El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–¿Y sabe usted, señor Bronstein, por qué Carl Rudolf Schiller había cambiado de actitud?

Se produjo un momento de silencio. Ron Bronstein parecía extremadamente turbado.

–Le recuerdo que ha prestado juramento -señaló el abogado-. De ello se desprende que está obligado a responder a mis preguntas y a decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

–Carl Rudolf Schiller había cambiado de actitud porque se había enterado de que era judío.

Se produjo una algarabía en la que se mezclaban la sorpresa y la confusión. Un remolino, una suerte de gran oleada, recorrió la sala de un extremo a otro. ¿Carl Rudolf Schiller era judío? ¿Cómo era posible? En todos se repetía la misma sorpresa, la misma pregunta, la misma estupefacción. El promotor del convento de Auschwitz, de la gran cruz en lo alto del campo, el protagonista del asunto Crétel, el amigo del verdugo, ¿era judío? ¿Qué sentido tenía aquello?

El presidente descargó unos cuantos mazazos, reclamando silencio.

–¿Carl Rudolf Schiller era judío? – prosiguió el abogado.

–Era judío -confirmó Bronstein.

–¿Puede explicarnos mejor esta cuestión?

–Yo sabía que era huérfano. Mientras realizaba unas indagaciones sobre mis padres, descubrí que durante la guerra lo habían escondido en un convento. Lo dieron por muerto, como a sus padres y como a su hermano, pero su madre, que estaba encinta cuando la deportaron, había conseguido ocultarlo y dar a luz en el campo, el 27 de enero de 1945. Nació el día en que murió su hermano; por eso Lisa Perlman encontró su nombre en aquella lista de niños desaparecidos. Le habían puesto el nombre de su hermano. Después de la guerra y de la muerte de su madre, una mujer polaca se llevó al pequeño para salvarlo y dejarlo con las monjas, que lo educaron en el cristianismo.

–¿Carl Rudolf Schiller no tenía conocimiento de estos hechos?

–No.

–Entonces -planteó el abogado-, ¿fue usted quien los sacó a la luz?

–Sí.

–¿Porqué?

–¿Por qué? Creía que era importante que ese personaje público, ese político, viera claro en el fondo de sí.

–¿Eso era todo?

–Buscaba también un punto débil en su biografía que me permitiera…

–¿Cerrarle la boca con ocasión de sus altercados?

–¡No! Yo no utilizo jamás esa clase de métodos en público. Sería vulgar. Pero sí quería hacerle reflexionar. No dejaba de toparme con él en mi camino y siempre me preguntaba qué se podía hacer para que comprendiera mejor lo que pasó…

–¿Cuándo le puso al corriente de que era judío?

–Un mes antes de su asesinato.

–¿Y notó un cambio de actitud después de esa revelación? – Me llamaba a menudo por teléfono para recabar información. Revisaba toda su vida, tenía remordimientos. Estaba bastante afectado. ¿Sabe? – añadió con aire pensativo-, si yo fuera religioso, diría… que estaba en la vía de la salvación.

–¿Cree usted que Jean-Yves Lerais, aquí presente, podría haber tenido acceso a esa información, que tuvo unas consecuencias palpables sobre Schiller?

–No lo sé -respondió-. No tengo la menor idea.

Lisa revolvía con nerviosismo en el interior de su bolso, en busca de su cajita marrón.

–¿Sigues con los calmantes? – le dije en el momento en que la abría.

Me lanzó una mirada terrible. La tonalidad gris verdosa de sus ojos se había oscurecido, invadida por una luz negra. Su párpado derecho se agitó con una palpitación convulsiva.

–Ya no estás en condiciones de prohibirme nada de nada, Rafael -contestó en tono cortante.

–Lisa, cálmate, por favor.

–Eres tú quien debería calmarse, Rafael. Si este juicio te perturba, no tienes obligación de asistir, ¿está claro?

–No, no está claro.

Sostuve su mirada desafiante. ¿Por qué estaba tan tensa? ¿Era por la presencia de Jean-Yves Lerais en el banquillo? ¿Y cómo habíamos llegado ella y yo a ese punto?

¿Qué había ocurrido entre nosotros para llegar a aquello? ¿En qué plomo vil se había convertido el oro puro?

Capítulo 3

La declaración de Bronstein había dejado perplejos a todos los presentes. Una vez levantada la sesión, me quedé a hablar un momento con el padre Franz.

–Tengo la impresión -comentó- de que a nuestro amigo no se le presentan bien las cosas…

–¿Usted cree?

