El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Yo -dijo Lisa- soy un espécimen del Marais. Nunca he dejado este barrio, desde que nací. Fue mi padre quien lo eligió. Había estado allí antes de la guerra, para visitar a unos primos. Entonces era distinto: era un pueblo de emigrantes llegados de todas partes, de todos los rincones de Polonia, de Alemania, de Rusia… Se parecía a lo de ahora, había tenderos, panaderos, carniceros, pero todos hablaban yiddish: era un shtetel[1] reconstruido en París. La gente se ayudaba, como si fuera una gran familia. Después, en 1942, todo eso quedó a un lado y los policías se presentaron en las casas para arrestar a personas a las que conocían de toda la vida. Mi padre no volvió a ver a sus primos; pero algo lo impulsó a regresar a ese barrio, como para hacer revivir las cenizas.

–Dime, Lisa -preguntó sin tapujos Félix, interrumpiendo el silencio que se había producido-, ¿qué sabes tú del asunto Schiller?

Ella lo miró, turbada.

–¿Otra copa? – dijo, tomando la botella de champán-. No sé nada de ese pobre hombre -acabó por añadir, ante la mirada insistente de Félix.

–¿Nada? ¿Y tu padre, lo conocía bien?

De repente lo observó con fijeza.

–Me parece que has ido a interrogarlo varias veces sobre eso, ¿no?

–Sí…

–¿Y bien?

–No dijo nada.

–Creo que Schiller era el único hombre a quien mi padre se dignaba dirigir algunas palabras, pero no me preguntes por qué.

A continuación compuso una expresión desarmante con la que daba a entender que no deseaba continuar con ese tema. Félix pareció comprender.

Esa noche bebimos mucho, tres botellas de Deutz y luego armagnac. Hablamos hasta muy tarde y después escuchamos música. Era un concierto de Elgar, cuyas lúgubres notas seducían mi corazón y lo transportaban con violencia hacia el que las emitía. Esa melodía romántica, sombría, a veces cruel, era como un presentimiento terrible y fulminante.

Todavía hoy en día, cada vez que la escucho, mi cuerpo entero se agita con un escalofrío. Es como una amenaza que pesa y que aterroriza, como una emboscada en las tinieblas, algo que se acerca y se amplifica de manera inexorable, un complot que se decide, un severo decreto, un monstruo implacable. Esta música que anuncia, se da completamente, se da y arrastra: no tiene necesidad de ser comprendida como las composiciones contemporáneas, es ella la que comprende. Susurrando al oído, penetra en todas partes, como un viento que se precipita sobre la ciudad, toma cada calle, barre tada avenida, para acabarse en forma de magistral tempestad. Ni afectada ni almibarada como las músicas románticas, ni guerrera ni plomiza como la de Wagner, se precipita, apasionada, como una ola contra una roca, estalla como mil truenos, como un mar enfurecido, arrastra, como un diluvio arrasa, como un recuerdo infinitamente triste hace resonar mi alma de pesar, de tristeza y de dolor, sí, de dolor. Un diluvio, una tempestad en mi corazón. Las aguas se ensanchan y forman una masa enorme sobre la tierra y nosotros nos dejamos llevar, a la deriva, en la superficie de las aguas; y la crecida cobra cada vez más fuerza y, bajo el firmamento entero, las montañas más elevadas quedan anegadas, toda carne expira y todo ser que respira se asfixia y todos los que inspiran el aire como aliento de vida, todos los que viven sobre la tierra firme mueren y todos los nombres quedan borrados.

–¿Querrás creer -comenté a Lisa, mientras escuchábamos elevarse las volutas- que los nazis eran unos apasionados de la música clásica?

–Sí -respondió-, aunque habría que ver de qué clase…

–Cuando era un adolescente exaltado, Hitler se empapó de las obras de Wagner. Uno de sus amigos, Kubizek, explica que durante un paseo nocturno en la colina de Freinbeg, después de haber asistido a la ópera de Wagner Rienzi, el joven Hitler se puso a hablar de repente con una extraordinaria exaltación: confundía su porvenir con el del pueblo alemán, como Rienzi percibía una misión para sí, que consistía en liberar a su pueblo.

–¿Esa ópera de Wagner podría haber decidido el destino de Alemania… y de los judíos?

