El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Lisa, por su parte, temía que aquello desembocara en un error judicial y que el verdadero asesino permaneciera en libertad. Mina decía que había que confiar en que el tribunal haría justicia.

El informe del fiscal era simple: Jean-Yves Lerais había enviado varias cartas de amenaza a Carl Rudolf Schiller. No se dedicaba a sonsacar información a Michel Perraud, sino que era un ferviente admirador suyo.

Era posible que no supiera que Schiller era judío, pero su cambio de postura en el juicio contra Maurice Crétel lo había enfrentado a sus propias dificultades personales. Había comenzado a estudiar la Shoah por idealismo y poco a poco, tal como habían demostrado los testimonios de Lisa Perlman y Jacques Talment, había desarrollado un odio creciente hacia los deportados: se había identificado con su padre, no había conseguido superar su pasado.

Había matado a Schiller el 27 de junio de 1995, exactamente cincuenta años después de la liberación del campo de Auschwitz; sólo un historiador podía hacer algo así. Había trasladado la mitad del cadáver de Schiller a Italia, a la École de Roma, al otro país protagonista del fascismo. Jean-Yves Lerais no era un asesino, sino un bárbaro.

Un hombre que había partido en dos a otro hombre: dejarlo en libertad era arriesgarse a que repitiera un acto igual de atroz.

Para acabar, el fiscal reclamó cadena perpetua.

El abogado de la parte civil abundó en el mismo sentido.

El señor Ansel pronunció un alegato incisivo. Jean-Yves Lerais era una víctima. Víctima de su pasado, de su historia, víctima de una maquinación diabólica. Todo había sido cuidadosamente calculado, planificado hasta el más mínimo detalle: las cartas de amenaza en el apartamento de Schiller. Después la mitad del cadáver en la École de Roma, el sitio donde trabajaba. Todo parecía muy convincente…, con una salvedad. En esa maquinación infernal, se habían fabricado pruebas contra Lerais, pero no se había tomado en cuenta un elemento: no tenía ningún móvil. Jean-Yves Lerais no tenía ningún motivo para matar a Schiller.

¿Querían que les explicara qué era un móvil? Lisa Perlman, por ejemplo, podía haber querido matar a ese teólogo cuya condición de judío había descubierto ella. Lo había averiguado cuando grababa los nombres de los niños en el bloque de granito. Por esa razón había ido a Berlín a ver a ese hombre que la tenía intrigada porque había conseguido hablar con su padre. Allí se había enterado de la verdad. Lisa Perlman sabía más cosas de las que había dado a entender. Su mentira, con la que había incurrido en perjurio, tenía un cariz inquietante: ¿qué grave información intentaba ocultar?

Su hermano Paul podía asimismo haber querido matar al individuo que entorpecía la buena marcha de su asociación, porque tenía una «fijación» con los palestinos, que le impidió asignar según le parecía las sumas disponibles y le había obligado a dimitir. En cuanto a Béla Perlman, que había pasado tres años en un hospital psiquiátrico, había podido matar a Schiller en el transcurso de uno de sus accesos de furia y de odio contra el mundo entero y procurar hacer recaer las acusaciones en Lerais, a quien envidiaba y detestaba. Tal como había indicado el psiquiatra, Krima, un paranoico puede ser peligroso hasta el punto de pasar a la acción y cometer un asesinato: de Béla Perlman podía esperarse cualquier cosa. ¿Y qué iba a decirles de Jacques Talment, cuya reputación había mancillado Schiller en su libro, causando un grave perjucio tanto a él como a su esposa?

Habló también de Mina Perlman y del cuaderno marrón, misteriosamente desaparecido. ¿Era absolutamente seguro que había desaparecido? ¿No habría sido la propia Mina la que envió el cuaderno a Carl Rudolf Schiller, con el fin de perjudicarlo y desestabilizarlo? ¿Por qué había logrado Schiller desatar la lengua de aquel hombre que no hablaba jamás? ¿Le sonsacó algo? ¿Lo sabía, en tal caso, Mina? ¿Por qué se había suicidado? ¿Llegaría a saberse el porqué alguna vez?

