El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

El judío. Lo odiaba. Odiaba a ese judío por el cual lo habían destruido. Se miró otra vez y sólo vio eso, el judío confinado en un espacio exiguo cuyas paredes se aproximaban sin cesar y, con todas sus fuerzas, golpeó la cabeza contra las paredes de aquella prisión, aquella prisión de la que nunca había salido, desde una mañana de junio de 1944.

Las torres de vigilancia, las alambradas, los barracones y los crematorios. Todo estaba allí. Y a continuación, la serie de habitaciones, destinadas cada una a una función específica, todo estaba allí, como la marca tatuada en el brazo de las personas. El fantasma del fantasma que se había prendido de aquellos muros, el hombre desnudo, que lo había dado todo, el hombre rapado, el hombre de rayas estaba también allí, con todas las estrías de su cuerpo, la de las vías de tren, la de las filas, la de los días contados uno a uno y la de los huesos que se hacen visibles y la de las alambradas, interpuestas siempre en el horizonte. El hombre transparente bajo la mirada del otro, útil para el que se desentiende, inútil para el que elige, el hombre descarnado, de cabeza gacha y espalda encorvada, pero hombre al cabo, frente al otro que ha dejado de serlo, las cucharas o las no cucharas para el hombre desnudo que bebe a lengüetadas, todo estaba allí, y nada estaba allí, nada, pues no hay ya nada después de la destrucción.

Mina buscó el siete, su barracón, y luego el catorce, donde había estado su madre. Tenía apenas dieciséis años cuando el abismo exudante la había depositado en pleno infierno, una mañana de febrero de 1944. La mirada había indicado la dirección propicia: el trabajo en la fábrica le había permitido aguantar dieciséis meses, dos inviernos, un milagro.

El catorce era una especie de cuadra con un pasillo central sin más ventana que un tragaluz. En el extremo, una gran puerta daba a unos escalones de madera. En el exterior no había más que barro: ni instalaciones sanitarias ni bocas de agua. En el interior había dos hileras de tablas dispuestas en tres niveles, las primeras a treinta centímetros del suelo, las otras un poco más arriba y las últimas bajo el techo.

Un paisaje inquietante había permanecido pegado a él: una ciénaga llena de fango, una bruma matinal, una chimenea inmensa habitaban bajo su cerebro. Hacía mucho que había dejado de ser el que iba a saltar, tentado por el vértigo del no ser, hacía mucho que se encontraba ya al otro lado del espejo.

¿Por qué haber esperado? ¿Por qué haber prolongado su miserable existencia? Quizá por una debilidad extrema, una fatiga que le había impedido incluso acabar de una vez. Hacerlo representaba, después de todo, el último arranque de la vida. Suicidarse era existir, era tal vez el único acto verdaderamente significativo de la existencia.

En ese momento preciso sonó el teléfono. La suerte no estaba aún echada. Quedaban unos minutos de tregua. ¿Quién sería?

¿Y si era el Diablo? ¿Y si la Shoah era su victoria? Se puede afirmar, desde luego, que el mal no puede ser considerado como una sustancia: de la misma naturaleza del pensamiento filosófico deriva la exclusión de la idea del mal sustancial… y por ende, del Mal. Entonces toma forma la idea de la nada, el ex nihilo contenido en el concepto de la creación. Obrar el mal es alejarse de Dios, es ir hacia la imperfección creciente. Pero el mal de la filosofía no es realmente el Mal, es una distancia entre creador y criatura, una deficiencia, casi una libertad que se mueve hacia la nada. El mal no es una sustancia en sí, sino una relación. Aquí sin embargo se hallaba el mal como acto puro, el mal absoluto, el mal como Mal.

Ni falta ni defecto. Aquí se trataba sin duda de él, plena y totalmente. ¿De dónde provenía? ¿Por qué existía?

Qué más da, al fin. Pensó en todos los poemas que había escrito a escondidas, desde hacía años. Ese era su jardín secreto. La escritura aspiraba a la memoria; así la justificaba él. No obstante, durante todo ese tiempo había experimentado una terrible culpabilidad por escribir, por componer poemas después de Auschwitz. Sus poemas no eran poemas, eran súplicas mediante las cuales se dirigía a ellas, a todas esas almas errantes, para poder compartir su amargura.