–¿Quién sabe?… En fin, Elgar no me inspira las mismas ideas.

–¿No? ¿En qué te hace pensar?

Me hundí en el sillón y, exhalando un bocanada de humo, repuse:

–En los Archivos, por ejemplo, quince mil millones de documentos que, puestos uno al lado de otro, cubrirían más de dos mil quinientos kilómetros…

Y aparte, en ti. En ti, a quien tu madre esperaba en la ventana cuando volvías del colegio. Te veía, estudiosa, aprendiendo a tocar ese violín que yo había advertido en el comedor de tus padres. En todos esos judíos que, en los campos, hacían resonar su instrumento en los oídos del verdugo. En tu madre, arrestada por la Gestapo; en tu abuela, cuyo nombre llevas tú: te pareces a ella. Tenía el pelo blanco, recogido en un moño, y unos ojos azules muy dulces; era una dama menuda y delgada, vestida con ropa oscura. O bien en una mujer de mejillas hundidas y ojos grises, una mujer vieja que no había envejecido. Tú, para siempre.

Hoy en día, cuando escucho el concierto para violoncelo de Elgar, vuelvo a revivirlo todo: no hay nada como la música para evocar el pasado, con tanta precisión y tanta profundidad de espíritu. El gusto, el olfato o el tacto proporcionan efluvios intensos pero fugaces; y el esfuerzo, inmenso, para reconquistar el recuerdo es casi un trabajo para el alma. La visión de un sitio en otro tiempo habitado, antaño frecuentado, puede provocar una formidable nostalgia, pero el recuerdo de las épocas pasadas sigue siendo borroso, pues, capturado por la vista, no puede vagar por las zonas más recónditas y alejadas. Con la música, todo se ordena y se dispone como bajo el efecto de una máquina de remontar el tiempo. La música produce un impulso del corazón que dura y se profundiza, igual que una conversación entre dos amigos que rememoran lo mismo. Por eso nada puede entristecer más que un fragmento musical: el pasado es evocado con tal fuerza que uno casi siente que ha retrocedido y luego la caída hasta el presente es aún más vertiginosa.

Sí, la música es una gnosis que revela los conocimientos enterrados en lo más hondo de nuestro interior. ¿Quiénes somos? ¿En qué nos hemos convertido? ¿Dónde estamos? ¿Adónde nos hemos visto arrojados? ¿Adónde vamos? A veces uno reflexiona sobre estas preguntas y otras no se las plantea, simplemente porque es feliz.

«En el Oriente desierto…» ¿Es preciso que sepa hasta tal grado lo que fui? A Lisa, tan bella, se le saltaron las lágrimas de tanto reír durante aquella cena demasiado regada de alcohol. Lisa callaba, escuchaba con su semblante sereno y bailaba el vals al final de la velada. ¿Es preciso que sepa hoy hasta qué punto he perdido mi felicidad? Mi cuerpo y mi alma sufren porque se acuerdan de lo que éramos y saben también en qué nos hemos convertido.

Entonces bailábamos, bailábamos y girábamos cada vez más rápido, ebrios de velocidad, ebrios de pesadumbre y ebrios de cólera, de la rabia surgida del fondo de las edades, y con ella subía una risa suave que hacía estallar el mundo irrisorio. Paneles enteros de la vida cotidiana se venían abajo con cada carcajada, que significaba: todo es un mero juego en el que uno se deja embarcar, un juego de pretextos falsos que se rodea de todos esos seres que hacen creer en su apariencia y que cuando se vuelven dejan aflorar otros aspectos, aquellos que no se ven nunca, y en torno a ellos todo vacila, el cielo, la tierra y las estrellas, y todos los valores, el bien y el mal, bailan, bailan juntos y flotan, flotan y dan vueltas en la sombra, aquí y en ninguna parte, en otro lugar, de repente semejantes, tan parecidos, tanto, que ya no se sabe cuál es uno y cuál es otro.

Ahora estoy solo y no hay nadie más que yo como referencia de mi espíritu, de mi pensamiento, de mi alma y de mi cuerpo, y debo revivir mediante el doloroso proceso del recuerdo todo lo que ella me había revelado en un relámpago, una fulguración: la felicidad y la tristeza, la espera y la impaciencia, el amor y el odio, el fervor, todo lo que supe como por arte de encantamiento, el vasto territorio del hombre. Sí, aprendí sin querer, como se mira sin ver o como se ama sin saber.