En cuanto a Ron Bronstein, ¿no tenía motivos sobrados para odiar a Schiller? ¿No tenía motivos más que suficientes para matar al hombre que había insultado la memoria de los suyos?

Y Michel Perraud, a quien Schiller había traicionado al renunciar a apoyar a Crétel, ¿no era igualmente un posible sospechoso del asesinato de aquel a quien denominaba «su amigo»? Tenía motivos más que suficientes para mandar matar a Schiller y para hacer que acusaran a Jean-Yves Lerais, que conocía detalles secretos de su pasado colaboracionista con el régimen de Vichy.

En el caso del padre Francis, su desvarío podía desencadenar por sí solo cualquier locura. ¿Qué clase de objeto era ese cuaderno marrón dotado de extraños poderes? ¿Y quién era el tal Félix Werner al que había aludido?

Ésas eran las pistas que había que seguir si de verdad se quería dar con el asesino.

Todas aquellas personas tenían móviles, sí, todas tenían motivos para odiar a Carl Rudolf Schiller hasta el punto de matarlo, pero no Jean-Yves Lerais.

No se trataba de una casualidad. Quizás uno de ellos fuera el verdadero culpable. En todo caso, el asesino estaba aún en la calle, puesto que Lerais era inocente. Condenar a Jean-Yves Lerais era asumir el riesgo y la responsabilidad de dejar en libertad al verdadero asesino, un hombre que no sólo había cometido un crimen atroz, sino que había puesto en marcha un mecanismo implacable para hacer que acusaran a otra persona en su lugar. El individuo que dejarían en libertad no era un simple asesino; era un monstruo, un genial manipulador, un ser diabólico.

Capítulo 6

El 30 de octubre de 1997, a la una y media del mediodía, Jean-Yves Lerais fue absuelto.

Ese mismo día, en el periódico apareció un artículo en el que se comentaba la decisión de la justicia. No bien comencé a leerlo, reconocí la marca de Félix.

De golpe, el corazón me dio un vuelco en el pecho, cuando reparé en la firma que había al pie de la página: figuraba como autor Félix Simmer.

¿Qué sentido podía tener aquello? ¿Por qué había empleado Félix mi apellido para firmar ese artículo?

Un vez más traté de ponerme en contacto con él. No estaba en su casa. En el periódico me respondieron que estaba de vacaciones. El artículo publicado había llegado por fax. Nadie tenía noticias de él. Félix Werner había desaparecido.

Octava parte

Capítulo 1

A menudo, mientras fumo, miro cómo se elevan las volutas azules y dejo vagar mi espíritu sobre el vacío de los primeros instantes, sobre el aire transparente, el fluido imponderable. Ese flujo se transforma en un gas incoloro, ni blanco ni negro, ni rojo ni verde, que conforma el aire propicio al resplandor del comienzo. Un vapor asciende como una columna, sube hacia los cielos; después la luz, fuego y sol, cual si fuera el origen, ahuyenta las tinieblas y en torno a ella se esfuma el vacío.

Entonces contemplo el milagro de la Creación, el firmamento y las aguas inferiores, la vegetación, los árboles y las plantas, y las lumbreras, luna, sol y estrellas, y todos los seres vivos, y no remite mi asombro, y veo, en la distancia detrás de ellos, el mundo anterior a la Creación y la nada de donde nació el mundo y hacia la que tal vez va, y también más allá, el espacio de las estrellas, y, ante ese infinito, yo pregunto: ¿por qué haber deseado ese mundo? Y tras haberlo deseado, ¿por qué no haberlo concebido en su totalidad del lado del bien?

¿Quiere usted que no se vuelva a oír hablar de violencia, de ruina ni de devastación? ¿Quiere que la luz perpetua ilumine la noche? ¿O bien desea que el mal se multiplique, que cobre independencia, que se erija en justicia absoluta, que domine el mundo y que lo cree a su imagen y semejanza?

Que él diga: «Hágase de noche» y que la noche se haga. Que diga: «Hágase de día» y el día se haga sobre el sufrimiento y sobre la muerte.

Fuerte, fuerte como el mal, como el amor, como la muerte. La luna envía la luz del sol y es su espejo y los ojos de Lisa, como luceros del alma, iluminaban todo lo que era visible, sueños de una tarde, perlas de agua, gotas de rocío.

