El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Y la milicia, ¿no es uno de los aspectos de Vichy? – había preguntado él.

–La milicia es una expresión tardía del régimen de Vichy, cada vez más vinculado a la Alemania nazi.

–La redada del Vel d’Hiv, ¿no fue obra de Vichy?

–Fue obra de la policía francesa, que actuaba bajo órdenes terminantes de los alemanes de la zona norte. La población era seguidora de Pétain y De Gaulle: Pétain era el escudo y De Gaulle, la espada. Había también milicianos de buena fe, que se encontraban por azar en la milicia. Yo mismo tenía un amigo que era muy impetuoso y que no soportaba ver vencida a Francia; por eso se enroló en la milicia. Son las circunstancias, las amistades, ¿comprende?, lo que hace que unos se inclinen hacia Londres y otros hacia Vichy. No es tan sencillo determinar la verdad.

–Pero la verdad no es nunca confusa, la verdad es clara y evidente: la verdad es que Francia perdió la dignidad ese día y que aún no se ha recuperado. Cuando los alemanes extendieron la Solución Final a Francia, Vichy habría podido alegar que aquella operación sobrepasaba los límites legales del armisticio. No podían impedir que deportaran a la gente, pero podían abstenerse de participar, o de tomar incluso la iniciativa en las deportaciones. Verá, señor Perraud, lo que es terrible es pensar que los alemanes tenían menos de tres mil hombres para llevar a cabo sus redadas en toda Francia. Dicho de otro modo, si Vichy se hubiera negado, no habrían podido culminar todas las detenciones.

¿Por qué?, decía. ¿Por qué la resistencia judía era la única de Europa que no podía contar con el apoyo de los aliados para abastecerse de armas y por qué los resistentes del gueto de Varsovia habían recibido tan poca ayuda de la resistencia polaca? ¿Por qué el Papa no dijo nunca nada, cuando una palabra suya habría podido salvar miles de vidas? ¿Por qué las fuerzas aliadas no quisieron destruir las instalaciones de exterminio de los campos, aunque disponían de mapas precisos de todos sus emplazamientos? ¿Por qué el gobierno americano retrasó el salvamento de los judíos, por qué desalentó las protestas contra el hitlerismo entre los judíos americanos, por qué insistió para que no se hicieran públicos los informes sobre la Solución Final, por qué rechazó un plan sueco que habría podido salvar a veinte mil niños judíos con la excusa de que aquello «disgustaría a los alemanes»? ¿Por qué los americanos no aumentaron sus cupos de inmigración entre 1933 y 1943, cuando Hitler utilizaba ese hecho en su propaganda para argumentar que ni siquiera Estados Unidos quería a los judíos? ¿Por qué ese cupo rígido en todos los países, que les impidió escapar? ¿Por qué sugirió el gobierno suizo a los nazis que identificaran los pasaportes de los judíos con una letra J? ¿Por qué Suiza permitió a la banca obtener enormes ganancias gracias al oro nazi y a la expoliación de bienes judíos? ¿Por qué sus clientes de ayer eran Hitler, Himmler y Goering y los de hoy se llaman Sadam Hussein, Mobutu y Abu Nidal? ¿Por qué continúa vigente la misma situación?

¿Lo ves?, siempre ocurre lo mismo, decía, los judíos siempre tienen la culpa; culpa por vivir, culpa por morir, culpa por haberse dejado masacrar y culpa por recordarlo, culpa por sobrevivir y culpa por proclamarlo.

En cierto sentido, todo esto forma parte del trabajo del historiador, decía él: la revisión es un elemento clave del trabajo histórico. No se puede confiar en la memoria individual, incierta y parcial, que recompone los recuerdos. El historiador está sometido a un deber para con la verdad.

