El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Pero ¿qué pensaba hacer con ese dosier? ¿Por qué lo había guardado en la caja de un banco?

–Quizás estuviera a punto de revelarlo todo. Quizá pretendía hacerlos cantar.

–O puede que hubiera decidido no decir nada, que temiera por su vida. ¿Quién sabe? Si Perraud hizo matar a Crétel, su «amigo de toda la vida», y si Lerais tenía pruebas de ello, es posible que renunciara a publicar lo que sabía para no poner en peligro su vida.

Quedaba un punto oscuro: ¿qué había podido motivar las cartas de amenaza escritas por Lerais y descubiertas en el domicilio de Schiller? ¿Y por qué Crétel había mencionado a Schiller en esa curiosa carta que había mandado a Perraud?

Puesto que Jean-Yves Lerais ya se había negado a ver a Félix, sólo había una persona capaz de suministrarnos más información: Lisa.

La llamé. Por suerte, estaba en casa.

Llegó una hora más tarde.

Iba vestida con una camisa de color rosa claro y una falda de crepé morado. Los cabellos le caían, sueltos y lisos, a ambos lados de los hombros, como un oscuro manto.

–Tú dirás -reclamó, mientras se sentaba con una mezcla de torpeza y gracia.

Le conté lo ocurrido durante nuestra entrevista con Michel Perraud. No omití ningún detalle, se lo dije todo, incluido lo que habíamos averiguado sobre Crétel y Perraud.

–Tengo que hacerte una pregunta delicada -añadí.

–¿Sí? – me invitó ella.

Me miraba con aquellos ojos suyos, grises como un cielo tormentoso.

–¿Puedo preguntarte…?

–¿Sí?

–¿Qué preocupaciones tenía Jean-Yves Lerais los últimos meses, antes de que cortarais?

Bajó los ojos y se hizo el silencio un instante.

–Jean-Yves -comenzó, en tono vacilante- había cambiado de actitud últimamente.

Tomó el cigarrillo que le ofrecía y lo encendió con la vela, que proyectó en su rostro la sombra de una llama ardiente. Luego expulsó el humo y prosiguió, con su voz cristalina:

–Decía que había que revisar la historia del nacionalsocialismo. Decía que en el nazismo no todo eran aspectos negativos. También decía que estaba hasta la coronilla de oír hablar de los judíos, que estaba harto de que se los considerara las únicas víctimas del régimen de Vichy. Decía que era una obsesión estéril, que ya no soportaba todos esos testimonios que «se proponen contar lo indecible, para transmitir el recuerdo a las generaciones futuras». Se burlaba…

Se señaló el pecho con un dedo, abriendo los ojos de par en par.

–A mí, me lo hacía precisamente a mí. ¿Entiendes? De pequeña, mi padre me llevaba al cementerio de Bagneux, a la tumba de aquellos primos suyos que vivían en el Marais antes de la guerra. Aunque era pequeña, sabía que no habían muerto aquí. Cuando le preguntaba, «Pero ¿hiciste traer los cadáveres desde allá?», no me contestaba. Yo insistía y entonces él abría la boca, pero de ella no salía ningún sonido. «¿Dónde están?», le preguntaba.

»El silencio de mi padre pesó sobre toda mi infancia. Nunca reía, ni tenía una palabra agradable para mis hermanos ni para mí. Durante las comidas se parapetaba detrás del periódico. Mi hermano Béla vive, a sus cuarenta años, en un apartamento minúsculo y sobrevive haciendo chapuzas de fontanería. Uno intenta seguir viviendo, aprobar los exámenes, labrarse un oficio. Y luego, en los momentos de alegría, se da cuenta de que es aún peor; porque hasta la alegría es amarga, porque el espectro sigue ahí para impedirnos vivir. ¿Cómo se puede pasar la crisis de la adolescencia y rebelarse contra un padre que estuvo en Auschwitz y que no se ha recuperado nunca de la experiencia, porque es imposible recuperarse de eso? Cada vez que hacía el menor comentario, mi madre me decía: «No hables así a tu padre.» Y yo sabía muy bien qué quería decir con eso. Quería decir que había tenido ya bastante sufrimiento y que no debía padecer más hasta el final de su vida. Y era verdad: aquello era lo de menos. A veces mi madre, agotada, iba a encerrarse en su habitación, porque no podía soportarlo más y no podía decirlo. En la cómoda tenía montones de pastillas. Cada vez que se encerraba, yo tenía miedo de que desapareciera.

