El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Para mí, el meollo de la cuestión, el centro del debate, era sin duda el Führer, con su manera de ser, con su obsesión por la idea de la decadencia del pueblo alemán, que atribuía al mestizaje y al contacto con los extranjeros, con las otras «razas»…, con los judíos. ¿Cómo puede entenderse esta mentalidad? ¿Por qué odiaba tanto Hitler a los judíos? O para ser más exactos, ¿por qué decidió Hitler exterminar a los judíos? Ésa era la cuestión central, para la que me esforzaba en hallar una respuesta.

En contra de la opinión de la mayoría de historiadores, para quienes la decisión de la solución final fue aprobada en el transcurso del verano de 1941, yo intentaba demostrar que ésta había sido tomada más tarde, en otoño del mismo año. Hitler creía probable tener que librar una guerra en dos frentes. Los traidores que habían llevado a la derrota alemana de 1918 debían ser por tanto eliminados.

Yo siempre he estado obsesionado con las fechas, los días, las horas. Ahora bien, esa precisión tenía, tal como lo exponía en mi tesis, una importancia capital: si la decisión de la solución final se había tomado en otoño, se acreditaría la teoría según la cual aquel crimen, estrechamente ligado a la guerra, era una reacción defensiva, de miedo, de un hombre que se sentía amenazado.

Al día siguiente de salir con Lisa tuve, no sé por qué, un sueño horrible. Lo veía a él, a Hitler, mirándome con sus ojos de loco, susurrándome palabras terribles al oído… De improviso, adoptaba la fisonomía de mi padre, que gritaba, que vociferaba contra mi madre. Los dos mantenían una violenta discusión por un asunto de dinero. Mi padre acusaba a mi madre de haberle robado. ¿Cómo se podía robar al propio marido?, me preguntaba yo.

Me desperté bañado en sudor, con la mente ocupada por la misma pregunta que a menudo me había planteado en la infancia.

De pequeño, cuando intervenía en las discusiones de los mayores, me mandaban callar. No tenía que llevarle la contraria a mi padre. Más tarde comprendí que éste temía que fuera más inteligente que él. Pronto supe que, si quería sobrevivir, tendría que encontrar un refugio, un cobijo, un mundo aparte. La huida a través de los libros me permitió saber quién era…, no el hijo anodino del señor y la señora Simmer, sino el heredero de un largo linaje de héroes, personajes gloriosos de la historia de Francia. Los admiraba, los amaba; soñaba que era huérfano, un bastardo recogido por el matrimonio Simmer; yo provenía de otra familia, en realidad.

Incapaz de dormir, acabé por levantarme y me tomé un vaso de whisky, luego otro. Me sentía cada vez más transpirado y pegajoso. Las gotas de sudor me resbalaban por la frente. El alcohol no solucionaba nada: me daba sed y me secaba la garganta, incitándome a beber más. Me tendí un instante sobre el canapé del salón que daba al Boulevard Montparnasse. Por la ventana veía algunas luces encendidas en las casas y el parpadeo de unos rótulos rosa y violeta en la Place du 18-juin-1940. Entonces me puse el chándal y las zapatillas de deporte, como hacía a menudo cuando no lograba conciliar el sueño, y salí. Subí corriendo por el Boulevard Montparnasse, hasta los Inválidos, para llegar al Campo de Marte. La torre Eiff el no era mayor que una gran A, aún más oscura que la noche.

De repente varios relámpagos desgarraron el cielo y no tardaron en caer las primeras gotas.

Fue un estruendo gigantesco. Los cielos enfurecidos tronaban con una inmensa cólera que amenazaba con destruirlo todo a su paso, tan pronto con un soplo jadeante como con un aullido estridente que laceraba las tinieblas. Una luz fulgurante violó la opacidad solitaria.