–Sí. Algunos testimonios son bastante abrumadores, sobre todo viniendo de personas próximas… Además, Bronstein acaba de revelar un motivo creíble para el asesinato de Schiller.

–¿Cuál?

–El antisemitismo, si Lerais estaba enterado de que Schiller era judío.

–¿A través de Lisa, quiere decir…?

–Por ejemplo.

–Pero ¿usted cree que es culpable?

–No, ya sabe que no.

–No sólo hay cada día más sospechosos, sino que la propia víctima se vuelve múltiple e inaprensible. ¿Quién mató a Carl Rudolf Schiller?

–La pregunta es más bien ésta: ¿a qué Carl Rudolf Schiller mataron? ¿Al político? ¿Al defensor encarnizado del convento carmelita, al teólogo del Calvario, o bien al judío? ¿El que Schiller fuera judío de nacimiento influyó para que lo asesinaran de ese modo, o bien el asesino incurrió en un error en ese aspecto? ¿Es posible que se trate de un crimen antisemita? ¿A quién mataron y dividieron, al judío o al sacerdote cristiano? ¿O al judío porque era sacerdote? ¿O al sacerdote, porque era judío? Y si fue Jean-Yves Lerais quien lo mató, ¿de qué Jean-Yves se trata? ¿El que consagró su vida a la historia de Vichy, o el que se rebeló contra «la obsesión por el pasado» y la «victimización de los judíos»? Estamos sumidos en la confusión, Rafael, la confusión más absoluta.

Al día siguiente, el último del juicio, llamaron a comparecer a Mina Perlman.

Estaba radiante, con su maquillaje y su traje chaqueta. Sus ojos inquietos estaban pendientes de todo y en sus labios se había instalado una sonrisa permanente, la misma que le había visto con ocasión del entierro de su marido.

–¿Conocía usted a Carl Rudolf Schiller? – preguntó el presidente.

–Sí.

–¿De qué lo conocía?

Se produjo un momento de silencio. Viendo que Mina no respondía, el presidente repitió la pregunta.

–Por sus escritos, sus libros. Uno de ellos me llamó en especial la atención.

–¿Cuál?

Satán en los campos de concentración.

–¿Porqué?

–Porque hablaba de un cuaderno, escrito por un deportado…

–¿Por qué suscitó un interés especial en usted la mención de ese cuaderno?

–Porque… mi madre me había hablado de él cuando estábamos en Auschwitz. Schiller, en su libro, hacía referencia a una historia similar. Intenté ponerme en contacto con él para saber quién le había hablado de ese cuaderno.

–¿Y se lo dijo?

–Sí. Era otro deportado.

–¿A qué se debía su interés por ese cuaderno, señora Perlman?

–Me intrigaba, no sabía lo que había escrito en él. Pero aun así buscaba una confirmación…

–¿Una confirmación de qué?

–De su singular naturaleza.

–¿Y a raíz de eso comenzó a frecuentar a Schiller?

–Sí. Nos hicimos amigos, en cierto modo. Mi marido lo apreciaba, sobre todo al final.

–¿Sabe por qué?

–Schiller tenía un don para hacer hablar a la gente… Recuerdo, por ejemplo, que coincidió en nuestra casa, con mi yerno, Rafael Simmer, un par o tres de veces y que congeniaron muy bien, pese a que Rafael… no es una persona demasiado locuaz.

–Aténgase a la pregunta concreta, por favor, señora Perlman. No se trata de su yerno, sino de su marido. ¿Sabe por qué Samy Perlman, su esposo, hablaba con Carl Rudolf Schiller?

–Conversaban sobre la guerra. Carl Rudolf Schiller sentía pasión por ese tema y planteaba muchas preguntas a mi marido sobre sus experiencias en el campo de concentración.

–¿Vio usted la película en que se filmó su asesinato?

–No, no la vi, pero me han hablado de ella.

–¿No ha vuelto nunca a Auschwitz?

–Sí, volví.

–¿Por qué motivo?

–Para buscar el cuaderno marrón.

–¿Lo encontró?

–No. Lo único que encontré en el rincón del barracón donde tenía que estar fue un hoyo mal tapado. Estoy convencida de que alguien se lo llevó poco antes de que fuera a buscarlo yo.

–¿Tiene alguna idea de quién pudo ser?

–No, en absoluto.

–¿Con quién había hablado de ello, además del padre Schiller?

–Sólo con mi familia.

