El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Lisa me dijo que a Jean-Yves le fascinaba la mitología socialista: 1936, el Frente Popular, las cuarenta horas… Me parece improbable que trabajara para destruir la imagen de uno de los miembros más destacados de su partido.

–Pagaría algo por saber qué pasó por su cabeza cuando se enteró de la verdad -dijo Félix-. ¿Conseguiría, mediante un sofisma, salvar a su héroe? ¿O bien decidió que la verdad era más importante y que había que revelarlo todo? ¿Cómo reaccionan los historiadores, los deconstructivistas, los iconoclastas, los desbaratadores de leyendas, cuando son sus mitos personales los que se hunden?

–Yo, en una situación como ésa, creo que iría a ver a la persona en cuestión. Le diría lo que sé y le pediría que se explicara. Así, le daría una oportunidad.

–¿Crees que existe una justificación posible?

–Siempre se puede intentar comprender.

–¿Tú habrías ido, pues, a ver a Michel Perraud?

–Sí.

–Quizá Jean-Yves Lerais se hizo la misma reflexión.

Nos quedamos charlando un momento. Una vez más, tal como demostraba la extraña carta que Crétel había enviado a Perraud, Schiller parecía encontrarse en el epicentro de conflictivas cuestiones relacionadas con la guerra. Félix pensaba que el antiguo ministro podía haber ordenado el asesinato de Schiller y que, en tal caso, lo mejor era revelarlo todo a la prensa.

–¿Contarlo todo sobre su actuación en Vichy? ¡Si con esa información hasta se podría provocar la caída de un gobierno!

–¿Sí? – reconoció, con una sonrisa despiadada, Félix-. No olvides que detrás de Pétain había cuarenta millones de franceses… Y además, los franceses olvidan con mucha facilidad.

Era cierto que para los franceses la cuestión de Vichy era un tema espinoso, un verdadero síndrome nacional. La negativa tenaz a reconocer la responsabilidad del Estado francés en la colaboración, el mito desarrollado por uno de los primeros libros que trataron el asunto, según el cual Pétain habría servido de escudo contra el enemigo, había dominado en la opinión pública hasta finales de los años sesenta. Y de improviso se produjo el despertar, el retorno de lo arrumbado, gracias a un historiador estadounidense, el primero que mostró la participación del gobierno de Vichy en la Shoah: Pétain y Laval habían ido más allá de las peticiones alemanas, sobre todo en lo relativo a la deportación de judíos. Laval había considerado conveniente añadir a los niños a la lista exigida por Alemania, «porque era cruel separarlos de sus padres». En realidad los hijos fueron deportados después de los padres.

La visión llegada del otro lado del Atlántico había puesto algunas cosas en su lugar, si bien la mayor parte de los historiadores se negaban aún a hablar del «fascismo de Vichy» y preferían calificarlo de «régimen autoritario moderno».

Philippe Pétain, comandante de guerra, jefe de Estado, mártir y santo de Francia: ése era el título de un libro, aparecido en 1958, que describía al anciano -responsable político de los crímenes cometidos entre 1940 y 1944- postrado como consecuencia de la donación que de su persona había hecho al país.

Dada la gravedad de los hechos que habíamos descubierto, no nos cabía la menor duda de que nos espiaban; y los espías trabajaban con toda seguridad para Michel Perraud.

¿Estaría éste realmente implicado en el asesinato de Carl Rudolf Schiller? ¿Por qué había dicho Crétel que tenía absoluta confianza en que Schiller los sacaría del atolladero? ¿Qué atolladero era aquél?

Resolvimos ir a ver a Perraud. Solicitamos una cita a su secretaria, aduciendo que estábamos efectuando una investigación histórica. Quizá fuera porque mi amigo era un periodista conocido o quizá porque el antiguo ministro sabía ya quienes éramos. El caso fue que Perraud aceptó recibirnos al cabo de una semana en su domicilio, en el número 6 de la Rue d’Auteil.

Era una casa independiente, de habitaciones bastante espaciosas, aunque no suntuosas. Un criado nos hizo pasar a un salón en el que se entremezclaban muebles antiguos con piezas modestas, desprovistas de relieve. Fiel a su ideal socialista, Michel Perraud había procurado siempre no aburguesarse. Decía que odiaba el dinero y la propiedad.