Para siempre, la música de Elgar será para mí la del origen, la de los balbuceos, cuando todo es puro y perfecto, cuando todo se dice por lo que no se dice, por la elocuencia inigualable de la mirada, cuando sólo existe el silencio para expresar lo que se siente, pues las palabras, demasiado abruptas, demasiado vulgares, desharían lo que enuncian: ese discurso infinitamente frágil y delicado de los primeros amigos. Para siempre, la música de Elgar será para mí la del final, pues en el momento más perfecto anunciaba la llegada del desastre.

La noche posterior a aquella cena, no dormí; dormité y me desperté sobresaltado para ver el icono de su cara. Un par de ojos angélicos, de una dulzura infinita, un rostro ovalado con un hoyo en la barbilla que se había hundido cuando sonrió, una boca de labios finos y rosados, una piel diáfana, un cabello negro que constituía el marco más dulce que se pueda imaginar para este cuadro, este retrato de artista.

¿Era preciso que, una vez más, un cristiano venerase a una mujer judía como su diosa? Entonces comprendí por qué Dios tenía una madre. Era la Virgen, tenía la gracia hierática de las madonas de la Edad Media.

Al día siguiente desaparecimos en el aire, hacia Washington, donde tenían lugar los actos conmemorativos de la Shoah. Allí conocimos al filósofo Ron Bronstein… y nos adentramos más en el camino del infierno.

Segunda parte

Capítulo 1

Usted lo sabía, lo sabía todo. Como los profetas Amos, Oseas e Isaías, usted anuncia la catástrofe, la destrucción, sabía lo que íbamos a ser porque sabía lo que éramos. Usted es la mirada absoluta, usted sondea las entrañas y los corazones, por su sabiduría tiene conocimiento de la vanidad del hombre que siempre quiere convertirse en Dios.

Dios: eso era Félix. Nada lo asustaba, ni siquiera la muerte. En su vida de periodista había hecho de todo: reportajes en los guetos negros de Nueva York, encuentros secretos con los terroristas o los dictadores. No se trataba de valentía ni de temeridad: desconocía el miedo. Lo que lo asustaba lo atraía, lo fascinaba. ¿Era fatalismo? ¿Era inconsciencia? Incluso si, al interesarse por el asesinato de Carl Schiller, hubiera previsto que iba a verse engullido en semejante espiral, no habría dudado en precipitarse en ella.

A pesar de las diferencias existentes entre Félix y yo, había algo que nos unía de manera profunda. Esa era quizá la verdadera razón, la clave de nuestra complicidad: nuestros focos de interés no estaban tan alejados. El objeto de mis investigaciones -me refiero a lo que me animaba, al sentido de mi búsqueda- era aprehender, a través de la Shoah, el origen del mal absoluto. Félix era un periodista de grandes reportajes, y obraba guiado por el mismo ideal cuando se enfrentaba a los escándalos, a los crímenes sórdidos, a los conflictos y a las guerras. Sus investigaciones, como las mías, consistían en interpretar y analizar los documentos, rastrear las marcas y las huellas, reunir los testimonios y comparar las versiones para sacar a la luz la verdad: para comprender el Mal.

No obstante, en esta empresa similar, cada cual procedía de modo distinto. Él estaba enamorado del presente; yo era el hombre del pasado. A él le interesaba la realidad que se desarrollaba ante sus ojos o lo que acababa de suceder, nunca hechos lejanos. Yo prefería las excavaciones, las pesquisas entre documentos dudosos; me complacía abrirme paso a través de las adulteraciones solapadas, los añadidos falsos, los vestigios o los fragmentos. Yo era el hombre de los esqueletos y las cenizas, el detective que lleva a cabo su investigación después del crimen, que sigue la pista de la verdad enterrada bajo la mentira de los años, de las pasiones y de los intereses. En tanto que historiador, yo no era coetáneo de los hechos, pero era el primero en descubrir y anunciar, con minuciosidad y precisión, en buscar, igual que el explorador o el arqueólogo, el filón de las vidas fenecidas y hacer brotar su oro negro.