–Señora Perlman, puede retirarse.

Observando su recorrido de vuelta a su asiento tuve un sentimiento de desazón, el mismo que me asaltaba cada vez que iba a su casa o que la veía desde la muerte de su marido.

Ella también había cambiado. La mujer apasionada, la mística un poco austera que habíamos conocido se había transformado en una mujer alegre que pasaba el tiempo renovando su guardarropa, saliendo o invitando amigos a su casa para ofrecerles copiosas comidas.

La policía seguía buscando al padre Francis, que había desaparecido de manera misteriosa. Mientras Jean-Yves Lerais se levantaba para responder a las preguntas del tribunal, anunciaron que lo habían encontrado y que prestaría declaración después del acusado.

Jean-Yves Lerais estaba pálido y tenía las mejillas hundidas. Los huesos de los hombros se le marcaban debajo de la camisa blanca que llevaba. Daba lástima verlo.

No sé por qué, en ese momento me volví hacia Félix. Entonces tomé conciencia de un hecho en el que hasta entonces no había reparado: Félix no había vuelto a la vista desde el día de su declaración. Él también había desaparecido como por ensalmo. Nadie, además, hablaba de él, ni hacía pregunta alguna en relación a él.

Yo mismo, demasiado absorto sin duda con los interrogatorios, no lo había llamado desde hacía días.

Decidí reflexionar sobre esa cuestión después de que terminara el juicio y preguntarle por qué había estado ausente de todas las sesiones posteriores a su interrogatorio.

El señor Ansel se inclinó hacia Lerais y le murmuró algo al oído, a lo que éste asintió con la cabeza.

–Querría preguntar al acusado -cpmenzó a interrogarle Ansel- si Lerais es su verdadero apellido.

–Jean-Yves Lerais, ¿ha oído la pregunta? – dijo el presidente.

–Sí.

–¿Puede decirnos cuál es su apellido?

–Me llamo Jean-Yves Vurtz -articuló por fin, muy despacio.

–¿Quién es su padre? – preguntó Ansel.

No hubo respuesta.

–¿Quién es su padre? – repitió el presidente.

Lerais siguió parapetado en su silencio.

–¿Qué hacía su padre durante la guerra?

El interrogado bajó la vista, sin responder.

El presidente repitió la pregunta con su voz gangosa.

–Era soldado de la Wehrmacht.

Un estremecimiento terrible recorrió la sala. Lisa, que se aferraba a mi brazo, me clavó las uñas en la carne.

–Háblenos de su padre -continuó el presidente.

–No puedo decir gran cosa de él -contestó Lerais.

–¿Por qué? – preguntó, en tono sosegado, Ansel.

–No puedo hablar de mi padre.

–Responda a la pregunta -ordenó el presidente.

–¿Qué quieren saber de él?

–Podría hablar quizá de esa mañana de abril de 1942 en que su padre…

–¿Es eso lo que quieren? – lo atajó Lerais.

–Queremos la verdad, señor Lerais -respondió el presidente.

–Era mi padre.

–Diga al menos lo que sabe.

–No puedo insultarlo… Ustedes no saben quién era -añadió con una mirada sombría.

–Me parece que sí -dijo Ansel.

–Era un soldado como tantos otros. Un hombre normal.

–¿Por qué habla en ese tono? – inquirió el presidente.

–Porque… -repuso Lerais con un hilo de voz- porque no puedo, creía que podría, pero… prefiero dejarlo aquí.

–¿Está seguro, señor Lerais? – dijo el presidente.

Ansel, que miraba con fijeza a los ojos a su cliente, prosiguió de todas formas, dirigiéndose al presidente, según el procedimiento habitual.

–¿Querría preguntar al acusado si su padre le habló alguna vez de su… «trabajo»?

–¿Le explicó su padre lo que hacía? – preguntó el presidente.

–No -se apresuró a responder Lerais-, no entró en detalles.

–¿Qué le contó entonces?

–Que era soldado de la Wehrmacht.

–¿No le dijo nada más?

–No.

–¿Seguro?

–Él quería salir adelante, nada más.

–¿Le dijo su padre que mataba a personas? – preguntó Ansel.

–No. Decía que se ocupaba de tareas de administración.

–¿Y después? ¿Le creyó usted?

–Después me enteré de que no era cierto.

–¿Qué hizo usted cuando descubrió que ocultaba algo?

–Era mi padre -murmuró Lerais.

–¿Por qué procura proteger a su padre de ese modo? – preguntó el presidente.