Y siempre había aquel algo de menos que lo separaba de esos muertos a los que velaba. Desde aquella mañana de junio de 1944, pedía la liberación como su mayor deseo; la desesperación que había hecho que naciera su poesía.

Ellos, decía, eran como ganado, vagaban, se volvían cada uno hacia su camino; eran corderos llevados al matadero, ovejas que corrían delante de quienes las esquilan. Era el holocausto, que hacía correr a mares la sangre de los toros, de los carneros y de los bueyes y la sangre de los corderos.

No podía más con el peso de sus crímenes: estaba cansado de llevar esa carga. Lavaos, purificaos, dejad de hacer el mal, decía. Y ellos, mudos, no podían abrir la boca. Bajo la coacción, no podían abrir la boca. Sí, fueron suprimidos de la tierra de los vivos a causa de la rebeldía de su pueblo, decía.

Ellos creían que habían comprendido.

Pero ¿cómo comprender? ¿Cómo actualizar sus engranajes, su lenta progresión? Comprender es hacerse cargo, tomar consigo al que es responsable e identificarse con él. Con los pasivos, que veían crecer ante sus ojos el horror y no hacían nada. Con los que, sin que nadie se lo pidiera, buscaban la manera de participar. Con los que velaban por el buen funcionamiento de la maquinaria, los que habían hecho suya la consigna «precisión y minuciosidad». Con los que trabajaban en los organismos del Estado, en el ministerio de Alimentación o de Agricultura, que restringían la asignación de leche desnatada a los trabajadores judíos expuestos a sustancias tóxicas. Con los funcionarios que percibían las pensiones de jubilación destinadas a los judíos que habían sido enviados a los campos de concentración. Con los que en las estaciones contaban a las personas y los kilómetros para facturar a las fuerzas de orden los convoyes de hombres, de mujeres y de niños, como si de remesas de ganado se tratara. Con los juristas que redactaban las nuevas leyes contra los judíos en consonancia con la legislación existente, con los médicos que decidían con un vistazo quién iba a vivir y quién iba a morir. Con los contables, con los ingenieros, con los arquitectos y con los empresarios que diseñaban y construían los campos y las cámaras de gas como si ese proyecto no difiriera de los demás, como si un edificio fuera un simple edificio. Con los profesores universitarios, con los abogados, con los dentistas, con los expertos en arte, con los teólogos y con los pastores que se declararon no culpables en el proceso de Nuremberg y que, sin expresar en ningún momento el menor pesar, se remitieron para su defensa a los valores de la civilización occidental. Y con los testigos y los abogados que alabaron su honestidad, sus virtudes familiares, su sentimiento cristiano y la placidez de su carácter.

Y también con los otros. Con los verdugos. Con los comandantes de los campos. Con los ejecutores, los capitostes, los cabecillas y los seguidores. Con los amos de la selección.

Con Rosenberg, con Mengele, con Himmler.

Con Hitler.

Por fin brotó, pues era ella el símbolo del mal: esa sangre que mana, caliente y espesa, de su muñeca cortada, roja, luego parda, negruzca, que mana como un arroyo contaminado, como un río cargado de escombros, como una lluvia que chorrea sobre un barrizal.

Entonces se inició el largo calvario, la tortura infame del parto: era un espectáculo de una violencia asombrosa. Con la cara desfigurada por el horror y los ojos desorbitados, comenzó a chillar. Retorcida con los dolores y los espasmos, respiraba de forma ruidosa, espiraba y resoplaba como si fuera la última vez, como si inhalara el último aire del mundo. Era bestial el espectáculo de aquella mujer que, con las piernas abiertas de par en par, intentaba con todas sus fuerzas, mediante contracciones salvajes, extirpar aquello que tenía dentro, que la devoraría si no se deshacía de ello. Era una lucha a vida o muerte entre ella y esa vida que la combatía, que la roía desde el interior.

