El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–No me cabe duda. Es por la costura roja de la encuademación. Además, yo le había hablado a Carl Rudolf Schiller de ese cuaderno. No sé cómo ni por qué, pero estoy convencida de que lo tenía.

–¿Por qué le habló de él a Schiller?

–Hacía mención a un cuaderno similar en uno de sus libros y quería saber si se trataba del mismo que me había enseñado mi madre. Schiller me dijo que sólo tenía conocimientode su existencia por terceros, por deportados, pero estoy segura de que mentía. La verdad es que fue a desenterrarlo al sitio donde lo puso mi madre. Por eso puedo aseguraros que no está en casa de Jean-Yves Lerais.

–¿No? ¿Por qué no?

–¿Por qué no? Porque yo sé dónde está.

–¿Dónde está? – pregunté, tras un momento de silencio.

–En Auschwitz -contestó.

–¿En Auschwitz? – exclamé-. Pero ¿cómo es posible?

–El padre Franz me confesó que Schiller le había legado ese cuaderno con la instrucción de que lo «devolviera a su sitio» y eso es precisamente lo que hizo.

–¿Cómo pudo legarle Schiller el cuaderno, si lo vimos en el documental?

–Lo recibió por correo poco después.

Entonces recordé que el padre Franz nos había hablado, en efecto, de un curioso legado de Schiller, llegado por correo, poco después de la apertura de su testamento.

–¿Quién se lo envió?

–El asesino, supongo.

–¿Estaba al corriente del testamento de Schiller?

–Es posible. Quizá le interesara hacer circular el cuaderno. Por eso Carl Rudolf Schiller le dijo al padre Franz que lo devolviera a su sitio. Y el padre Franz me confió esa cuestión. Cuando me lo explicó, juntos pudimos reconstituir el hilo de lo ocurrido y decidimos que lo mejor era devolverlo al lugar donde estaba antes. Y así lo hizo, hace poco tiempo.

–Oye, mamá -se interesó de repente Lisa-, ¿sabes de dónde procedía el envío y en qué fecha se realizó?

–No, no lo sé.

–¿Por qué lo preguntas? – dije a Lisa.

–Porque es la única manera de exculpar a Jean-Yves. Es posible que en el periodo en que se mandó el cuaderno, Jean-Yves se encontrara ya en Italia. ¿El padre Franz tiró el sobre?

Mina se levantó de inmediato de la mesa y se dirigió al salón. La oímos descolgar el teléfono y marcar un número.

Al poco rato volvió.

–El padre Franz recuerda que recibió el cuaderno el 31 de enero, procedente de Berlín. El sobre en el que iba era bastante curioso. Era de color púrpura, como si lo hubieran impregnado de sangre. Dice que dejó el cuaderno en su interior cuando lo enterró en Auschwitz.

–Pero… Hay que ir a buscarlo -exclamó Lisa.

Su madre frunció el entrecejo.

–Es una prueba decisiva -insistió-. Localizar ese cuaderno supone exculpar a Jean-Yves y descubrir quizá la causa del asesinato de Schiller y también al verdadero asesino…

–No, Lisa. No pienso volver allí. Nunca.

–Pues entonces iré yo -replicó Lisa-. Voy a ir, ¿me oyes? – añadió más alto, mirando a su madre con una expresión terrible.

Yo le dirigí una mirada sombría. ¿Todo aquello por Lerais?

–No, Lisa -intervine-. Tú no puedes ir en tu estado. Si es imprescindible que vaya alguien, iré yo.

–¿Y tú -dijo Mina volviéndose hacia Samy-, qué opinas tú?

La observó un instante y luego se encogió de hombros y bajó la vista.

En ese momento comprendí que su mirada vacía no estaba tan extraviada como parecía. Con la espalda encorvada, el aire ausente, la boca cerrada, las mandíbulas apretadas, las cejas enmarañadas, Samy Perlman no hablaba; Samy Perlman permanecía callado hasta la desesperación.

O tal vez Samy hacía como que no sabía nada.

Capítulo 2

Transcurrieron varios meses hasta que acabamos de convencer a Mina para ir a Auschwitz y obtuvimos la autorización para buscar unos «documentos familiares» en el recinto del campo. Finalmente, Mina y yo decidimos desplazarnos a Polonia a finales del mes de septiembre. Béla insistía en venir con nosotros.

