El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Capítulo 5

¡Oh, Dios! Durante un momento, hubo un silencio que ni Félix ni yo nos atrevimos a quebrar. Odioso; ésa era la palabra que me venía a la mente. El Dios único y todopoderoso, el Dios bíblico, el creador que hizo del hombre un ser racional, que no abandona al que peca, que lleva a cuestas la gracia de su misericordia, el Dios gracias al cual se reproduce la vida, crecen las plantas y se abren las flores, aquel de quien emana toda norma, forma y orden, ese Dios, ¿era el que había permitido la barbarie? El que obró el milagro de crear cielo y tierra, al hombre y a todos los seres vivos, de los más grandes a los más pequeños, minúsculos e insignificantes, el que libera y salva, que produce señales y prodigios, el que da plumas a los pájaros, hojas a los árboles y agua a los ríos, que aporta la paz entre los hombres, que los saca de la hoguera y de la llama ardiente, que los salva del Infierno, el que triunfa sobre los malvados, que los combate hasta el confín del mundo, el refugio, la fortaleza, el amparo siempre ofrecido en la necesidad, el Todopoderoso, en fin, ¿era el mismo Dios que el de la Shoah? Evita el mal, obra el bien y tendrás siempre una morada.

–¿De ahí viene tu interés por la Shoah? – preguntó Félix.

–Quería comprender… Sacar a la luz la verdad, adquirir el conocimiento de lo que ocurrió. No podía conformarme con representaciones falsas o simplistas. Quería hacer aflorar la lógica de ese pasado…, algo que sólo ahora es posible.

–¿Por qué sólo ahora?

–Porque comenzamos apenas a disponer de la perspectiva necesaria y la distancia adecuada. Porque hay un relevo de generaciones. Antes todo era confuso, multiforme, ininteligible. Para el contemporáneo de un hecho es difícil discernir la causa del efecto y aún es más duro hacerlo cuando se es juez y parte. La visión que se tiene de él ha de ser necesariamente fragmentaria. Gracias a la historia, es posible saber más que quienes vivieron el acontecimiento…

–¿Más que los testigos, quieres decir?

–Sí, en cierto modo, porque nosotros nos situamos más allá de todo prejuicio moral. Los testigos, en cambio, son parte interesada. A menudo pretenden que los historiadores den fe de su propia visión de las cosas. Pero nuestro compromiso, nuestra única ley, nuestra obligación, es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad… No digo que sea siempre fácil. Cuando me enfrasqué en esta tarea, trabajaba en soledad, vivía en un mundo cerrado en el que me encontraba solo frente a mí mismo y a mis documentos. En el centro de los archivos de Alemania donde trabajaba, éramos dos los que abríamos las puertas cada mañana, a las ocho: un viejo coronel encargado de realizar una investigación para el ejército y yo. Al principio me daban náuseas; es duro estar inmerso todo el día en los bajos fondos de la humanidad, cambia la forma de ver el mundo. Se pierde por fuerza una parte de inocencia. Cuando comencé a estudiar los campos de concentración, me impuse la misión de saberlo todo, todo, hasta el funcionamiento de los hornos crematorios. Para mí aquello tenía una importancia vital, porque los alemanes querían que no quedara ni rastro ni cadáver. Las personas no morían: caían en la nada, desaparecían. Había que comprender. Comprender cómo y por qué asfixiaron y mataron a millones de personas, entrar en la lógica de ese proceso. Por eso son tan importantes los documentos: son objetos, restos tangibles de lo que ocurrió. Con el tiempo aumentó mi convencimiento de lo necesario que es definir las fuentes y las pruebas, necesario y esencial, porque los testimonios se equivocan o bien nos engañan, porque dependen de la fragmentación de la memoria humana. Cuando, a partir de un documento, consigo hacer salir a la luz un hecho nuevo y probarlo, experimento un sentimiento de victoria y orgullo, como si fuera padre…

–Pero ¿padre de qué?

Félix encendió el puro y le dio una calada. Sus ojos atravesaban el humo como un par de bolas fosforescentes. El humo salía de su boca y subía hacia el techo, formando volutas azules. Tenía la expresión sombría, muy sombría.

–De un hijo monstruoso… -se contestó él mismo.

