El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Creo que fue entonces cuando descubrí la castidad, como fuerza y como purificación. En la actualidad recuerdo sin sufrimiento la tensión, la tentación y la continencia, y me parece que aquellos momentos fueron para mí los que contenían mayor amor, pues la alegría es más fuerte que el placer y la comunión espiritual más genuina que la de la carne.

Félix se burlaba: «El hombre que no es tentado no puede alcanzar el reino de los cielos», sentenciaba con guasa. O bien decía que yo practicaba la abstinencia como medio para evitar la propagación de la simiente humana, que multiplicaba de modo indefinido el sufrimiento y perpetraba el reino del Mal. Luego añadía, en tono irónico, que la concupiscencia era el arma de Satán y que la fornicación reducía al hombre a un estado de imbecilidad.

En el fondo, no andaba equivocado. Poco me habría importado no desearla. Casi me reprochaba el hacerlo. ¿No es acaso el deseo como el mal? ¿Estúpido, brutal, desenfrenado, irracional en su causa, terco en su voluntad, limitado en sus ideales? Igual que el mal, en cuanto se ha saciado, en cuanto se ha aniquilado, se empeña en renacer. Él es el príncipe de las tinieblas, provisto de una fuerza virulenta y temible. Puede abalanzarse sobre su presa; o bien agazaparse y avanzar despacio, arrastrándose o deslizándose. Igual que el mal, arde y hiela, se esconde bajo máscaras y se metamorfosea y, como el mal, procura actuar por encantamiento, seducir con el embrujo del verbo. Sin embargo, no llega a asir nada aparte de la presencia de un objeto inmediato. Igual que el mal, busca la materia, sin principio ni fin, sin razón alguna, aparece y desaparece en un instante y sólo deja tras de sí el perfume degenerado de una noche de desesperación.

Félix decía que había límites, que había obrado bien siguiendo sus consejos, pero que no debía exagerar.

Yo, por mi parte, pensaba que él no conocería nunca ese vértigo de cada instante, ese momento crucial en el que se siente que la propia vida puede dar un vuelco. No conocería nunca el paroxismo del deseo, la extraña satisfacción de no saciarlo.

No, no era el deseo lo que me ligaba a Lisa Perlman. Era otra cosa.

Un reconocimiento de que todo reside en el espíritu, de que la carne está supeditada al alma y que el alma sueña con otro mundo: eso tenía un nombre.

El amor es el choque de los extremos, el vacío que cobra vida, las fuerzas que se atraen, las formas que encajan entre sí. Esta fuerza incontrolable que aplaca al tiempo que excita, que tranquiliza y enloquece a la vez. Antes de ella, mi cuerpo era una cárcel, una mazmorra estrecha en la que se ahogaba mi alma, que topaba siempre con sus paredes; ella había abierto la primera puerta, la que lleva a la reunificación.

Lo que querría decir con toda llaneza es que he conocido el éxtasis de los primeros instantes, la locura de los amantes de Verona que tantas burlas ha suscitado. Yo he vivido las ansias de la pasión: cuando un deseo infinito, inconmovible, ardiente como el fuego, orgulloso como una roca, halla su paroxismo ante el rechazo que se le opone. La evasión hacia la nada, la tentación del abismo, las noches de insomnio, los llantos de desamparo, la soledad: descubrí todo eso. Sé lo que es un progreso glorioso, cuando una sonrisa, un pequeño resplandor indican el más mínimo interés, la certeza inquebrantable de la belleza de la vida, cuando el sol se cuela en una mañana primaveral. He conocido también el nihilismo más descarnado, la desesperación y la angustia metafísica. He paladeado todos los extremos, la felicidad más absoluta y la postración, el odio más sordo y el afecto más tierno, la alegría y el dolor, la vida y la muerte, la sabiduría y la locura, todo lo he experimentado por una primera mirada.

