El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Es muy raro -comentó al cabo de unos minutos-. No parece que hayan pasado más de tres días desde que mataron a este hombre.

–¿Qué? ¿Cómo dice?

–Puedo certificarle que, dado el grado de putrefacción, a este hombre lo mataron hace tres días como máximo -repitió.

–Pero ¿entonces? No se tratará de…

–No, no. Se trata de Schiller. No hay duda, de acuerdo con la descripción que tengo de él.

Tras secarse con un pañuelo las manos impregnadas de sangre coagulada, extirpó una fotografía de su bolsillo y me la enseñó. Yo le eché una breve ojeada: entre el rostro que tenía ante los ojos y la masa desparramada a mis pies quedaba ya bien poco en común. Satisfecho con la comparación, Ferrara volvió a ponerse manos a la obra. Procedía con una concentración extrema. El sudor le resbalaba por la cara. Yo le observaba, cada vez más estupefacto. De pronto, como si hubiera reparado en mi turbación, levantó la cabeza y dijo:

–Antes de trabajar para el servicio de información, daba clases de medicina… Este tipo de cosas no me impresionan.

A las siete de la mañana nos trasladamos a la comisaría de policía, donde permanecimos casi hasta mediodía. A la salida nos asaltó una multitud de periodistas que nos acosaban con preguntas en todos los idiomas. ¿Era efectivamente el cadáver de Carl Rudolf Schiller? ¿Desde cuándo se encontraba allí, en Roma? ¿Por qué se había localizado una parte del cuerpo en Berlín y la otra en Roma? ¿Había alguna conexión con la Segunda Guerra Mundial? ¿Por qué nadie había topado con la otra mitad del cuerpo? ¿El cadáver se había conservado de forma milagrosa, o lo habían mantenido en una cámara?

Félix y yo conseguimos esquivarlos metiéndonos en un taxi que nos condujo al hotel.

Por la tarde fui a la basílica de San Pedro. Quería volver a ver la Pieta, como si quisiera saciarme de pureza después de una noche ensangrentada. La primera vez que la vi, hace ya mucho, me había quedado arrobado durante varios minutos, sin poder apartar los ojos de aquel rostro de mármol blanco en el que se plasmaba la expresión más pura que había contemplado hasta entonces. Aquella vez, al observar aquellos ojos de mirada abatida, aquellos labios discretos, aquel hoyo en la barbilla y aquella frente noble, lo comprendí: era ella, era Lisa. Mi reminiscencia, mi amor, mi diferencia.

La observé con atención. Con los párpados entornados, parecía mirar algo situado más abajo. La boca cerrada no dejaba traslucir nada, ni tampoco la palidez de su semblante: la Pieta estaba feliz, sosegada. Su frente no presentaba ninguna arruga de dolor, en sus ojos no había lágrimas y en su boca se adivinaba un esbozo de sonrisa: la Pieta contemplaba el corazón maltratado de su hijo y se enorgullecía de él. Lo sostenía con orgullo, y la lasitud que siempre había creído advertir en ella se me apareció por fin con su verdadera cara: el consuelo. La Pieta admiraba a su hijo muerto, se admiraba de admirarlo. Se pasmaba ante el horror, deslumbrada, fascinada. La Pieta velaba sobre Roma, era la reina plácida de la Roma violenta, la de las arenas y los arcos de triunfo donde debían ser humillados los vencidos, la Roma de las guerras y los gladiadores, Roma sanguinaria, Roma de las tormentas, cuando de las entrañas de la tierra suben curiosos vapores, cuando el Tiber, negro como el azabache, separa con sus remolinos la ciudad del campo, y Roma, encendida bajo el relámpago, hace surgir a los muertos de sus ruinas, miserere, y en sus mosaicos se pinta la belleza del Terror, ese sublime bárbaro, en el que unos cuerpos despedazados se pasman de placer. Es Cristo, cuyos pies tocan el suelo mientras su cabeza alcanza las bóvedas de las iglesias, Cristo es quien preside estos escombros donde medran las zarzas y en cuyos muros agrietados supuran las llagas, puesto que aquí todo es cristiano, incluso el paganismo: el sufrimiento tomó posesión del país desde los tiempos en que las llamas devoraban la mitad de la ciudad, cuando los acusados del incendio fueron castigados por las fechorías que no habían cometido. Su ejecución se produjo en medio de actos deportivos: los revistieron de pieles de animales salvajes y fueron despedazados por los perros. Como les habían prohibido el acceso a los cementerios, los cristianos enterraron a sus muertos en lugares secretos.