–Sí -admití-, es un viaje muy extraño…, que desafía todos los principios de la moral y los límites normales del pensamiento, para ir hacia las zonas más alejadas de lo que se considera humano. Cuando un hombre mata a un hombre, yo puedo decir por qué y cómo. Pero no me corresponde a mí castigar al asesino. Eso supone que se lo considera culpable, cuando el crimen no es más que una opinión sobre la cual divergen las civilizaciones, culturas y épocas. Por esencia y por deontología, nosotros estamos más allá del bien y del mal. La verdad, la verdad es lo único que nos preocupa, aunque sea atroz, aunque sea inmoral e inmunda, aunque sea innominable…

–El padre Francis no estaba equivocado del todo, entonces. Es peligroso frecuentar al Diablo.

–Pero a ti nunca te ha dado miedo el peligro.

–Al contrario, me atrae… Pasando a cuestiones concretas, dentro de cuatro días se celebra esa reunión para la presentación de un documental importante sobre la Shoah. Me pareció entender que Schiller era una de las personas filmadas.

–¿La reunión de Washington a la que se refirió el padre Francis? – pregunté-. Recibí un folleto hace unas semanas. – Saqué un programa del maletín.

–Ron Bronstein da una conferencia después de la proyección de la película -dijo Félix, mirándolo-. ¿No es el hombre del que habló el padre Francis?

–Sí…

–Creo que realmente deberíamos ir, sobre todo tú: te encantan ese tipo de actos.

–Sí -convine sin entusiasmo-. Puedes ir tú, si quieres.

–¿No me acompañas?

–Tengo cosas que hacer aquí. No puedo tomar el avión así, sin más, de un día para otro.

De repente, después de pasar la página del folleto, Félix sonrió.

–De todas formas, no es grave. No estaré solo.

Me enseñó un apartado del programa: «Exposición de esculturas de Lisa Perlman, con la presencia de la artista.»

Lisa Perlman… Todavía hoy, al pronunciar ese nombre, me acuerdo del lugar primigenio, de los susurros infinitos, del púrpura y del añil, del verde aceituna y del oro, de la espuma blanca del río y de todos los frescores de las madrugadas y también de los crepúsculos, cuando, bajo un cielo rosado, los árboles proyectaban sombras serenas. Ojos agrandados, sonrisas que hechizan, cabellos de Lisa, mar sin arrugas, pequeñas en torno a los ojos, formadas cuando reía, risas afables, impregnadas de mansedumbre, risas sencillas, sin venganza. Venganza: de todos mis vagabundeos a través del tiempo, de mi vida y de su sentido. Lisa. Ese nombre tenía el sabor de la primera rosa, aquella que yo aspiraba con felicidad: un viento cálido repleto de olores. Los zarzales de color esmeralda y violeta delimitaban los dorados rastrojos.

Al día siguiente por la noche, Félix tuvo la idea de invitarnos a los dos, para que yo pudiera volver a verla.

Normalmente, cuando cenábamos juntos con Félix, yo preparaba pescado a la plancha o al horno. Soy vegetariano. Dejé de comer carne a los diez años: considerando mi carácter demasiado blando, mi padre me había llevado a visitar un matadero «para templarlo».

Lisa se había ofrecido a ayudarnos con la comida. Trajo una carpa para preparar un plato típicamente asquenazí: el geffilte-fish y una especie de paté de pescado endulzado. La carpa, recién sacada de la pecera de la pescadería, coleaba todavía cuando la extraje de la bolsa de plástico. Agitaba la cola con movimientos convulsivos y abría y cerraba con pánico las agallas, tratando en vano de aspirar, pues sólo había aire y el aire aún la acababa de asfixiar más. Cuanto más respiraba, más se intoxicaba y más violentas y desesperadas eran las sacudidas de su cuerpo. Puesta en el borde del fregadero, la escurridiza carpa escapó varias veces de las manos de Lisa y se deslizó hasta el interior del barreño. Entonces, con gesto brutal, Lisa la sacó y la retuvo con firmeza con una mano, mientras con la otra tomaba un cuchillo de cocina con el que le rebanó la cabeza. El cuerpo del pez decapitado experimentó aún algunas sacudidas y la cola algunos espasmos. La sangre chorreó por toda la pila, manchando las manos de Lisa de una sustancia roja.