Según él, entre la verdad de Crétel, que afirmaba que Jacques Talment había sido un agente de la Gestapo, y la del interesado, era imposible dilucidar cuál era la buena. Pero, decía ella, ¿acaso no tenía Crétel motivos de sobra para odiar a los Talment, que habían contribuido a desenmascararlo? ¿Era necesario que aquellos héroes, que estaban comprometidos con la lucha desde 1940, fueran obligados a justificarse en el ocaso de sus vidas? Como si la víctima y el verdugo estuvieran en el mismo plano, como si no se pudiera ya distinguir quién era uno y quién era el otro…

Como si ya nada estuviera claro: entre la palabra del colaborador y la del resistente, no se sabía ya a cuál dar crédito.

–Yo no creo en la demonización del mal, creo en su banalidad, en su normalidad. El mal es la suma de una multitud de elementos ínfimos. Los judíos fueron durante la guerra un parámetro de poca importancia, un hecho único entre muchísimos otros. Un historiador digno de tal nombre no puede admitir que Auschwitz sea el punto cardinal hacia el que converge el complejo encadenamiento de sucesos del periodo nazi; no se puede reducir toda la historia de Alemania a Auschwitz. ¿Cómo podría, en tal caso, hacerse justicia al número inmenso de víctimas no alemanas y no judías que tuvieron que soportar también su carga de sufrimiento?

–Pero en Auschwitz se produjo algo -decía él- que no había ocurrido nunca antes. Es lo que llaman Shoah, desolación; ¿por qué habla usted de nacionalsocialismo y no de la Shoah? ¿Es que le da miedo la palabra?

–Simplemente porque el término «nacionalsocialismo» está menos saturado, no se refiere sólo al asesinato de los judíos y contiene además «socialismo». Yo creo sobre todo que se olvida una y otra vez que la sociedad alemana no percibió todo lo que pasaba.

–Las tesis más recientes sobre ese tema indican que la población estaba perfectamente enterada. Había en todo aquello la idea de una labor de excepción que cumplir, de un empeño sobrehumano, ¡de una guerra ordenada por los dioses!

–En mi opinión, Auschwitz no es una consecuencia del antisemitismo tradicional: es sólo una reacción ante la ansiedad provocada por la revolución rusa. Si se demoniza al Tercer Reich, se le priva de todo rasgo de humanidad. No se puede afirmar que algo sea totalmente bueno o totalmente malo. Hay que relativizar los acontecimientos, situar las cosas en su justa proporción. Hay que tener en cuenta sobre todo el interés de los descendientes en hacerse pasar por víctimas y beneficiarse de un trato de privilegio. Hoy en día, la culpabilización de los alemanes recuerda la de los judíos: se les acusa de todos los males como antes se vilipendiaba a los judíos. No olvidemos que el personal de la SS asignado a los campos de exterminio forma también parte a su manera de las víctimas de la guerra. Conviene, en especial, no olvidar que no fueron los alemanes los que inventaron los campos bolcheviques en 1920. Todo el problema deriva del hecho de que la historia del Tercer Reich ha sido escrita por los vencedores: por eso se ha convertido en un mito negativo.

–¿Los vencedores? Es decir… ¿los judíos?

–Exacto. Era una guerra entre los judíos y los nazis. Hitler tenía motivos fundados para pensar que sus enemigos querían destruirlo. Como prueba, puedo citar la declaración de guerra contra la Alemania nazi que hizo Chaïm Weizmann en 1939, en el Congreso Judío. Hubo asimismo un panfleto publicado por un americano, Theodore Kaufmann, en 1940. Estos dos acontecimientos otorgaban a Hitler el derecho a tratar a los judíos alemanes como prisioneros de guerra y a deportarlos. Lo que quiero decir es que la Solución Final es sólo la respuesta de Hitler al peligro cuya amenaza sentía.

–¿Que los judíos amenazaban con destruir a Hitler?

–¿Por qué surgió entonces el nazismo, si no fue a causa de la declaración de guerra de los judíos contra Alemania?

Dios tendrá piedad…

El Señor tendrá piedad de su pueblo…

Decía que proveería de lluvia para los sembrados y de simiente para la tierra y de rebaños para apacentar en los pastos y de ríos en abundancia y que la luz de la luna sería como la del sol y que la luz del sol se multiplicaría por siete. La justicia reinaría por fin, como un refugio contra el viento, un abrigo contra la tormenta, un río en una tierra reseca.