Yo seguí corriendo bajo la lluvia, sin resuello, aguardando con impaciencia el siguiente relámpago. Estaba un poco borracho y tenía la impresión de ser el dueño secreto de ese espectáculo sin principio ni fin. Era yo quien desencadenaba la lluvia y los rayos eran fruto de mi cólera. Al llegar bajo la torre Eiffel, me detuve para contemplar la extensión estrellada, velada por la bruma acuosa. Observé con delectación cómo caían las aguas negras sobre la ciudad y cómo crecían las gotas, por millares, en número suficiente para invadir el planeta, para lavarlo o borrarlo. Las peligrosas aguas caían racheadas, encendidas por el rayo, la lluvia era un espíritu que giraba, que bogaba a través del aire, y el agua ahuyentaba el viento, ahuyentaba el aire, ahuyentaba el fuego, ahuyentaba el humo, ahuyentaba el agua. La tormenta engullía a los reprobos, golpeando al azar de su avance, a derecha, a izquierda y hasta en las hondonadas, llenando los cielos de ruina y de muerte, como un deseo que quema y que hiela. El cielo, fuerza suprema, ordenaba la existencia de los humanos y los golpeaba, les pegaba como haría un padre encolerizado con su hijo. Había eclipsado a la luna, a la dulce luna que canta a las noches. Clamaba: «Haré de ti un objeto de espanto y dejarás de ser; te buscarán, pero no te encontrarán, nunca jamás.»

Entonces, arrebatado, me dejé caer por el suelo con los brazos en cruz, justo en el centro de la gran A, que me acogía como una madre de anchas caderas y colosales piernas. Como cuando era niño, cerré con fuerza los párpados y mil luces rojas recorrieron mi espíritu trastornado.

Al cabo de un momento, el agua espesa se transformó en llovizna y sobre las bolsas fangosas de la tierra accidentada se abatió una neblina, un nubarrón en el que viajaba el arconte del quinto mundo. Subió entonces de las simas profundas, de los abismos, cual ponzoña de la Muerte, una humareda. Luego el aire de lluvia, ese aire preñado de olores tras la tormenta, ahuyentó al viento malo y se hizo el silencio: exhalé un suspiro, la ciudad había expiado su pecado. Se trataba sólo de una advertencia, un anuncio de la última batalla.

Regresé a casa. Eran las cuatro de la mañana. Abrí la ventana para aspirar el aire nuevo y miré hacia la calle.

Me quedé petrificado. ¿Era efecto del alcohol? ¿Eran imaginaciones mías? Debajo de mi casa había una mujer parada bajo la lluvia. En la mano llevaba un cuchillo que destelló a la luz de la luna.

Cerré los ojos un instante. Al abrirlos, había desaparecido.

Tercera parte

Capítulo 1

Eran tal vez una veintena los que esperaban ese día en la pequeña habitación oscura, apenas ventilada. Cuando los hombres fueron a buscarlos, retrocedieron de un brinco: se estremecían de miedo. Entonces los hombres los habían empujado a patadas y allí estaban, dispuestos en fila o casi, haciendo cola para entrar en el matadero. No estaban ni siquiera gordos: eran enclenques.

Uno tras otro, colgaban por los pies a los terneros y los desnucaban antes de desangrarlos. Ahí acababa todo.

Recuerdo como si fuera ayer el olor terrible, repugnante, el infame olor de la muerte, de la sangre que mana, que mana a borbotones y lo salpica todo: la cabeza me daba vueltas, me sentía mareado. En el suelo, los ríos rojos arrastraban los escombros, los pedazos de carne. Los residuos de las bestias colgadas, empaladas, despiezadas, las bolsas de los voluminosos estómagos, las cabezas de res, los pies, las visceras: ésas eran las piezas separadas en aquella carnicería orquestada por la mano del hombre. El responsable del matadero nos detallaba con orgullo las cifras: a cincuenta terneros por hora, resultaba una media de ternero y medio por minuto. Era sangre lo que bebían esos hombres, sangre muerta que profería alaridos a través de los pulmones de los animales asesinados y que, como la vida, se escapaba afuera, para alimentarlos a ellos, a esos vampiros, a esos seres demoníacos. Ellos pensaban que había una sangre pura, digna de circular por ciertas venas, y una sangre indigna que debía brotar de los cuerpos como un torrente, una fuente viva, para abrevar las entrañas del hombre e irrigar su tierra natal y hacían vomitar la sangre de los que no tienen la misma sangre, y el suelo absorbía como una madre voraz los desechos industriosos, y la enorme máquina de la sangre servía para alimentar a esas bestias que se consideran dioses, a esos hombres rodeados de cadáveres, y la sangre ahora se halla en todas partes, en mi boca, en mis manos, en mi torso, en mi nariz, brota y brota sin cesar, como la de los animales.