Entonces la vagina se abrió aún más y se vio asomar una pequeña bola de carne y cabellos negros. La comadrona puso las manos alrededor de la matriz. El niño permaneció así durante más de media hora, dentro del cuerpo de la madre, sumida en el esfuerzo del parto, y el pequeño cráneo giraba sobre sí y trataba de salir al aire libre, como si dudara aún entre la vida y la muerte. Era lastimoso el calvario de aquella mujer, con las piernas separadas en torno a aquella masa viscosa y blanda, aquella mujer que penaba atenazada por el dolor, que penaba desesperadamente para tratar de expulsar al ángel o a la bestia. De repente sonó un alarido aún más terrorífico que los anteriores.

Era ella la que gritaba, gritaba su rebeldía y su incomprensión: su repulsa contra el mundo, el mal y la muerte. Execraba, aborrecía a esa sociedad pseudo cristiana que invocaba el nombre de Dios para justificar un orden inicuo. Execraba y escarnecía al Dios que, después del Diluvio, había hecho voto solemne de mantener el orden de la Creación, abjuraba del Dios que había abjurado, odiaba al Dios que había dado la vida al mal y tanta fragilidad a la Creación.

Había dicho que intervendría en el trueno, la conmoción, que se produciría un gran fragor, un torbellino, había dicho que enviaría la tempestad y la llama de un fuego devorador. Había dicho que sería como un sueño, una visión de la noche, para la multitud de personas que atacaban, para todos aquellos que combatían. Había dicho que era el salvador, lo había prometido: No temáis, dejad de temblar, cantad al Señor porque ha obrado con magnificencia, que sé haga público en toda la tierra, que suenen los gritos de gozo y de júbilo.

Y ella veía un campo de batalla donde se había desarrollado una lucha terrible, un combate escatológico con el monstruoso adversario, el terrorífico monstruo de Job. Que se haga público en toda la tierra.

¿Era una nación pecadora, un pueblo cargado de crímenes, una raza maléfica, de hijos corruptos? ¿Habían abandonado al Señor, habían desdeñado al santo de Israel, se habían desentendido de su Ley? De la planta de los pies a la cabeza, ¿era todavía preciso golpear a quienes persistían en la rebelión? Ninguna parte de su cuerpo permanecía intacta: estaban cubiertos de heridas, llagas y magulladuras que nadie había limpiado ni vendado, ni aliviado con aceite, y ese país estaba desolado y sus ciudades ardían y su culto horrorizaba a Dios. ¿Qué mal habían cometido para merecer aquello? Su crimen debía de ser grande, muy grande. No, es absurdo, decía él, no hay teodicea después de la Shoah. ¿Puede la falta más completa y absoluta desencadenar un mal tan inmenso? ¿Cómo realizaría Dios ese cálculo?

Entonces, Auschwitz no podía ser el Calvario, el fin del Paraíso. Sería más bien el pecado original: aquel fruto había revelado quién era el hombre. Era el Mal radical, referente exclusivo de lo que era el mal a secas. Era el Mal trascendente, indecible, impensable. Era la forma más absoluta del Mal.

Que la desgracia caiga sobre quienes provocan la cólera de Dios, decía ella. Por eso su pueblo será deportado, porque ha faltado a su deber; por eso murieron de hambre y se resecaron de sed. La fosa abrió las fauces, sí, con desmesura y se hinchó su garganta y el hombre fue humillado bajo la justicia del Señor, el Todopoderoso exaltado en su juicio.

Era el día del gran desenfreno, de la cólera ardiente que reducía a la desolación y exterminaba a los pecadores. Las estrellas del cielo y sus constelaciones dejaron de irradiar su luz, el sol se oscureció desde el amanecer y la luna no volvió a ofrecer su claridad. Sí, castigó al mundo por su maldad y a los impíos por sus crímenes y puso fin a la soberbia de los insolentes e hizo caer la arrogancia de los tiranos. Volvió a los hombres más escasos que el oro fino, hizo que se estremecieran los cielos y la tierra tembló en sus cimientos y era el día de la ardiente cólera y ejecutó a los niños y las mujeres. La furia del Señor se abatió sobre ellos y tiraron a los muertos en desorden y de sus cadáveres subió la pestilencia infame y las montañas rezumaron su sangre y todo el ejército de los Cielos se disgregó.