Desescamó el pescado manteniendo el cuchillo bien recto sobre el cuerpo inerte y luego lo abrió con un movimiento oblicuo de una extrema precisión, desde lo alto de la cabeza hasta debajo de la aleta ventral superior. Después, con un cuchillo más pequeño, penetró en el vientre del animal y lo limpió. Con su mano larga y ágil, sacó un amasijo de órganos que tiró a la basura. A continuación cortó con precisión cuatro filetes de carne de carpa, que mezcló con zanahorias y miga de pan para formar una pasta untuosa mientras yo la observaba con atención, sin perderme ninguno de sus movimientos.

Nos sentamos a la mesa y nos regalamos con el plato deLisa, acompañado con rábano blanco del que yo me serví en abundancia. Al cabo de poco me sentí sofocado; me lloraban los ojos y a Lisa se le saltaban las lágrimas de tanto reír.

–Pero ¿no sabías que el rábano blanco es muy picante?

–Sí, claro -contesté-. Pero no me he fijado, soy un poco distraído…

–Me recuerdas a Béla. Cuando era más joven, quiso impresionarnos y se zampó entero todo el cuenco de rábanos blancos.

–¿Y qué pasó? – pregunté yo, al borde de la asfixia después de tomar una simple cucharada.

–Fue toda una odisea. Tuvieron que llevarlo al hospital y hacerle un lavado de estómago. Parece que podría haber sido grave.

–¿Lo ves a menudo, a tu hermano Béla? – inquirí prudentemente-. ¿A qué se dedica?

–A qué se dedica… -repitió Lisa-. A veces hace trabajos de fontanería, para ganar un poco de dinero…

De repente, como si temiera haberse ido de la lengua, se ruborizó y cambió de tema.

–¿Y tú? ¿Tienes hermanos?

–No, soy hijo único…

–¿Y tus padres? ¿Los ves a menudo?

–No, muy poco. No viven en París.

–¿No naciste en París? – preguntó Lisa.

–Sí… -respondí, tras un instante de duda-. Nací en París, pero mis padres se fueron a vivir a otra parte.

Mentía. Nací en Estrasburgo, pero me avergonzaba de mis orígenes provincianos. Me había trasladado a París al acabar el bachillerato, había cursado todos los estudios posteriores allí y consideraba que una quincena de años eran suficientes para naturalizarme. Desde entonces no había vuelto a abandonar la capital. Félix, que era parisino, había vivido una infancia normal, en una familia cariñosa y sociable, que lo había inscrito en los mejores colegios, que lo llevaba a visitar los museos y las exposiciones, que lo dejaba ir con sus amigos a las grandes avenidas del jardín de Luxemburgo…, la infancia que yo habría soñado tener.

De Estrasburgo conservo el recuerdo de una ciudad apagada, muerta: las calles se vacían desde las primeras horas del crepúsculo, y las avenidas mal iluminadas reflejan sólo las sombras impasibles de los graves edificios germánicos. Recuerdo los inviernos crudos, y tenebrosos, en que la oscuridad cae sobre la ciudad a partir de las tres de la tarde; recuerdo el cielo como una sucesión de chapas de plomo sobre nuestras cabezas, malos augurios emanados de los dioses encolerizados que hacían rechinar los dientes hasta que por fin estallaba su furia. Recuerdo los veranos sofocantes, de un calor húmedo que volvía el cuerpo pesado y flojo. Tomábamos duchas heladas a todas horas. Algunas veces atravesábamos la frontera del Rin para ir a la piscina en Alemania, donde el agua era más fresca y más limpia y había menos gente. En eso consistían nuestras vacaciones. Nunca nos movimos de la Alsacia natal: mis padres debían ocuparse de sus padres, demasiado ancianos para quedarse solos o para viajar. Para hacer correr más deprisa aquellos días de verano interminables, me iba en canoa: llegaba con mi pequeña embarcación hasta los parajes más apartados de los brazos del Ill, hundía mi remo en las aguas pringosas, aún más sucias en verano, como si ellas también se pusieran a sudar, a exudar miasmas y humores glaucos, y las ratas de agua daban vueltas y vueltas, felices, como bailarinas acuáticas.