El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–¿Significa eso que los nazis criminales de guerra ponían en práctica las órdenes de sus superiores, como si el daño que hacían fuera inconsciente o, en cierto modo, involuntario? – pregunté.

–No, no lo creo. Estoy segura de que el ejecutor, el que participaba en el proceso de destrucción de los judíos, tenía plena conciencia de lo que hacía y obraba con conocimiento de causa. Lo que efectuaba no era el cumplimiento de una norma cuyos pormenores desconocía: el ejecutor es un actor que opta por la mala acción, pero que recurre a la autoridad para justificarse. Yo, por ejemplo, sabía que obraba mal. Pero estaba bajo el influjo del extraño poder de la ciencia, al que todo el mundo se somete como a una fuerza incontestable, un ideal absoluto, que disocia los medios de los fines. Cuando una persona situada en una posición superior de la escala jerárquica dicta lo que hay que hacer, la conciencia moral del sujeto se difumina ante objetivos del tipo «intereses de la investigación» o «necesidades de experimentación». En el caso de Milgram, esa «conciencia de sustitución» aflora con rapidez -los experimentos no duran más de una hora- y, sin embargo, su eficacia es muy grande.

–Sí, claro, exacto -dije-, el mal escinde en dos: a eso es a lo que yo llamo el Diablo. Seguro que usted, por ejemplo, después del experimento volvió a su casa, dispuesta a abrazar a su marido e hijos y a jugar con el perro. Lo que quiero decir es que el mal no se produce sólo cuando las personas dejan de pensar, por ejemplo en el caso de una multitud presa del pánico. No es que la humanidad esté en el lado de lo racional y la inhumanidad en el de las pulsiones incontrolables. Sería demasiado simple si así fuera. El mal no utiliza solamente los instintos y las pulsiones: argumenta con la razón, busca justificaciones. Los que obran el mal encuentran siempre motivos para hacerlo, se convencen a sí mismos y persuaden a los demás.

–¿Se refiere al Mal, al Mal absoluto? – inquirió Tilla.

–Hitler no encarna el mal ordinario -le contesté-. Algunos han afirmado que en su presencia experimentaban una especie de escalofrío, de horror sagrado. Tenía el carisma suficiente para despertar los demonios de los hombres por medio de una especie de contagio. No temía los atentados, se sentía protegido… Igual que el Anticristo: construyó una iglesia, organizó e instituyó un clero; y se invistió a sí mismo como Dios.

–Rafael -me interrumpió Lisa-, ¿no puedes parar un poco con tus obsesiones?

–No -disintió Béla-, es interesante. Déjalo que siga.

–Antes de 1939 -proseguí-, la mayoría de los hombres sabía que Hitler preludiaba un desastre inminente y, sin embargo, nadie lo contuvo. El lugar donde nació, Braunau am Inn, tenía fama de ser la ciudad de los videntes y el ama que lo crió fue nodriza de un vidente célebre, Willy Schneider. Más tarde fue iniciado por Dietrich Eckart, un mago que practicaba el magnetismo y la magia y que le enseñó cómo subyugar a una multitud. Al verlo en las películas de la época se aprecia su expresión demoníaca. La gente decía que tenía un poder magnético. ¿Acaso el nacionalsocialismo no era más una religión que un movimiento político?

–¿Una religión satánica, quieres decir? – preguntó Béla-. ¿Crees que Hitler era el Diablo?

–Ni siquiera se sabe cómo desapareció -continué.

–Se suicidó al final de la guerra con su amante Eva Braun -me atajó Lisa, al tiempo que me lanzaba una mirada severa-. Murió el 30 de abril de 1945, se disparó un tiro e hizo que sus generales quemaran su cuerpo.

–Sí, ya lo sé, eso es lo que cuentan -respondí-. Pero ¿quién lo sabe con certeza? Nunca encontraron su cadáver. Se evaporó, se volatilizó… El 30 de abril es la noche de Walpurgis, la gran fiesta del satanismo. Nadie vio lo que ocurrió. Los generales que estaban con sus esposas en el bunker oyeron unos disparos, entonces Axmann, el dirigente de las Juventudes Hitlerianas, entró en la habitación donde estaban Hitler y Eva Braun y salió con un cadáver envuelto en una sábana, supuestamente el del Führer, y otro sin cubrir, el de su amante, con la que se acababa de casar. Hitler había previsto que se utilizaran ciento ochenta litros de gasolina para la cremación. Incluso con tal cantidad de combustible, debería haber quedado algo; sin embargo, por más que se registró el jardín, nunca se encontró ningún hueso.

