El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–¿Qué quieren que haga? ¿Que lo insulte? ¿De qué serviría ahora eso?

–Ese es un asunto que le incumbe sólo a usted.

–¿Qué quieren entonces de mí?

–La verdad.

–La verdad. La verdad es que mi padre era un cerdo. ¿Creen que es fácil decirlo?

Se produjo una pausa.

–Tenía, sin embargo, otras facetas -agregó al cabo de un momento Lerais.

–¿Ah, sí? ¿Cuáles?

–Podía ser agradable, amable y encantador, e incluso divertido…

–¿Y qué relación tiene eso? – intervino bruscamente Ansel.

–¿De qué habla? ¿Relación con qué?

–Con lo que hizo.

–¿Quiere que se lo diga? – replicó de improviso Lerais, clavando la mirada en su abogado-. Comprendo que usted le deteste, lo comprendo porque tiene derecho a hacerlo… Pero eso no tiene nada que ver con este juicio. Todo ese odio que lleva dentro -añadió, dirigiéndose al presidente- es un asunto personal suyo.

–¿Y él no tiene odio? – dijo Ansel, también al presidente.

–Yo no odio a mi padre.

–No obstante es un «cerdo», él mismo lo ha dicho.

–Vuelve a insultarlo.

–No dejaré nunca de hacerlo.

–¿No ve que él también sufrió?

–¿De veras? ¿Así que sufrió?

–Las cosas no eran siempre fáciles en Sudamérica. Al principio teníamos que cambiar de domicilio cada seis meses. Había que ser prudente, esconderse…

–Debía de querer mucho a su padre -comentó Ansel al presidente.

–Nunca lo quise; lo respeté.

–¿Y ahora?

–Me inspira repulsión tan sólo.

–¿Por qué no lo quiso nunca?

–Si lo hubiera querido, lo habría odiado de todas formas.

–¿Le resulta indiferente?

–No, no exactamente.

–¿Se siente diferente de él?

–Sí y no.

–¿Puede responder claramente? – reclamó el presidente.

–Me parezco a él en algunos aspectos que me disgustan y en otros soy distinto.

–Especifique más, por favor.

–Déjeme en paz, señor Ansel -gritó de repente Lerais-. ¿Qué pretende demostrar? ¿No ve que me atormentan sus preguntas?

–Debe responder a ellas, por su interés -dijo el presidente.

–No creo que de esto salga nada bueno.

–¿No?

–Creo que el señor Ansel está sacándome de mis casillas.

–No es ésa mi intención. Yo soy el abogado de la defensa, recuerde -terció Ansel.

–Aun así, lo hace -contestó Lerais dirigiéndose directamente a él-. Me está hundiendo en la culpabilidad, me sitúe donde me sitúe. Como si, en cualquier caso yo fuera culpable. Intenta hacerme caer en una trampa con su odio a los nazis. Yo no soy nazi, odio a los nazis…

–Lo sé.

–Usted explota mis sentimientos de culpa.

–¿Cómo?

–Si no lo odio, soy igualmente culpable, según usted.

–No, no, en absoluto.

–Sí. Usted pretende simplificar… Está jugando sucio, señor Ansel.

–¿Qué quiere decir? – le preguntó el presidente.

–Él… exagera.

–No le entiendo.

–Yo no puedo hacer que disminuya su rencor -continuaba Lerais, como si ya no escuchara-. Por eso continúa con su odio a cuestas.

Las palabras brotaban de su boca como si no consiguiera contenerlas. Se había puesto rojo. Con un movimiento convulsivo, se apartaba sin cesar una mecha que le caía una y otra vez sobre los ojos.

–A fin de cuentas, no lo necesito. Puedo recusarlo si quiero, ahora mismo. Es mi abogado y no tiene que tomar partido. De todas formas, esta cuestión no es de su incumbencia.

De pronto Ansel se volvió hacia su cliente y, mirándolo muy fijo, se dirigió a él:

–¡¿Que no es de mi incumbencia, dice?!

–¡No!

–Toda mi familia desapareció en los campos de concentración, señor Lerais. Le aseguro que esta cuestión sí me incumbe y mucho.

Lerais lo miró, sorprendido.

–Entonces ¿por qué aceptó defenderme? – logró articular.

–Decidí defenderle porque es inocente.

Lerais observó a Ansel un instante, con aire de total estupefacción.

–Dejémoslo aquí -imploró por fin, con voz baja-. No tiene sentido continuar.

–Oh, no, no vamos a dejarlo.

–¿De veras? ¿Está seguro de que no es usted el que me necesita a mí? ¿Le resulta agradable, quizá? ¿Le fascina ver al hijo de un asesino?