El verano pasó muy deprisa. Lisa y yo nos quedamos en París. Félix estaba ocupado con sus actividades periodísticas, a causa de los diversos atentados terroristas que se produjeron en el metro de París. Paul y Tilla se encontraban de vacaciones en Israel, en casa de los padres de Tilla. Veíamos de vez en cuando a Samy, Mina y Béla, que cada vez estaba más agresivo conmigo.

El vientre de Lisa crecía día a día. Aun así, seguía trabajando en otra obra, un encargo para un monumento en Estados Unidos. Su proyecto consistía en hacer construir seis chimeneas de cristal que simbolizarían los seis millones de muertos o los seis campos de exterminio nazis. De esas chimeneas, que estarían iluminadas de noche, debía salir humo continuamente.

–Pero ¿no te parece que ese humo crea un espectáculo tipo happening? -objeté yo-. ¿No es eso, precisamente, lo que tú calificaste en Washington de representación «obscena»?

–No -contestó-. Lo que yo rechazo es la pasión que pueda haber en las imágenes.

Entonces me acordé de la escultura bajo la cual había visto el nombre de Carl Rudolf Schiller. Continuaba sin aclarar aquel misterio. ¿Qué significado podía tener? ¿Cómo preguntárselo a Lisa? Sabía que me había mentido, que no se trataba sólo de una simple coincidencia.

Por mi parte, seguía con la redacción de mi tesis sobre Hitler y los judíos. En el tercer capítulo indagaba en la génesis del antisemitismo hitleriano. Descubrí su origen en la terrible derrota de la Primera Guerra Mundial, el «diktat de Versalles», que había inculcado en Hitler la idea de que el judío era el agresor contra el que había que defenderse, pues su religión y su psicología habían penetrado en todos los espíritus y los habían debilitado. Trabajaba sobre un pasaje difícil, en el que trataba de demostrar que Hitler había sufrido mucho a consecuencia de la guerra, por su historia personal y colectiva, y que, por empatia con su pueblo víctima, su deseo no era tanto batirse como combatir: combatir al enemigo que tenía a sus puertas, cumplir un acto de venganza, de expiación de la sangre alemana derramada. Demostraba que al principio Hitler había pensado en la expulsión y en la emigración de los judíos, más que en su destrucción. Según mi tesis, había mantenido hasta el final la idea de una solución territorial. Así, en verano de 1940 estaba todavía dispuesto a hacer emigrar a los judíos y lo mismo ocurría durante la campaña de Rusia. Pero los alemanes habían sufrido demasiado después de la guerra: había que encontrar una vía de escape a sus penalidades. ¿Por qué los judíos? Porque eran, argumentaba yo, la encarnación del liberalismo y la democracia, el materialismo y el hedonismo, el marxismo y el comunismo. El miedo al comunismo, así como el antibolchevismo, era el motivo principal de la exterminación de los judíos. El último factor desencadenante de la solución final fue, en mi opinión, la guerra mundial iniciada por Estados Unidos. La destrucción de los judíos de Europa fue el precio de la victoria de 1945: ésa era la conclusión de mi capítulo.

El 28 de septiembre de 1995 acompañé a Mina y a Béla a Auschwitz. Lisa se quedó con su padre en París.

Llegamos al aeropuerto de Cracovia a las once menos diez de la mañana; tomamos un taxi y, después de atravesar el pueblo de Oswiecim, circulamos por carreteras desoladas, erizadas de construcciones en torno a las que trabajaban campesinos harapientos. Cualquiera habría podido pensar que estábamos en periodo de guerra. El cielo de Silesia era pura antracita. El cielo de Silesia babeaba vapores grisáceos: era sucio y lastimoso. Al llegar a la entrada del campo, me detuve un instante: sentía vértigo. Era como si una mano invisible me obligara a quedarme atrás. Era como si fuera a violar un tabú.

¿Cuándo había tomado aquella decisión?

¿La había tomado realmente, o había sido un mero impulso?