–¿Adónde quieres ir a parar? – preguntó, cada vez más exasperada, Lisa.

–¿Y si Hitler hubiera huido? – me apresuré a responder, después de tragar saliva-. ¿Y si aún estuviera con vida?

–¡Tú estás loco! ¡Loco de remate! – gritó Lisa-. Este asunto te está trastornando.

–Hay que buscar el mal en lo humano y no en lo demoníaco -dijo Tilla-. Usted, que es historiador, debería saberlo ya.

–Sí -la apoyó Mina-, así es como vemos nosotros las cosas: en el pensamiento judío, Satán es el ángel malo que acompaña a todos los hombres; es una fuerza que trata de hacernos cometer actos malvados, que actúa mediante el engaño. No es una entidad cósmica, sino una tendencia que existe en el interior de cada uno.

–¿Y la serpiente del jardín del Edén? – repliqué-. ¿No es una fuerza cósmica, exterior a Adán y Eva?

–El jardín del Edén es un enigma para todos los teólogos. ¿Por qué creó Dios a la serpiente tentadora con anterioridad al hombre? ¿Por qué hizo al hombre falible? ¿Y por qué creó el mal? ¿Por qué comieron Adán y Eva del fruto del árbol prohibido? ¿Cómo se puede aceptar un mito que indica que la falta suprema se halla en el conocimiento?

–En la razón humana, más bien -matizó Tilla-, que cree poder alcanzar la verdad absoluta y que está dispuesta a todo para conseguirlo.

–Y después de esa falta -dijo Mina, lanzándome una mirada significativa-, queda la vergüenza de quien comprende y esconde lo que ha descubierto detrás de hermosos razonamientos.

–¿Se refiere al historiador? – contesté, herido en lo más hondo-. Siempre me ha sorprendido la falta de interés que tienen los judíos por la historia. Parece que para ellos la historia es como una mujer de dudosa reputación que toleran de vez en cuando, pero a la que nunca acogen sin reticencias.

–Es algo recíproco, ¿no? Los historiadores se encargan de enterrar los mitos, comparándolos, denunciando su historicidad, inscribiéndolos en su contexto, explicándolos, en resumen.

–Nuestro objetivo es comprender, no juzgar -repuse-. Nosotros no creemos que se pueda llegar a un estado de estasis, de ausencia de historia, por medio de la observancia de una ley atemporal que proteja del fluir de los años.

–Es cierto -reconoció Mina-. En el fondo, tiene razón: no nos interesa la historia, sino la memoria.

–Pero es en la memoria donde se cuela Satán -dije-. La visión del combate cósmico de las fuerzas del Bien combatiendo a las fuerzas del Mal deriva en un principio de los orígenes apocalípticos judíos. La desarrollaron unos grupos sectarios que fundaron una cosmología partida, con una revisión radical del monoteísmo.

–La visión del mundo dualista nació de estas sectas marginales. Marcos cuenta la historia de Jesús como un conflicto entre el espíritu de Dios y el poder de Satán, cada uno de los evangelistas invoca esa dicotomía apocalíptica para caracterizar las disensiones entre los discípulos de Jesús y las otras tendencias del judaismo. La gnosis es un pensamiento fundado enteramente en el combate entre Bien y Mal, entre Dios y Satán, que la teología cristiana, después de haberlo combatido con violencia, retomó como propio. Más tarde, al fundar el protestantismo, Lutero reconoció a los agentes de Satán en todos los cristianos que habían permanecido fieles a la Iglesia católica romana, así como en los judíos que se negaban a reconocer en él al Mesías. Lo que quiero decir, Rafael, es que el peligro no está en Satán, sino en la satanización del otro, que origina su exclusión.

–Pero Satán existe entre los judíos, ¿no?