–No -contestó Ansel-. Es mi deber, en mi calidad de defensor suyo.

–¿Y por qué tiene necesidad de defenderme?

–Para no caer en la desesperanza -respondió Ansel muy quedo, mirándolo.

Lerais se sobresaltó. Los ojos se le velaron y un temblor agitó sus labios.

–Adelante, hágame las preguntas.

–Le recuerdo, señor Ansel, que no está autorizado a dirigirse directamente al acusado -advirtió el presidente-. Haga el favor de respetar el procedimiento.

Ansel carraspeó para aclararse la garganta.

–El acusado decía que su padre era un hombre normal, ¿no es eso? – prosiguió con calma.

–Responda -indicó el presidente.

–Bueno… -dijo Lerais-, me refería a que era padre, esposo…

Bajó la mirada y, en voz queda, añadió:

–También ordenó matar a cientos de hombres, mujeres y niños judíos.

En la sala resonaron unos agudos gritos.

Lisa se desmayó. Mina agarró con violencia el brazo de su hijo Paul. Béla me lanzó una mirada llena de odio.

No sabría precisar cuánto tiempo permanecimos así…, una eternidad. El juez no paraba de dar mazazos, amenazando a gritos con hacer desalojar la sala, pero yo creo que en realidad lo hacía para fingir una serenidad que no tenía.

Al final, me levanté y fui a buscar agua fresca mientras Paul reanimaba a Lisa, que nos observaba con la mirada extraviada.

Capítulo 4

–¿Fue su padre quien le informó de que era soldado de la Wehrmacht? – preguntó, una hora más tarde, el presidente a Jean-Yves Lerais.

–No.

–¿Cómo lo averiguó?

–Tenía doce años. En el colegio hablaban del Tercer Reich. Yo quería saber más cosas. Mientras indagaba sobre el tema vi su nombre en un libro de historia…

–¿Qué sintió al descubrir lo que hizo su padre?

–Me costaba creerlo -explicó Lerais-. ¿Quién puede comprender algo así? Todas las noches sueño lo mismo: unos hombres me arrancan de la cama y me meten en una habitación con duchas. Siento que me falta la respiración, me precipito hacia la puerta y entonces me despierto… Otras veces estoy asesinando a alguien y después me entrego a la policía. Y entonces acaba todo y me quedo en la cárcel durante el resto de mi vida…

»Mis padres huyeron a Sudamérica con documentación falsa y con otros camaradas de guerra. Cuando llegaron, había unas personas esperándolos. Fueron a buscarlos en coche, les dieron una casa. Comenzaron una nueva vida. Se habían llevado dinero de Alemania. Mi padre tenía un pequeño negocio en el que empleó a sus antiguos camaradas. Todos vivían en el mismo barrio. Había un colegio alemán, una tienda alemana, restaurantes, de todo. El domingo íbamos al templo y después a tomar cerveza con los amigos alemanes, oíamos chistes alemanes y leíamos periódicos alemanes… ¡Ah, me olvidaba, no había únicamente alemanes: había también austríacos…! – Esbozó una sonrisa triste-. Era una primavera eterna, la tierra era fértil, el sol brillaba de continuo; era el paraíso, el paraíso de los perdedores…

–¿Y qué pensaba usted de todo aquello? – continuó el presidente.

Lerais levantó de repente la cabeza:

–El detestaba a los judíos, a los homosexuales y a los comunistas, pero se había vuelto demasiado cobarde para reconocerlo en público. En su fuero interno pensaba que llegaría otro Führer; cuando yo intentaba llevarle la contraria, se ponía a vociferar; «qué sabes tú de esa época, los judíos y los comunistas del gobierno te han hinchado la cabeza». También decía: «Mira lo que hacen en Israel. Se han vuelto militaristas, han demostrado su verdadera naturaleza de verdugos.»

»La noche posterior al entierro de mi padre, meé sobre su tumba. La pisoteé y después vomité. ¿Cómo se les pudo ocurrir tener un hijo después de lo que pasó? ¿Cómo pudieron hacerme eso a mí? Querían jugar a ser una familia normal. Recuerdo los árboles de Navidad que ponían en nuestra bonita casa, los coros de niños, que mi padre adoraba, y los días 30 de enero: cada año se celebraba una gran fiesta en casa. Mi padre no manifestó nunca el menor arrepentimiento, ni sufrió ningún sentimiento de culpabilidad. Cuando estaba un poco borracho, el domingo, se transformaba de nuevo en el héroe, el vencedor de la guerra.

–Querría saber cómo murió su padre -planteó el señor Ansel.

–¿Cómo murió? – repitió el presidente.