Aún no había cumplido los seis años cuando mi padre me llevó al matadero. Él pretendía curtirme, enseñarme de qué iba la vida. Más tarde, cuando era un adolescente enfrascado en la búsqueda de mi identidad, me escondía para leer el periódico o escuchar la radio, porque me daba vergüenza que mis padres me tildaran de «intelectual». De muy joven había aprendido a disimular y a mentir para evitar su compañía; para huir de la necedad. Me había construido un mundo reducido a mi alrededor, un universo mágico en el que interpretaba por turnos los papeles de los personajes que me gustaban: héroes románticos, aventureros, como los de los libros de Alejandro Dumas. Me sedujo la figura de Herodoto porque, a los veinticuatro años, había abandonado su patria para viajar, para tomar notas y consignar historias y leyendas. Su estilo, sobrio y preciso, no desdeñaba las digresiones que se abrían a capricho según por donde discurrieran sus periplos: desde Egipto, donde se interesó por el culto a Hércules, hasta la ciudad fenicia de Tiro, en la que prosiguió con sus indagaciones. Llegó hasta la Cólquida donde preveía encontrar a los descendientes de los colonos que había dejado Sesostris. Volvió a embarcarse en Taso para después rodear el cabo y llegar a las costas del Helesponto. Nadie antes que él había viajado tanto para conocer a la humanidad. Nadie supo como él describir su verdadera naturaleza: la barbarie.

Ésta es la historia de mi vida… la única historia que podré nunca contar. Pero ¿qué es mi vida? ¿Soy yo el hombre de la memoria, del rastro grabado en el suelo igual que una huella? ¿Soy yo el hombre de los pasos perdidos, de las palabras borradas, el testigo del tiempo que pasa, del tiempo que huye? No hablo aquí de todo lo acontecido desde mi nacimiento; selecciono un periodo y no lo hago al azar, sino porque debo evocarlo, revivirlo mediante las palabras. Ahora ángeles de rebelión, ahora mensajeros de luz. A veces son dóciles y maleables y otras las fulmina la impotencia, cuando deben expresar el horror, lo inconfesable, lo obsceno.

El día después de la noche de tormenta me costó una enormidad despertarme. Había bebido demasiado: una resaca espantosa me mantuvo clavado en la cama gran parte del día. Hacia las siete de la tarde, Lisa me llamó por teléfono y me pidió que me reuniera con ella en casa de sus padres. Habían organizado una pequeña reunión en torno a Béla, que acababa de ser puesto en libertad.

Me extirpé de la cama como pude, me vestí a toda prisa y fui a casa de los padres de Lisa.

Mina me acogió con un caluroso abrazo y me dirigió amablemente hacia un pequeño bufet. No había comido nada en todo el día, de modo que devoré con placer los arenques en salmuera, el geffilte-fish, los latke y otras especialidades asquenazíes que no había probado hasta entonces.

Samy me saludó brevemente con la cabeza. Estaba con una pareja de antiguos miembros de la resistencia, Jacques y Geneviève Talment, héroes de guerra de quienes había oído hablar a menudo: los Talment formaban parte de la mitología nacional.

Jacques Talment era un septuagenario muy delgado, con la piel arrugada y los ojos brillantes. Geneviève, que debía de tener la misma edad, era una encantadora abuela de cara alegre, pelo blanco recogido en un moño y sonrisa fácil. Su voz delicada contrastaba con el hablar, más bien ronco, de su marido.