Sin embargo, carecía de toda predisposición para ello. No tenía ni la imaginación creadora ni la abertura espiritual necesarias para vivir esta aventura inenarrable; no tenía la vulnerabilidad propicia a la pasión. No tenía capacidad de adhesión fiel, incondicional, y sentía demasiado interés por los bienes terrenales para correr el riesgo de ponerlos en peligro. Lo que me sucedía era a todas luces impensable. Había vivido, en esa vida histórica, paseando mi incredulidad a través de los siglos y, de improviso, todo mi vagabundeo adquiría un sentido inaudito, que justificaba mi existencia. Jamás habría sospechado que aquello pudiera ocurrirme a mí. Me daba escalofríos sólo de pensarlo. Tenía miedo de perder el control sobre ese ser: yo, esa ficción, ese suspiro que hace volar las motas de polvo.

Creo que entré en el ámbito de la pasión igual que san Agustín entró en el de la religión. Por una conversión. Algunos dirían que fue por la gracia.

Ella iba todos los días a nadar a la piscina del hotel Nikko, a orillas del Sena. Y yo la acompañaba todos los días.

Era una pequeña piscina en la que flotaban en silencio algunos turistas japoneses. Otros realizaban sus extraños ejercicios al borde del agua, desarrollando con lentitud los movimientos, como si tomaran impulso para un acto que nunca llevaban a cabo. Ese pueblo calmado y sereno parecía esforzarse en adquirir la fuerza suprema, el control de sí. ¿Acaso no son la paciencia y la determinación las claves del dominio del mundo? Sus gestos interminables conferían a ese lugar una tranquilidad particular, más propicia a la meditación que la que se halla en los baños donde la gente chapotea de manera ruidosa.

Yo procuraba imitarlos mientras veía a Lisa sumergirse, hendir el agua con su cuerpo espigado, golpearla con sus largas piernas, dividir las olas con sus brazos acerados como remos, como láminas. Félix decía que aquello era el suplicio de Tántalo. Yo me sentía purificado por esa prueba que me incitaba a la contemplación y cuyo punto culminante, según dicen, es la visión de Dios. Aquella piscina estaba en verdad en algún punto elevado del monte Hermón, descendía hasta Galilea, se alargaba hasta el mar Muerto y se llamaba Jordán, por Jared, antepasado de Noé. Bajar al cauce natural de sus aguas puras y turbias era el placer.

Me gustaba el agua fría. Me gustaba ver mi imagen reflejada en la piscina: era como mi auténtico ser. Una imagen imprecisa, cambiante, que se adaptaba a los altibajos de las olas. A veces tenía la impresión de que no era yo quien miraba al fondo del agua, sino el otro, el doble, que buscaba su ser real. Me escrutaba; quería saber qué significaba ser. Me remitía a mí mismo y me decía: ¿quién eres tú? ¿Quién eres tú, el historiador de sombras que no ha sentido nada verdadero, que no ha expresado nada relacionado con las esencias infinitas, que no ha desvelado nada del otro mundo? ¿Vas a despojarte de tus ropas y a desprenderte de tu torpeza alienante? ¿Te meterás por fin desnudo en esta piscina? ¿Oyes la agitación del oleaje? Eso decía el hombre de luz, ese compañero, ese gemelo de las aguas vaporosas y de las aguas claras que, a la manera de un velo transparente, reanimaban con un fuego brillante el abismo profundo del universo.

Todos los días se repetía el mismo ritual. Ella tardaba unos minutos en entrar en el agua y luego nadaba durante una hora, a braza o de espaldas. Después de bañarse, se embadurnaba los brazos y las piernas con un ungüento de olor dulzón para tomar el sol de aquel comienzo de primavera. Yo debía ayudarla a ponerse crema en la espalda. Lentamente, moviendo apenas la mano, hacía penetrar la dulce unción en su piel y me maravillaba viendo cómo ésta bebía las lágrimas de vida, las engullía para reconstituirse. La espalda de Lisa era todo un paisaje y yo, su geógrafo. Dos pequeñas colinas descendían en suave pendiente hasta una serie de dunas que se elevaban haciendo de contrafuertes de una llanura de calma y belleza, de un trazado de serenidad infinita, un área lisa y llana, una larga playa constelada de mica, de caracolas varadas en la orilla, como ébano sobre marfil. El desierto de Lisa era un desierto blanco cuya arena acariciaba, cuyos surcos rozaba con mis manos. Yo despertaba a esa playa virgen con una sustancia rica para paliar la aridez del sol y, gracias a un milagro del cual era artífice, pero en el que era el último en creer, llovía en el desierto, llovían gotas acres y dulzonas que caían como flor nocturna, como un bálsamo sobre un corazón marchito.