Después de tenernos un cuarto de hora largo esperando, llegó con aire despreocupado y sombrero de Panamá. Siempre me había causado asombro la fascinación que ejercía sobre quienes lo conocían y entonces tuve que rendirme a la evidencia: aquel hombre enigmático tenía prestancia. Alto y delgado, caminaba apoyándose apenas en un bastón de empuñadura de oro. Se quitó el sombrero para saludarnos, dejando al descubierto un cráneo imponente, con manchas de vejez, una frente despejada y unas orejas algo despegadas.

La edad le había conferido una tez cerúlea y le había hundido las mejillas y los ojos. Casi no le quedaban labios, como si se los hubiera devorado el tiempo, y los dientes grises, antaño acerados y ahora desgastados, parecían aferrarse con tenacidad a aquella futura calavera. Aun así, era palpable el encanto que emanaba de aquellas facciones aristocráticas, de aquel porte augusto, de aquellas arrugas profundas, venerables, y de esa mueca cruel e irónica. Sus ojos, muy pequeños y astutos, dotados de una viveza extrema, parecían enfocar con la mirada y calibrar el objetivo, desafiarlo con arrogancia calculada. El padre Francis habría dicho que el Maligno se reflejaba en aquella mirada.

Parecía haberse colocado una máscara que le iba un poco grande, una máscara de gloria y de vejez, pues se había petrificado en una pose. Con la edad, el talante moral de las personas queda claramente expuesto y en su cara puede leerse igual que en un libro abierto: lo que aparecía en la cara de Perraud era ante todo la astucia, pero también la seguridad del hombre que ha sabido dominar a sus enemigos y que ya no se hace ilusiones con respecto al género humano.

Nos recibió con una sonrisa: era la sonrisa desabrida y hastiada del poderoso que se dispone, una vez más, a barrer de un manotazo las moscas que vuelan en torno al edificio.

No teníamos tiempo que perder. Sin más preámbulo, Félix le anunció que investigábamos la muerte de Carl Rudolf Schiller.

–Lo conocía bien -comentó Perraud-. Era amigo de Maurice Crétel… Y también era amigo mío. No lo entiendo. Ese asesinato me parece horrible y, además, me asombra por su fealdad. Es una lástima, pero no puedo decirles más sobre este asunto. Yo estoy igual de perplejo que la policía.

–¿Y conoce usted a Jean-Yves Lerais?

–Oh, sí. El año pasado vino a hacerme algunas preguntas a propósito de un libro que estaba escribiendo.

–¿Lo interrogó acerca de sus vínculos con Maurice Crétel? – preguntó Félix.

–Sí, en efecto. Crétel y yo éramos amigos de toda la vida. Nunca lo mantuve en secreto.

–Su amigo Crétel -intervino Félix- es el responsable directo de las redadas de julio de 1942.

–Era funcionario, cumplía órdenes… Nada era fácil en aquella época, como ya saben. Todo era muy confuso.

Perraud dijo aquello con aire distraído. Había desviado la mirada, como si escrutara algo a través de la ventana.

–Su amigo no ejecutaba sólo órdenes, como afirma usted -prosiguió Félix con tono tajante-. Su amigo coqueteaba con los nazis. Estos, por otra parte, lo consideraban «encantador» y decían que los encuentros con él se desarrollaban en «un ambiente de camaradería». Su amistad, sin embargo, no tenía nada de inocente ni de desinteresado. Tengo entendido que Crétel lo ayudó mucho después de la guerra, cuando se convirtió en una figura pujante en el mundo de la banca y la industria.

–¿Me permite recordarle al menos que participó en la Resistencia?

–¿Ah, sí? ¿De veras quiere que hablemos de las hazañas de Maurice Crétel? ¿En Corréze? ¿En Saboya? Ayudó a los alemanes a infiltrarse en las redes facilitándoles documentos falsos. Cuando se descubrió, pretendió hacer creer que aquellos carnés contenían errores que debían servir para que los reconocieran los de la Resistencia. Esta explicación no engañó a nadie… Su amigo, señor ministro, era amigo de los nazis.

El anciano nos miraba de arriba abajo con expresión burlona y una sonrisa permanente que evidenciaba una inteligencia perversa.

–¿Qué edad tiene usted? – preguntó a Félix.

–No veo qué relevancia tiene eso.