–¿Qué puedo responder yo? – Observó Lerais al abogado con expresión desconsolada-. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que murió en un accidente o, mejor aún, que yo lo maté, no de una vez, sino poco a poco? Mi padre falleció de muerte natural, igual que mi madre.

–Señor Lerais, ¿puede decirnos qué opina de los judíos? – preguntó el presidente.

–No lejos de donde vivíamos, había unos judíos emigrados, alemanes también; desde niño me fascinaba verlos. En la adolescencia trabé amistad con varios chicos judíos: cuando mis padres se dieron cuenta, se pusieron furiosos. «En aquella época te habrían hecho llevar una estrella», gritaba mi madre. Eso me animó a seguir. Invitaba a mis amigos a casa. Por ese tiempo comencé a leer todo lo que encontraba sobre el Tercer Reich y decidí dedicar mi vida a elaborar su historia. Tras la muerte de mis padres, vendí todos sus bienes y vine a Francia porque el francés era mi lengua materna… Y después…, y después…

Bajó la mirada.

–Y después conocí a Lisa…

Lisa, a mi lado, clavó los ojos en el suelo.

–¿Sabía ella quién era usted?

Se produjo un silencio momentáneo.

–El hijo de Helmut Vurtz -murmuró Lerais-, antiguo oficial de la Wehrmacht y criminal de guerra. No, por supuesto que no.

–¿El acusado conocía a Schiller? – preguntó Ansel.

–Sí.

–¿De qué lo conocía? – prosiguió el presidente.

–Lo había visto en los coloquios sobre la Shoah.

–¿Sabía que era judío?

–No. Lo ignoraba.

–¿Le envió usted unas cartas de amenaza?

–Sí, fui yo.

–¿Porqué?

–Me parecía peligroso. No soportaba lo que decía a propósito del convento de Auschwitz. Además, era amigo de Crétel.

–¿Qué sabe de Maurice Crétel?

–¿Qué sé? – Lerais enarcó una ceja con socarronería-. Sé que hizo deportar a miles de judíos durante la guerra, eso es lo que sé. Y aparte, sé que estaba en connivencia con Perraud en la colaboración.

–¿Sabía Michel Perraud lo que había descubierto usted?

–Sí. Estaba tirándole de la lengua, antes de que me detuvieran…, y no por dinero. Sólo por placer, para verlo angustiarse en cada instante de su vida.

La sala se agitó y se llenó de murmullos ahogados.

Ansel se levantó y se acercó a su cliente.

–Quisiera que Jean-Yves Lerais responda ahora a la siguiente pregunta: ¿mató a Carl Rudolf Schiller?

Lerais lo observó un momento, totalmente descompuesto.

–Responda -ordenó el presidente.

–Me importa un comino -dijo en voz baja-. Todo me da igual.

–¿Mató usted a Carl Rudolf Schiller?

Ansel lo miraba entonces con calma, como si supiera que la respuesta brotaría, ineluctable.

–No -murmuró por fin-. No lo maté.

Lisa me apretó la mano con tal fuerza que me hizo daño.

Capítulo 5

El ujier hizo entrar al padre Francis para el último interrogatorio del juicio.

–¿Puede decirnos qué sabe en relación a un cuaderno marrón, que supuestamente fue entregado a Carl Rudolf Schiller antes de su muerte? – preguntó el presidente.

–Oh, por supuesto que sí, hijo mío -dijo el estrafalario hombrecillo como si hablara con un futuro novicio-. Fui yo quien le entregué ese cuaderno.

–¿Puede decirnos cómo llegó a sus manos el cuaderno?

–Oh, sí. Me lo dio un hombre que lo había encontrado en Auschwitz. Aseguraba que ese cuaderno tenía extraños poderes y yo también lo creo.

–¿Por qué se lo dio a Schiller?

–Porque quería que me diera su opinión al respecto. Su opinión como teólogo, quiero decir.

–¿Cómo se llamaba el hombre que le dio el cuaderno?

El padre Francis se volvió entonces hacia mí y, con raro ademán, respondió:

–Se llama Werner. Félix Werner.

Creo que nadie prestó atención a lo que acababa de decir el padre Francis a propósito de Félix. Todos pensaban que el anciano desbarraba. ¿Acaso no había acusado ya a Lisa? No, nadie prestó atención a lo que había dicho el anciano. Nadie excepto yo, que me había fijado muy bien. Félix Werner. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía? ¿Por qué había desaparecido de manera tan repentina?

Los alegatos de los letrados comenzaron al final de la tarde.

Nos encontrábamos todos en un estado de tensión extrema. En el fondo creo que, aparte de Lisa, la familia Perlman no había acabado de decidir si Jean-Yves Lerais era culpable o no y esperaban la sentencia del jurado para descargar su conciencia del peso de la decisión.