La piscina estaba situada en lo alto de las torres de Beaugrenelle y desde ella se veía París a partir de los muelles del río. Hacia las seis descendía una luz que aureolaba el entorno con un nimbo fosforescente. Era la creación del mundo, era el vacío de los primeros instantes, posado sobre nosotros como un fluido imponderable, un gas, ni blanco ni negro, ni rojo ni verde, ni de ningún color; era el cénit, el azul propicio, fulgor de los comienzos. De la piscina subía un vapor ligero que se elevaba hacia el cielo, y la luz, fuego y sol, igual al origen, ahuyentaba a la noche, y a nuestro alrededor se borraba la nada… Delante de mí se producía el milagro: de las tinieblas y del abismo surgía el firmamento y abajo, las aguas, el verdor, los árboles y las hierbas, y los astros, luna, sol y estrellas, y todos los seres vivos, y yo no salía de mi asombro por todo lo que aquello me inspiraba, y veía, a lo lejos frente a mí, el mundo de antes de la creación, y la nada de la que había nacido el mundo, y quizás el lugar adonde éste se dirigía, y presentía el más allá del mundo, el espacio de las estrellas, y ponderaba el infinito y me formaba con ello el concepto de un pavor primordial.

Era como un mar en el cielo, por encima de los nubarrones de la ciudad. Era un fresco valle entre las nubes, de diluidas tonalidades blancas, pardas o verdes. La espuma blanca de la piscina era un rocío más fresco que el de las madrugadas. Era una ola límpida cuyos contornos formaban una ribera de guijarros grises y blancos. Era un pequeño valle tras el cual los espacios místicos revelaban el horizonte. El sol se ponía por el oeste; era allí donde la noche cortejaba al día.

Ella se bañaba en el curso de agua virgen, se ahogaba en él como la primera rosa, como una flor irisada.

Allí observaba yo correr el tiempo igual que el agua, con abundancia y rapidez, pero sin aprensión. Allí observaba yo caer el cielo e inflamarse el azul, rojo y violeta, púrpura y añil. El aire no era ya sofocante como en la ciudad asfixiada: envolvía sus miasmas con un velo dorado. La noche caía muy lentamente, la noche caía y todo se tornaba negro, salvo los astros que seguían iluminando el firmamento, y la luna velaba a la tierra. La ciudad de las luces brillantes parecía contemplar el cielo, como si hubiera dos mundos situados cara a cara: el de arriba y el de abajo. Y nosotros estábamos suspendidos en el aire, entre cielo y tierra, y quizás estábamos allá simplemente para unirlos.

Mi sed se aplacaba con el agua en la que se bañaba la gracia diáfana del rostro y del cuerpo de Lisa. La bebía como si emanara de ella. Cuando salía de la piscina, las gotas le resbalaban sobre la piel como un millar de pequeños arco iris. Sus ojos sonreían; brillaban con el destello de la vida. Casi me hacía daño mirarlos.

Los ojos de Lisa eran el universo, con los círculos concéntricos del globo, el iris y la pupila. El blanco, donde se ramificaban las venillas enrojecidas por el cloro cual coral sobre la duna, perla de luz, era la luna herida; el círculo intermedio del iris, pigmentado de azul de ultramar y salpicado de manchas grises, era el cielo y sus estrellas, de donde lloraba a veces la lluvia bajo las nubes cenicientas; y el círculo central de la pupila, sima de sombra de profundidades insondables, noche de ébano, misterio de los misterios, era el fondo secreto de la tierra.