En Ararat había formulado una solemne promesa a Noé: «No volveré ya más a maldecir la tierra por causa del hombre. Cierto es que el corazón del hombre se inclina hacia el mal desde su niñez, pero no volveré a castigar más a todo ser viviente como lo he hecho. Desde ahora y por todos los días de la tierra, sementera y siega, frío y calor, verano e invierno, día y noche nunca cesarán.»

¿Por qué, entonces?

Tal vez el Mal sea demasiado fuerte para Él. El Mal radical, el Mal cometido como un fin en sí mismo y no como un medio para llegar a otro fin. El Mal radical como un misterio, como la parte negra de la creación, lo incomprensible, el ser privado de ser, la nada de la nada, el triunfo del caos sobre el orden, la destrucción del espíritu y del cuerpo, la reducción de todo a nada; la nada, el insondable poder de la nada.

El Mal trascendente, ignominioso, el del asesinato individual, el del asesinato en masa, el de la tortura y de la degradación física, el mal ingenioso y vicioso, servil y dominador, el Mal pensado y calculado, lentamente preparado, concienzudamente ejecutado, el Mal aventajado por el mal, superado, aumentado sin pausa, el Mal en relación al cual la crueldad es un juego de niños, el Mal civilizado, el de las personas instruidas y educadas, el Mal decidido, inquebrantable, al que llamamos barbarie.

Parece loco, insensato, y sin embargo se aplica de forma racional, como una máquina implacable. Supera todos los horrores de la imaginación, todas esas pesadillas que nos despiertan de noche con esa extraña impresión de realidad; pero allí es al revés, allí se vive en un decorado alucinante, de fuego, de carne y de sangre, y el sueño es el único momento de tregua. Ese mal supera la idea que se tiene del infierno, pues el infierno es las llamas que arden de manera indefinida, es la tortura y el suplicio para los hombres que han cometido faltas y eso todavía tiene un sentido.

Incluso cuando se mata a un hombre, no es preciso degradarlo como lo hace el mal radical; incluso cuando se mata a un hombre, no se lleva a cabo esa clase de mal y es posible perdonar a los asesinos de los propios hijos, si se sabe por qué y cómo han actuado, por sufrimiento o por pobreza, por amor o por celos. Esa clase de mal, en cambio, no es explicable. Shakespeare no lo comprendió y por eso pintó jorobado a Ricardo III: cualquier hombre tan feo, deforme y repugnante como él haría el mal para vengarse de los hombres que lo detestan por lo que es; ese aborrecimiento es tan insoportable que prefiere ser odiado por lo que hace. Pero el mal radical lo ejecuta el hombre de facciones agraciadas y altivo porte, de estatura elevada y cuerpo recio, el hombre afortunado en el amor, el hombre próspero, el hombre casado que se reúne con su mujer y sus hijos después de haber destruido a una multitud. No, el mal no es repulsivo como Ricardo: es seductor; sugiere, tienta y atrae, arroba los sentidos, cautiva a la razón y, situado en pleno centro del tiempo, engatusa al hombre con el espejismo del Poder.

Manipulador, hábil calculador, refinado estratega, es forzosamente inteligente, tiene una capacidad inventiva genial, es prolífico y nunca le faltan argumentos. Lo propio del mal es engendrar males, propagarse, ser legión. Se extiende como una plaga, como una enfermedad contagiosa, como una peste. Así es como se normaliza, se banaliza y se aburguesa. Así se transforma en costumbre, norma y ley. Es erróneo pensar que el mal se reconoce por su caos: lo propio del mal es llevar una existencia respetable.

Es como un carnicero que corta carne todos los días, que la pesa y la vende porque es el acto más natural del mundo; porque ése es su cometido; porque hay que comer y nadie podría poner en tela de juicio tal necesidad. Pero de repente, la carne es la carne del hombre, es la sangre que circula por sus venas, flores del barrizal, renuevos aplastados.