El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

El fiscal, el señor Baillet, un hombrecillo flaco de cabellos negros y tiesos, mirada astuta y labios carnosos, se ajustó el cuello de su toca roja, se levantó y se volvió despacio hacia mí…, hacia Félix, quiero decir.

–¿Fue usted quien descubrió la segunda parte del cadáver de Carl Rudolf Schiller? – preguntó.

–Sí.

–¿Dónde y en qué circunstancias?

–En Italia, en la École de Roma.

–¿Y cómo tuvo la idea de trasladarse a Italia?

–Quería ver al padre Francis, su tío. Quería hacerle unas preguntas relacionadas con Jean-Yves.

–¿Qué interés tenía usted en seguir este caso?

–Realizaba una investigación sobre el asesinato de Carl Rudolf Schiller.

–¿Por ese motivo fue a Roma?

–Sí, así es.

–¿De modo que por casualidad, mientras iba por su camino, topó con ese cadáver?

–No, no fue de ese modo.

–¿No? Entonces ¿cómo se le ocurrió ir a la biblioteca de la École de Roma? ¿No estaba acaso cerrada, en esa época del año? ¿Cómo entró?

–Tenía un pase.

–¿Qué fue a buscar allí?

–Eh… Tuve un presentimiento.

Baillet enarcó una ceja y, con una sonrisa sarcástica, dijo:

–¿Un presentimiento? ¿De veras? ¿No sería más bien que sabía que Lerais había cometido ese crimen y quería corroborar tal hipótesis?

–No, no. Viajé a Roma para ver al padre Francis.

–En ese caso, ¿qué le impulsó a ir a la biblioteca de la École de Roma?

–Era el sitio donde trabajaba Jean-Yves Lerais.

–Así pues, en un principio se trasladó a Roma porque pensaba que el padre Francis iba a darle los datos que le permitirían exculpar a Lerais y se encontró de bruces con una prueba abrumadora de su culpabilidad.

–Quería recabar información antes de señalar a quien fuera. Yo soy periodista y llevo a cabo mis investigaciones con el rigor de un historiador. El historiador y el periodista no pueden disociarse, ¿sabe?…

–Pero ¿qué dice? – le atajó el señor Baillet con gesto de extrañeza-. Responda a mi pregunta, si es tan amable. ¿Qué le dijo entonces el padre Francis?

–No dijo nada, pero habló mucho…

El fiscal lo miraba sin entender.

–Le ruego que no se distraiga de lo que se le pregunta y responda con precisión. Le recuerdo que ha prestado juramento.

–Estoy perfectamente atento, aquí y ahora.

–Concéntrese entonces, por favor. El padre Francis le transmitió pues una gran cantidad de información, pero no le dijo nada que permitiera exculpar a Jean-Yves Lerais, ¿no es eso?

–Habló mucho, en efecto, pero no dijo nada…

–¿Que le permitiera descargar de sospecha a Jean-Yves Lerais? – insistió el letrado.

–No -murmuró.

–Más alto, por favor, no le hemos oído bien.

–No -repitió Félix-. Pero tampoco dijo nada que permitiera inculparlo.

–Muchas gracias.

Terminada su declaración, Félix se retiró andando con pesadez. Se apoyaba un poco más sobre el pie izquierdo, como si experimentara un ligerísimo desequilibrio.

Una vez fuera, extrajo un cigarrillo del bolsillo y se lo puso con ademán nervioso en la boca, sin encenderlo.

Yo introduje asimismo la mano en el bolsillo de mi chaqueta, para sacar el paquete de tabaco: eran puros lo que tenía en la mano al retirarla.

Después de la declaración, el presidente, un hombre de edad avanzada y voz gangosa, nos autorizó a permanecer en la sala para asistir al desarrollo posterior del juicio.

El ujier hizo pasar a la doctora Tamara Manoux, en calidad de experta en medicina. La señora Manoux, una mujer aún en la treintena, dinámica, de mirada inquieta y melena morena, respondió a las preguntas que le formuló el tribunal con respecto al cadáver de Schiller.

–Si se corta un cadáver en dos mitades -planteó el presidente-, ¿cuánto tiempo tiene que pasar para que quede totalmente putrefacto?

–Basta con una semana -respondió la experta.

–Usted ha visto las fotografías de la mitad del cadáver de Carl Rudolf Schiller -dijo el presidente, al tiempo que hacíaentrega de éstas al jurado-. En su opinión, ¿cuánto tiempo llevaba en esa biblioteca?