»El retrato de mi abuela dominaba su dormitorio desde encima de la cama. Nunca hablábamos de ella. En la foto da la impresión de que sus labios quieren formar una palabra, como si quisiera decir algo y no lo consiguiera; así que sigue en esa actitud paralizada y de su boca nace sólo silencio… Y yo, desde la infancia, tengo siempre el mismo sueño: debo hacer las maletas y marcharme. Debo tomar ese tren que me espera antes de que pase algo horrible, debo escapar a una catástrofe inevitable, una fuerza invasora, un horror sin nombre. La gente habla de paranoia, pero es una palabra que se queda corta, porque lo que ocurrió supera todos los miedos y todos los fantasmas del más delirante de los paranoicos. Mi hermano Béla…

Hizo un gesto de desesperación.

–Hacia los diecisiete años comenzó a considerarse el objetivo de una vasta conspiración, tramada por sus profesores, de quienes sospechaba que eran esbirros de la CIA o de la policía secreta alemana o francesa. Después le dio por detestar todo lo que fuera americano; estaba convencido de que se había urdido una conjura de alcance mundial en su contra. Hablaba de buscar refugio en Israel o en la Unión Soviética. Pasaba el tiempo consignando sus interpretaciones y sus sospechas en pedacitos de papel… En esa época, ya no salía de su habitación. Cuando se le acercaba alguien, encogía los párpados, tensaba la cara, exudaba angustia. Mi madre pasaba horas intentando razonar con él, pero a menudo él se ponía a chillar con los ojos desorbitados. Durante esas crisis, que podían durar hasta las tres o las cuatro de la mañana, mi padre se apostaba delante de su habitación y escuchaba…

Calló de repente y luego añadió:

–Jean-Yves se llevaba muy bien con Béla. Llegaron a hacerse amigos. Hablaba mucho con él, lo ayudaba. Y de pronto, en otoño de 1994, todo cambió. Béla creyó que Jean-Yves se ponía en su contra y comenzó a odiarlo.

–¿Por qué? ¿Hubo algún hecho concreto?

–Sí. Por lo de los Talment, ya sabes, los amigos de mis padres que estuvieron en la Resistencia.

Me acordaba muy bien de aquella pareja de ancianos que conocí en la reunión de casa de los Perlman. Durante dos horas, Lisa nos contó los detalles de lo que ella llamaba «lo de los Talment».

Los Talment debían declarar como testigos en el proceso contra Maurice Crétel, que había hecho arrestar a Geneviève Talment en agosto de 1944. Al mismo tiempo, varios historiadores, entre los que se contaba Jean-Yves Lerais, se constituyeron en tribunal para pronunciarse sobre la veracidad del testimonio de los Talment. Uno de los documentos en los que se basaban era un libro de Carl Rudolf Schiller en el que éste los acusaba de haber traicionado a la Resistencia y de haber falseado la historia en beneficio de su gloria personal.

Mina, que conocía a Schiller, había realizado varios intentos de convencerlo para que retirara aquellas calumniosas acusaciones contra los Talment. Al final lo consiguió: Schiller, de improviso, aceptó efectuar una retractación pública. De todas formas, fue demasiado tarde. El mal ya estaba hecho. El escándalo había estallado en la prensa y los Talment tuvieron que responder a las preguntas de los historiadores que, sin autoridad legal, se habían erigido en jueces, jueces que los sometieron a interrogatorio, ordenándoles responder, al cabo de cincuenta años.

El día antes del juicio, Lisa había cenado con GenevièveTalment: la anciana estaba abatida. Volvía a encontrarse en la posición de acusada por instigación de su verdugo, Maurice Crétel, que se había valido de la pluma de Schiller para desacreditarlos a ella y a su marido. Al cabo de cincuenta años volvía a representarse el mismo drama, de manera inacabable, mientras lo que ella esperaba era un gesto de su parte, una expresión de pesar, una petición de perdón… Lo esperaba con verdadero anhelo. Perdón por Francia. Perdón por el crimen inexpiable para el que no cabían circunstancias atenuantes, excusas ni explicación. Perdón por lo imperdonable. Perdón por la maldad, por la pasividad y la mezquindad, perdón por los verdugos franceses que nunca han pedido perdón y persisten en su espantosa cobardía. Perdón. Y también perdón por lo que aún hoy les obligamos a soportar.

–Los historiadores -había dicho a modo de introducción un profesor del Collège de France, presidente de ese tribunal- no toleran que nadie se ensañe con la memoria de los muertos y el honor de los vivos y no aceptan esta estrategia de la sospecha, de la insinuación y del rumor. Por eso hemos decidido escuchar su declaración, a fin de dilucidar si es cierto o no que traicionaron a la Resistencia, tal como sostiene Carl Rudolf Schiller.