Allí, bajo tierra, en las catacumbas, ofrecieron sepultura a los cadáveres mutilados, pues pensaban que el cuerpo estaba destinado a revivir y a compartir la inmortalidad del alma y creían preciso otorgarle por tanto un asilo. Excavaron inmensas galerías, que formaron una vasta necrópolis debajo de la tierra, se calcula que hay seis millones de muertos allí enterrados. Seis millones de muertos cobijados en los nichos estrechos, maternales, humanos, cada uno con su placa, su nombre, imagen del vínculo entre los vivos y los difuntos. Seis millones de muertos en un refugio, una casa familiar, bajo las callejuelas de Roma. Seis millones de tumbas esculpidas, forradas de musgo y de liquen: sólo el dedo permite a veces reconocer sobre el granito una forma, un personaje, una letra, dos, tres y luego un nombre. Esas inscripciones, que trataban de proteger al difunto contra la profanación de su tumba, acompañaban a su imagen como los guardas custodios de su alma, en su viaje hacia los misterios del mundo invisible. En la Roma humana, todavía era posible reagruparse.

Era la hora de las vísperas. Cuando retumbaron las campanas, sentí, sentí, sí, la presencia del Espíritu. En Estrasbrugo la tenebrosa, donde mil veces contemplé la bóveda rosada y el ábside macizo de la catedral, nunca había experimentado un sentimiento comparable: la mujer que representaba a la Iglesia en arenisca tenía los rasgos demasiado duros para producir emoción alguna y yo prefería incluso la estatua que aquella tenía delante, la Sinagoga de ojos vendados, de rostro más dulce y radiante que el de la inmensa institución: no era más que un corazón de piedra en lugar de un corazón de carne.

La pálida luminosidad del cielo, los cirios blancos de los comulgantes, las salmodias que traía el viento de conventos alejados atestiguaban sin quererlo Su Majestad. En todas partes estaba Él: en la capilla subterránea y en las momias; en los esqueletos, los fémures, los omoplatos, las pelvis, en los cráneos que descendían desde los techos, en El martirio de san Sebastián, en el que los verdugos prevalecen sobre los ángeles, en el éxtasis de santa Teresa de Bernini, desmayada de amor, con los ojos entornados, de dolor y de gozo. El Espíritu estaba allí y me miraba igual que un ojo, un ojo candente, un ojo abrasado, abrasado por la ardiente cólera, cólera que olía a ceniza.

Al día siguiente, 3 de abril de 1995, el último episodio del caso Schiller aparecía ventilado en toda la prensa.

En el avión que nos conducía de regreso a París, Félix me confió el descubrimiento que había realizado por la noche. Había vuelto a ver al padre Francis y al final habían «congeniado».

–¿Congeniado? – exclamé con asombro-. ¿Y qué más?

–¡Pues que los tengo, hombre!

–¿El qué?

–¡Los números de la caja de seguridad, qué va a ser! Después de pasarse toda la velada despotricando contra los judíos, el padre Francis me tomó cariño y me dio los números. Y para postre, aclaré el misterio de la desaparición transitoria de Álvarez Ferrara anoche.

–¿Dónde estaba?

–Pues resulta que nuestro querido Ferrara había vuelto ni más ni menos que a casa del padre Francis. Tuvo exactamente la misma idea que yo: quería obtener los números de la caja. Pero por lo visto no aplicó el método correcto…

–¿Y en qué consistía ese método?

–Cuando vi al padre Francis ayer, tenía unos cuantos cardenales bastante feos… y le faltaba un dedo.

Capítulo 5

En cuanto llegamos a París, nos desplazamos sin perder un instante al distrito VII, donde se encontraba el banco.

Retiramos de la caja un dosier que nos llevamos a mi casa. Félix lo abrió febrilmente. Contenía viejos papeles parecidos a los que se examinan en los Archivos. Los tomó con delicadeza y comenzó a ojearlos.

–¡Por todos los demonios! – exclamó-. ¡Mira, mira!

Tomé los papeles que me tendía. Y entonces, lo reconozco, me invadió el asombro.

No nos dio tiempo a disfrutar a nuestras anchas del descubrimiento.

Alguien llamó a la puerta: era Lisa. Félix se eclipsó discretamente y yo me quedé solo con ella.