–Usted es joven, demasiado joven para saber lo que ocurrió. En aquella época no todo estaba tan claro como hoy en día, se lo aseguro. La frontera que distinguía a resistentes de colaboracionista era turbia. Les recuerdo, además, que Crétel fue juzgado y absuelto después de la Liberación. Por lo que a mí respecta, éste es un asunto zanjado.

–Crétel fue juzgado por traición. Se libró de un proceso por crímenes contra la humanidad -replicó Félix-. Decir que Crétel fue juzgado y absuelto por todos sus actos por el Alto Tribunal constituye una mentira. La demora en la instrucción y en las decisiones administrativas cuando le llegó el momento de volver a juicio es también sospechosa. Y al final, después de que los trámites del proceso se prolongaran durante años, a su amigo lo asesinaron en pleno tribunal, en el momento en que iba a hacer revelaciones… sobre un tal Michel Perraud, antiguo miembro de la Cagoule.

Yo me mordí los labios: asistíamos a una manifestación del Félix en estado puro, el Félix dosificado de la mejor cosecha, y era difícil saber en qué acabaría aquello.

–No tiene ninguna prueba de lo que dice.

–¿Ah, no? ¿Y la lista Corre? ¿Y la carta de Crétel?

Al oír esas palabras, Perraud enarcó una ceja sin perder la calma, con expresión divertida.

–¿Sí? – dijo-. ¿Acaso me las podría enseñar?

–No, pero quizás usted podría devolvérnoslas -replicó Félix de inmediato.

Entonces el funcionario de Vichy asomó bajo el estadista de la IV República. Michel Perraud respondió con un abominable rictus de muerto viviente, que se transformó en una venenosa sonrisa. Desplazó la mirada de Félix a mí y, tras mirar de nuevo a Félix, la posó en la chimenea.

Comprendí en el acto lo que quería dar a entender. Félix también lo captó, porque se puso a gritar como un poseso.

–¡Las ha quemado, crápula, cerdo colaboracionista!

Había perdido los estribos. Furibundo, agarró a Perraud por el cuello y lo sacudió con tanta fuerza que el viejo se puso rojo de asfixia.

–Usted ordenó matar a Crétel, ¿verdad? – vociferaba Félix-. ¿Tenía miedo de que descubriera la verdad sobre usted durante el juicio? ¡Usted lo mandó asesinar!

Estrangulado por Félix, que lo tenía inmovilizado contra la pared, Perraud no podía emitir ni una palabra.

–Luego hizo matar a Schiller -continuó Félix, fuera de sí-. ¡Y se las ha ingeniado para que acusen a otro en su lugar!

–Suélteme -pidió, jadeante, el anciano-, suélteme.

Félix retrocedió un poco y entonces Perraud balbució:

–Olvídese de ese dosier. Si existió alguna vez, ahora ya no existe, y no le miento. En cuanto a Crétel, no creo que nadie lamente su muerte. Pero yo no maté a Schiller…

–¡Embustero!

Félix apretó con más fuerza el cuello arrugado. El viejo tenía los ojos desorbitados y su piel adquiría una tonalidad violácea.

Entonces lo vi.

Vi a Félix cometiendo un asesinato, allí, delante de mí, sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

Capítulo 2

–¡Te equivocas! – grité a Félix-. ¡Te equivocas de adversario!

No parecía oír nada. Entonces, con un gesto que pretendí autoritario, lo agarré por el brazo y lo arrastré fuera antes de que cometiera algo irreparable. Abandonamos rápidamente la casa.

Lo empujé al interior de un taxi, en dirección al Lutétia, donde pedí dos whiskis dobles para aclararnos las ideas.

–Pero ¿qué te ha dado? – pregunté, observándolo con gravedad-. Habíamos ido allí para tratar de averiguar más cosas, no para ajustar cuentas. Creía que un periodista no debía salirse nunca de sus casillas.

–He incurrido en una ridiculez espantosa… Ha sido caer muy bajo. – Sacudió la cabeza, desconsolado.

–No tenemos madera para este tipo de investigación, ni tú ni yo -afirmé.

–No -corroboró Félix.

Sin embargo, de sus ojos volvían a saltar chispas.

–No es cuestión de dejarlo ahora. Hemos ido demasiado lejos. Estamos demasiado cerca del final.

–¿Cerca del final?

–Sabemos que Jean-Yves Lerais había descubierto unos hechos comprometedores sobre el pasado colaboracionista de Crétel y Perraud.