Auschwitz. El lugar del crimen. El lugar de la nada, la ausencia de lugar. La de allí no era la nada de la creación, esa nada que no existía; era la nada de después de la creación, la del mundo trastornado, esa nada evaporada de respiraciones angustiadas, de cuerpos encogidos, de hambre, de frío o de calor, esa nada de miseria, esa nada del sacrilegio, esa nada que existe en tanto lleva a añorar la ausencia de nada.

La torre de observación se elevaba entre dos sólidos edificios, rigurosamente simétricos. A cada lado había un ala horadada por angostas ventanas. La vía se adentraba en el campo hasta la plataforma donde el ojo del amo decidía qué era derecha y qué izquierda. Alrededor había una larga armadura, una protección. Sus sucias piedras se extendían formando una especie de prado cuadrado, un cercado infranqueable.

Entramos. En medio de varios pabellones, en una especie de patio, un guía explicaba «el holocausto» en polaco. Mina lo escuchó: hablaba del sufrimiento de los prisioneros polacos, de la sublevación de los resistentes polacos, del martirio del pueblo polaco. Delante del edificio del bloque once en la pared, se advertía una gran cruz: era la del antiguo convento de Auschwitz, que había sido trasladado unos kilómetros más allá; la cruz seguía de todos modos allí, dominando el lugar, apropiándose del espacio y del tiempo, absorbiendo la experiencia de la desolación con la pretensión de darle un sentido, abrazando el campo con sus brazos abiertos, abrazando los cuerpos perdidos.

Miró y odió lo que veía. Al contemplarse en el espejo, lo asaltó una oleada de odio que lo sacudió con la fuerza de un huracán hasta lanzarlo violentamente contra la pared. Había dejado de vivir en el mundo como en su medio natural. Sentía vergüenza de estar vivo en lugar de otro, de un hombre más generoso, más sabio o más sensible. Cuando desplegaba sus recuerdos, volvía a ver a hombres más dignos de vivir que él. Él. ¿Por qué él? ¿Por qué había sido elegido para llevar la terrible noticia, para estar vivo a expensas de otro? Acabara como acabase la guerra, los otros la habían ganado ya: él no había podido dar testimonio y, aunque lo hubiera hecho, nadie le habría creído. Ellos sabían que habría sospechas, discusiones, investigaciones, pero habían destruido las pruebas al destruir a los hombres. «La historia de los Lager -decían-, la dictaremos nosotros.»

¿Dar testimonio? ¿Quién era él para dar testimonio? El verdadero testigo no existía ya. Prefería callarse, callar para siempre. Por eso había decidido no hablar más.

En ese momento Lisa comenzó a romper aguas de forma prematura. Intentó avisar a su padre: no estaba. Tampoco había nadie en casa de Paul. Entonces se trasladó al hospital sola y, sola, entró en la sala de partos.

Así, no hubo nadie que sostuviera la mano de Lisa en el trance, nadie que la acompañara cuando tenía las contracciones, para hacerla respirar de manera pausada y profunda. Nadie que le secara el sudor cuando comenzó a empujar, mientras se entreabría lentamente su vagina.

–Esta morada de amor, de oración y de reconciliación, este lugar que fue en otro tiempo hogar de la muerte, irradiará una nueva vida -decía-. ¡Ved a estas buenas hermanas! Ellas construyen con su mano el signo sagrado del amor, de la paz y de la reconciliación que dará testimonio del poder victorioso de Jesús. ¡Las capillas, las iglesias se elevan por todas partes, en Majdanek, Sobibor, Treblinka, Birkenau! Auschwitz es sólo un ejemplo entre muchos otros. El mal y el sufrimiento aproximan a Dios. El destino de la humanidad lo traen consigo estos héroes que riegan las flores, que crían corderos en los escenarios del desastre, ¡y la vida, sí, la vida continúa! La nueva alianza sustituye a la antigua. Créanme: ésta es una nueva era para la teología cristiana. Es la victoria del cristianismo, el mismo Papa lo ha dicho: «Auschwitz es el Gólgota del mundo contemporáneo. Los judíos han enriquecido al mundo con su sufrimiento, su muerte es como el grano de trigo que debe caer sobre la tierra para dar fruto.» Así está plasmado en las palabras de Cristo que llevan a la Redención.