–Se observan algunas zonas cubiertas de moho, pero la putrefacción no está muy avanzada. Dos días, diría yo. Tres como máximo desde que lo asesinaron. A menos que el fallecimiento se produjera mucho antes. En ese caso, la mitad del cuerpo podría haber estado congelada, o bien conservada en formol, antes de ser depositada en el sitio donde se encontró.

–Supongamos que fuera así. Estando la biblioteca cerrada a causa de las vacaciones, ¿podría haber notado alguien el olor del cadáver?

–No. El cuerpo no estuvo allí el tiempo suficiente para eso.

–De lo que se deduce que la persona que depositó el cadáver en la biblioteca poseía una llave de la puerta. Dicho de otro modo, dado que la biblioteca estaba cerrada desde hacía una semana, ¿era imposible que el cuerpo hubiera sido introducido en ella antes de su cierre?

–Imposible del todo. El estado de degradación habría sido mucho más avanzado.

–Una pregunta más, doctora. ¿Qué corpulencia se precisa para transportar una mitad de cadáver como la que vio en la foto?

–Teniendo en cuenta que falta una parte del abdomen, la pelvis y las extremidades inferiores, esa mitad no debe de pesar más de treinta kilos. No es necesario ser extremadamente fuerte para cargarla.

–Doctora, muchas gracias por su contribución.

–No hay de qué.

El presidente llamó entonces a Chiara Tropoli, la secretaria con la que habíamos hablado en la École de Roma.

Después de haber prestado juramento, le formuló tan sólo una pregunta:

–Señorita Tropoli, ¿quién, además de usted, posee las llaves de la biblioteca de la Ecole de Roma?

–El director y también los investigadores y los profesores invitados.

–¿Nadie más?

–No.

–Muchas gracias.

Llamado a su vez por el ujier, Michel Perraud entró en la sala y luego se dirigió con paso seguro al estrado. Lucía su eterna sonrisa, augusta y astuta. Sus ojos pequeños, hundidos e inquietos, miraban sin cesar a uno y otro lado, como para calibrar cuál iba a ser su público. Lo había citado el abogado de la defensa, el señor Ansel, un individuo de unos sesenta años de pelo gris, ancho de espaldas, que llevaba unas gafas cuadradas levemente ahumadas.

–¿Cuándo conoció a mi cliente? – preguntó el abogado.

Tenía una manera peculiar de mirar a su interlocutor, un poco de soslayo, como para desarmarlo.

–Hará más o menos un año -respondió Perraud-. Tuvimos varias conversaciones a propósito de un libro que escribía.

–¿Cuál era el tema del libro?

–Analizaba la actividad de los altos funcionarios durante la Segunda Guerra Mundial, creo.

–¿Y qué le dijo usted?

–Nada que no se sepa ya: que fui miembro de la Resistencia. Él lo sabía de antemano.

–¿Miembro de la Resistencia, de veras?

–Pues sí -contestó, enseñando sus dientes grises-, y estoy orgulloso de ello.

–¿No tuvo Jean-Yves Lerais conocimiento de la existencia de ciertos documentos, ciertos hechos que a usted no le interesaba que mencionara?

Al oír esas palabras, Lerais levantó bruscamente la cabeza. Su mirada se cruzó con la de Perraud, que se quedó petrificado.

–No, no lo creo.

–Reflexione con detenimiento, señor ministro -le aconsejó el presidente.

–No hay nada sobre lo que reflexionar.

–Quizá yo pueda ayudarle, entonces. ¿No ofreció dinero a Jean-Yves Lerais para que no hiciera públicos ciertos hechos que le concernían?

–¿Y cuáles serían esos hechos, si tiene la amabilidad de decírmelo, señor presidente?

El señor Ansel lo observó antes de responder:

–Hechos relacionados con su pasado en Vichy, por ejemplo.

–Esta pregunta se sale del tema que nos ocupa -lo interrumpió Baillet.

–Yo me encargaré de demostrar que no -replicó Ansel-. Carl Rudolf Schiller debía participar como testigo en el juicio contra Maurice Crétel. El caso es que no dijo qué cabía esperar de él, y eso podría muy bien haber provocado su muerte, de una forma muy distinta a la que se cree.

–Prosiga -dijo el presidente.

–Señor ministro, ¿fue usted miembro de la Cagoule en su juventud?

