿No eres tú quien me ha enseñado que el historiador es el que simpatiza con su objeto de estudio? ¿No eres tú quien ha simpatizado con Hitler? Rechazas lo que denominas «la intelección fría». Apasionado por tu tema, te lo has apropiado por empatia, por una coincidencia de emoción, de sensación, por identificación. Tú eres el amigo de Hitler, Rafael, no yo. Tú has querido conocerlo, te has inmiscuido en su conciencia, en su cultura personal, en la estructura misma de su pensamiento, haciendo entrar en juego las afinidades psicológicas que debían permitirte imaginar, sentir, comprender sus sentimientos, sus ideas, su comportamiento. Tú lo has escuchado, lo has dejado hablar en ti, a través de ti.

–Para, Félix. Esta vez no me engañarás. Eres tú el que lleva un doble juego, tú eres el asesino.

Sentí que unas gotas de sudor frío me bajaban por la espalda. El corazón se me salía del pecho.

¿Lo soñé? ¿Olvidé lo que de veras ocurrió? ¿Le descargué un puñetazo? ¿Me devolvió él el golpe?

No sé. Ya no lo sé.

Conservo el recuerdo de un combate cuerpo a cuerpo en el que invertí toda mi rabia, la energía de la desesperación, como un último arranque de voluntad en un momento en que me hallaba tan debilitado. Tengo la impresión de que le golpeé con los puños crispados, con mis músculos atrofiados, que pegué a aquel a quien tanto había querido y admirado, que lo aporreé con odio, con ardor y ferocidad. Sí, recuerdo una lucha, una lucha sangrienta, una lucha a muerte en la que ambos sabíamos que habría un ganador y un perdedor, para siempre: yo no podía seguir estando en el mismo sitio que él.

¿Me golpeó él a su vez, con todas sus fuerzas, con toda su cólera? ¿Le respondí con todo mi rencor, contenido desde hacía meses? ¿Peleé por mi mujer, mi hijo y mi vida devastada, rota en mil pedazos?

Creo que me magulló el vientre a patadas, que yo le torcí el cuello, se lo apreté hasta dejarlo sin respiración, hasta sentir que se ahogaba.

Quería verlo tendido a mis pies, en medio de su sangre oscura, sus visceras y sus carnes blandas. Quería que se desparramara, que su cuerpo quedara despedazado, deshecho. Quería aniquilarlo, acabar con él con mis propias manos.

Me parece que se soltó asestándome un puñetazo en la cara, pero no estoy seguro.

Me desmoroné en el suelo.

–Cálmate, ¿de acuerdo? – dijo-. Escúchame.

–No, Félix, no merece la pena…

–¿No quieres darme ni una sola oportunidad de explicarme?-pidió.

Vacilé. No hay que dialogar con el Mal. Lo observé un momento.

–Te escucho -dije.

–¿Me dejas hablar? – quiso cerciorarse.

–Te escucho -repetí.

–¿Estás tranquilo?