–Sí, pero es consejero de Dios y no una potencia rival. Se dice que forma parte de la corte divina. Es el tentador, como en el Libro de Job, el que impulsa a Dios a poner a prueba al hombre.

–Y ¿al final, quién gana? ¿El hombre o el Diablo?

–El hombre, gracias a su rectitud.

–Pero el Job victorioso habrá perdido a toda su familia en la tormenta -objetó Lisa-. ¿A eso le llamas una victoria?

–Dios acaba dándole otra familia -respondió Mina.

–¡Pero es absurdo! ¿Cómo se puede creer que sean sustituibles una mujer, unos hijos? ¡Dios debería haber resucitado a los otros!

–Es verdad -admitió Mina-. Desde el punto de vista del individuo, los nuevos hijos de Job son una absurdidad, pero desde el punto de vista de la comunidad, la resurrección de una nación es posible, a condición sin embargo de que…

Se interrumpió de pronto y se produjo un silencio.

–¿A condición de que esa nación no incurra en matrimonio mixto? – dijo Lisa en tono glacial.

Mina calló, con expresión repentinamente ensombrecida.

Entonces Béla, que estaba a mi izquierda, se inclinó hacia mí y murmuró:

–A propósito, ¿parece que mi hermanita está encinta?

–Sí, ¿estás enterado?

–¿Cuánto tiempo, dos meses?

–¿Que está encinta? Sí.

En sus ojos relumbró un destello de odio.

–No, para que dé a luz.

–¿Qué quieres decir, Béla?

–¿De veras crees que ese crío es hijo tuyo?

Sentí que se me crispaban los puños bajo la mesa. Le dirigí una mirada furibunda sin responder. Tuve que hacer un esfuerzo inmenso para controlar la cólera que estallaba dentro de mí.

Como un niño mal educado, no me quitaba la vista de encima.

Miré a mi alrededor. Nadie parecía haber oído aquella provocación. Nadie a excepción de Samy, que nos observaba sin perderse nada de lo que se decía.

–¿Has dejado de tener problemas con la policía desde que detuvieron a Lerais? – dije a Béla, a modo de venganza.

Todas las miradas convergieron en mí de inmediato. Las otras conversaciones habían cesado mientras tanto; todos habían oído mi pérfida pregunta.

–Lo que quería decir -balbucí- es que quizá Jean-Yves no sea el culpable. Siguen sin encontrar el cuaderno marrón en su casa. Ésa es la única prueba de peso que podría acabar de acusarlo.

–O de absolverlo -señaló Lisa con vivacidad-. Mamá, creo que es hora de que le digas a Rafael lo que sabes a propósito de ese cuaderno…

–Creo conocer -comenzó a hablar despacio Mina, tras observarla un instante- la procedencia de ese cuaderno marrón.

–¿Sí? – dije.

–Cuando estaba en Auschwitz -continuó Mina-, mi madre me habló de un cuaderno que le habían confiado. Lo había escrito un hombre, un alemán que se había inscrito voluntario en la SS con objeto de saber lo que pasaba, de conocer para actuar desde el interior. Trabajaba en el campo de exterminio y contó lo que vio, lo que oyó y lo que comprendió…

Se produjo un incómodo silencio.

–¿Y qué comprendió? – me aventuré a preguntar.

–Lo que comprendió… el Mal, Rafael. Ese cuaderno contiene la verdad sobre el origen del Mal.

Pasó un ángel.

–¿El origen del Mal? – dije-. Pero ¿qué significa eso?

–Mi madre era una mujer muy sabia. Cuando mi padre, que era rabino, murió, antes de la guerra, lo sucedió en sus funciones. La gente acudía a pedirle consejo. Y después, en Auschwitz, ocurrió igual. Cuando ese hombre fue a verla, estaba ya sin fuerzas. Le dijo lo que contenía el cuaderno y le pidió que lo guardase. Poco después se enteró de que se había suicidado. Entonces ella enterró el cuaderno en su barracón.

–¿Leyó usted el cuaderno?

–No, nunca. Lo vi cuando ella me lo enseñó, pero nada más.

–¿Nunca sintió deseos de ir a buscarlo?

–Nunca he vuelto al campo.

–Pero ¿está segura de que el cuaderno de la filmación es el mismo que el que le dio ese hombre a su madre?