»Estos son, brevemente resumidos, los hechos: en 1943, cuando la Resistencia estaba dividida por disputas internas, una redada organizada por Maurice Crétel permite detener a sus principales dirigentes, entre los que se encontraba Jacques Talment. Este recupera la libertad unos meses más tarde, gracias a una fuga organizada por su mujer. Unos días después, ésta es detenida a su vez y deportada. Según Schiller, la Gestapo facilitó la fuga de Jacques Talment porque éste había aceptado convertirse en uno de sus agentes. ¿Qué responden a estas acusaciones?

–No queremos discutir con sus autores -contestó Geneviève Talment-. Discutirlo es perder de antemano. Es entrar en su juego.

–En ese caso, ¿por qué han accedido a venir aquí? – intervino Jean-Yves Lerais-. No es preciso que les explique que nosotros estamos aquí para ayudarles. Me gustaría puntualizar que cada cual tiene su punto de-vista y sus interrogantes sobre este asunto. No formamos un tribunal judicial.

–La Resistencia -ponderó otro historiador- fue sin ningún género de dudas un acontecimiento excepcional que salvó el honor de Francia y de la humanidad y cuya trascendencia universal se proyecta aún sobre el presente y el futuro. Por eso tenemos la responsabilidad moral de no permitir que se propaguen mentiras.

»Nosotros los historiadores tenemos el deber de intervenir para impedir que la Resistencia se convierta en un tema de leyenda, de ficción romántica. Es esencial hacer salir la verdad a la luz, aun a riesgo de desmitificar a los héroes y de demostrar que las fronteras entre resistentes y colaboracionistas no eran tan claras. Nosotros no le tenemos miedo a nada: no hay tabú que nos detenga. La verdad y nada más que la verdad, eso es lo que nos interesa.

–¿La verdad según Carl Rudolf Schiller? – dijo Jacques Talment.

–Que un libro contenga afirmaciones turbadoras no significa que esté desprovisto de interés en el plano científico. Puede aportar elementos nuevos que hay que tomar en cuenta.

–¿Y es ése el caso del libro de Schiller?

–Todo indica que Schiller conoce bien el período. Por eso se aviene con nuestra función de historiadores, que consiste en distinguir lo que está verificado, porque se basa en documentos, de lo que es verosímil, porque se ha obtenido recurriendo a diversas fuentes autentificadas, y de lo que entra en la categoría de simple conjetura.

–¿Sitúan ustedes nuestro testimonio en esta categoría -preguntó Geneviève Talment- y el de Carl Rudolf Schiller en la primera?

–No se lo tome así -intervino Jean-Yves-. Les hemos convocado precisamente por el aprecio que les tenemos y por el respeto que nos merece su compromiso con la Resistencia. Sabemos que ustedes fueron de los primeros en rechazar el sometimiento del país y en levantar la cabeza en un momento en que pocos lo hacían. Pero también nos encontramos aquí en condición de historiadores y debo reconocer que el libro de Schiller plantea problemas: no se puede pasar por alto el considerable número de documentos y testimonios a que alude, algunos inéditos, que nos llevan a plantear ciertas preguntas vitales y a pedir aclaraciones.

–Permítanme que les exprese de entrada la estima en que los tengo -declaró el quinto historiador, especialista en la Resistencia-, y que afirme que el libro de Schiller no la ha menoscabado en nada. No obstante, lo que querría decir a mis colegas es que considero inútil debatir con los actores de la historia, porque ellos no pueden aportar ninguna verdad. Quien así lo crea ignora los más elementales mecanismos de construcción de la memoria. Es sabido que todo individuo recompone los hechos a partir de sus deseos y de sus aspiraciones. Mal que nos pese, la memoria transforma. No se puede esperar de un testigo que diga la verdad. Tampoco puede hacerse caso omiso del factor tiempo y cincuenta años es mucho tiempo. En el supuesto de que hoy los Talment nos anunciaran: «Todo lo que dijimos es falso, aquí tienen la nueva versión de los hechos», ¿por qué deberíamos prestar más crédito a sus palabras que a las anteriores? En mi opinión habría que realizar un trabajo a fondo, que debería consistir en examinar los materiales del dosier y confrontarlos entre sí. En lugar de prestarse a caer en la trampa de la memoria, hay que basarse en los documentos, que son pruebas fiables de lo que se dice.