A Perraud se le veló un instante la mirada.

–Me parece lamentable que se repitan esas calumnias delante de este tribunal.

Félix me lanzó una mirada irónica. ¿Por qué mentía Perraud de ese modo, de forma tan descarada?

–Permítame que le recuerde, señor ministro, que está usted bajo juramento.

–¿Acaso insinúa que miento, señor Ansel?

–Le decía eso porque existe una lista, la lista Corre, donde constan los nombres de las personas que pertenecieron a la Cagoule y en la cual es posible que figure el suyo.

Perraud lo observó de repente con aire amenazador:

–¿Se da cuenta de lo que acaba de decir? Si no retira de inmediato esa afirmación, voy a demandarle por difamación, señor Ansel.

–¿Sí? ¿Olvida que no se puede demandar a un abogado por lo que diga durante la vista?

–No, no lo olvido. Y usted procure no olvidar cuál es mi función en la República.

El abogado lo observó sin decir nada. Se había iniciado un duro pulso entre ambos.

–Bien, pasemos a otra cuestión -continuó por fin el letrado, tras varios minutos de silencio-. ¿Conocía a Carl Rudolf Schiller?

–Sí, sé vagamente quién es. Me enteré de lo que le ocurrió, como todo el mundo, por la prensa. Pero no puedo añadir nada más: todo esto me parece muy confuso.

–Señor ministro, gracias por su colaboración. La parte civil puede interrogar al testigo.

Carbot, el abogado de la parte civil, era un anciano totalmente calvo que mantenía la boca constantemente abierta y un aire pensativo en la mirada.

Se pasaba el tiempo observándose las uñas con aspecto de profundo aburrimiento.

–¿Mantuvo usted buenas relaciones con Jean-Yves Lerais mientras le hacía preguntas sobre su pasado? – preguntó.

–Sí, excelentes -confirmó Perraud-. Me entendía bien con él. Sentía orgullo al hablarle de mi pasado en la Resistencia. Creo que sentimos un gran respeto mutuo -agregó, lanzando una mirada socarrona a Jean-Yves Lerais.

Por la tarde llamaron a declarar a Jacques Talment, que había sido citado por la defensa.

El anciano avanzó por el pasillo: caminaba despacio, le costaba un poco mantenerse en pie.

–¿Cómo conoció a Jean-Yves Lerais? – le preguntó el señor Ansel.

–Era uno de los historiadores que nos acusaron de mentir sobre la Resistencia a mi mujer y a mí.

–¿Conocía usted a Carl Rudolf Schiller?

–Sí, lo conocí a través de los Perlman. Era amigo de Mina, me parece.

–¿De Mina Perlman? ¿O de Samy?

–Fue Mina quien me lo presentó. Creo que ella lo conocía mejor. Había escrito un libro terrible contra mi mujer y contra mí y ella quería convencerlo de sus errores y pedirle que se retractara de sus acusaciones.

–¿Y lo hizo?

–Sí, pero era demasiado tarde. Ya había estallado el escándalo en la prensa. Además, es evidente que los rumores calaron en el espíritu de todos, aunque fueron totalmente falsos.

–¿Carl Rudolf Schiller le causó pues mucho daño con su libro?

–Sí.

–Señor Talment, gracias por su testimonio.

La tercera persona llamada a comparecer fue Lisa. Llevaba un vestido de terciopelo rojo que ofrecía un vivo contraste con su cabellera de ébano. Un rojo de labios muy intenso, del mismo color que el vestido, le resaltaba la boca. De vez en cuando apartaba con sus largos dedos una mecha que le caía sobre los ojos.

Con su semblante hierático, impenetrable, y su voz suave, afirmaba lo que decía y a la vez todo lo contrario. En su opinión, era imposible que Lerais hubiera cometido un crimen semejante y, sin embargo, durante la última época de su relación había cambiado tanto, que le resultaba irreconocible. Juraba que nunca se había mostrado violento con ella, para pasar a recordar el odio que de repente había sentido contra los antiguos deportados y los comentarios despectivos que hacía sobre sus testimonios. De vez en cuando, Lerais levantaba la cabeza y la observaba con semblante triste y apabullado.

–¿Conocía a Carl Rudolf Schiller? – preguntó el presidente.

–Sí -respondió-. Era amigo de mis padres.

–¿Tuvo alguna relación con él, al margen de sus padres?

–Sí -dijo, en tono vacilante.

–¿En qué ocasión?