–Me he enterado de lo del cadáver -dijo con voz angustiada-. Ha salido en todos los periódicos.

Encendió un cigarrillo con la vela que había encima de la mesa. La llama le perfiló la cara de una manera especial; las pestañas negras, la boca realzada por un pintalabios discreto, los pómulos rosados y sus gestos lentos le daban un aire casi irreal. Bajo la palidez de la piel se distinguía la red azulada de las venas, que parecían latir más rápido de lo normal.

Se me quedó la mirada prendida de sus manos, de los larguísimos dedos cuyas uñas reflejaban el suave resplandor de la vela, multiplicando por diez su apagada luz.

–¿Y tú? – pregunté-. ¿Conocías a Schiller? ¿Tuviste relación con él?

La mirada se le tornó opaca.

–No -contestó al cabo de un momento-, no lo conocía. Lo había visto en casa de mis padres, eso sí.

–¿Sólo eso, de verdad?

–Sí.

Mentía. ¿Por qué? ¿Qué ocultaba?

–¿Cómo se explica entonces que conozcas tan bien sus teorías?

–Mi madre me ha hablado de ellas.

–Lisa -dije después de tragar saliva con apresuramiento-, es preciso que me digas la verdad. ¿Desde cuándo conoce tu padre a Schiller?

–Desde hace mucho, creo.

–¿Cuándo se conocieron?

–No sé. Ya sabes que mi padre no habla mucho… Pero ¿por qué me haces todas esas preguntas?

Alzó la mirada hacia mí y yo la observé con atención. Tenía sueño atrasado. Las mejillas hundidas y unas terribles ojeras orlaban sus ojos grises.

¿Qué había debajo de aquellos indicios? ¿La angustia retrospectiva por haber vivido con un asesino? ¿O tal vez seguía ligada aún a su antiguo novio? ¿Le quería todavía?

–He ido a ver a Jean-Yves -anunció por fin, con ademán fatigado.

–¿Dónde? ¿Cuándo? – interrogué, con cierta precipitación.

–A la cárcel. Hoy.

–¿Y bien? ¿Qué te ha dicho?

–Dice que es inocente. No entiende nada de lo que pasa.

–¿Y la mitad del cadáver encontrada en la École de Rome?

–Cree que es un montaje.

–¿Y tú?

–Me niego a pensar que Jean-Yves haya hecho algo semejante.

–Lisa -reclamé, mirándola a los ojos-. Respóndeme con franqueza. ¿Lo amas todavía?

Se produjo un momento de silencio.

–Es complicado.

–¿Qué quieres decir?

–Últimamente no le veía a menudo. Habíamos roto hacía varios meses, pero… la separación no fue fácil.

Le serví un vaso de whisky y saqué un cigarrillo. Tras demorar la mirada en su imagen reflejada en el fondo del vaso, engulló su contenido de golpe, como ya le había visto hacer antes.

–¿Por qué rompisteis? ¿Qué pasó?

–Nos enfadamos.

–¿Cuándo? – pregunté.

–Hace unos meses -respondió, lanzándome una mirada de reojo-, tuvimos una discusión. Yo le había pedido que reflexionara sobre ciertas cosas… También por eso se fue a Italia. Yo esperaba su respuesta desde entonces…

Hundió la cabeza entre las manos y añadió, con un sollozo:

–Me siento culpable, ¿entiendes?

Me miraba intensamente con sus ojos apagados, como si me implorara algo.

–¿Culpable de qué?

–De haberle hecho daño. De no haberle demostrado suficiente comprensión. De haber pecado de impaciencia. De haberlo mandado lejos de mí, en lugar de resolver el problema con él… Estoy convencida, totalmente convencida, de que habríamos podido encontrar una solución… No era malo. Era un idealista… Hablaba de mayo de 1981 como de uno de sus más bellos recuerdos de juventud.

Apuré con nerviosismo el cigarrillo. Me temblaban las manos.

–¿Por qué rompisteis, Lisa?

–Es largo de contar…

–En el fondo, prefiero que no me lo cuentes -decidí bruscamente.

Había comprendido que, a causa precisamente de la detención, Lisa revisaba toda su relación con melancolía. Rememoraba el pasado, adornaba los recuerdos, magnificaba al hombre. Se decía que no había sido buena con él. Se hacía reproches. Se entregaba a la lamentación y a la añoranza.