Fuerte como el mal. Su sol no se pondrá ya, su luna no desaparecerá ya, su claridad oscura permanecerá sobre todos, para siempre. Espléndido, poderoso, omnisciente, como el mal. Él es la hermosura y la iluminación.

Fuerte, fuerte como el mal que cava los sepulcros de los justos en territorio de malvados, fuerte como la muerte; terrible, celoso e impúdico como el mal infligido a aquellos que no han cometido violencia alguna, aquellos cuya boca no ha proferido nunca la mentira, aquellos cuya mano no ha golpeado nunca el cuerpo del hombre.

Sí, usted lo sabía desde nuestro primer encuentro, ¿lo recuerda? Y si hoy me confieso con usted es porque me ha elegido de igual manera que yo lo he elegido a usted, me ha llamado, con todo el corazón me ha deseado. Me ha buscado en su exilio, dondequiera que me encontrase, le he gustado porque usted estaba diseminado, me ha llamado en sus caídas, me ha predicho en mi gloria y mi unidad reconstituida; usted es mi redentor, usted ha triunfado sobre la Distancia, que me aleja y me separa de usted, usted me ha seguido en mis tribulaciones, en mis procesiones, a través de la fragmentación de las apariencias, ha captado la intencionalidad espléndida y le ha restituido su verdadero sentido, me ha dado un pensamiento y una voz, un verbo, me ha manifestado, me ha comprendido, sí, me ha comprendido. Desde que lo conocí, supe que el objeto de su presencia era revelarme a mí.

Usted me ha dado un lenguaje que es el arma esencial para la comprensión, ha seguido el movimiento de mis labios, ha conferido un sentido a mis palabras, me ha localizado una multiplicidad de interlocutores para unirme y revelarme.

Desde que acabó el juicio, me vi invadido por una oleada de tristeza: había comenzado a habituarme a aquellas sesiones cotidianas que me permitían ver a Lisa. Después se volvió de nuevo inalcanzable. Intenté en varias ocasiones provocar una discusión con ella. Se negaba a hablar conmigo. Decía que necesitaba tiempo para ordenar sus ideas. Volvió a vivir en casa de su madre, en la cual yo seguía sin ser bien recibido.

Un día fui a su estudio para verla. Me enseñó su última escultura, titulada El oro y la ceniza.

Era una obra figurativa bastante grande, de un metro de altura más o menos. En la base había un montón de gravilla, piedras minúsculas que formaban una especie de polvo gris. Encima había un hombre arrodillado: no se le veía la cara, que quedaba oculta bajo un sombrero. Ese hombre sostenía a una mujer en brazos, una mujer envuelta en un chal, medio oculta bajo las cenizas.

Lo que aparecía en un relieve marcado eran los brazos y las manos del hombre, que enlazaban el cuerpo de la mujer. Eran unas manos impresionantes por su fuerza, su tamaño y su belleza.

Algo brillaba en ellas, un objeto dorado. Me acerqué: parecía mi sortija de sello. Entonces reconocí mis manos.

–¿Qué significa esto? – pregunté a Lisa.

Lisa observó la obra un momento, antes de contestar:

–Las manos delatan la pretensión de nobleza por el oro que se coloca en torno a los dedos para exhibirlo; es como un uniforme o un documento de identidad. Pero en realidad esas manos no conocen el valor del otro, hundido en las cenizas, el otro que sólo emerge de su masa a condición de permanecer ligado a ellas. El pudor, la intimidad arrastrados entre las cenizas, así es como al oro le gusta verlos. Brilla como un usurpador porque permite comprarlo todo. Representa los falsos valores igual que la historia construida por el historiador que pretende explicarlo todo y dar una significación a todo. Explicar la Shoah equivale, sin embargo, a mostrar que no fue una Shoah, sino un acontecimiento como tantos otros. De este modo, en nombre del oro-verdad, el historiador vuelve a hundir a los supervivientes en las cenizas. Si la Shoah no es más que un acontecimiento comparable a otros, entonces los supervivientes no tienen por qué dar su testimonio particular sobre ella, puesto que han sobrevivido a una guerra y a una violencia corrientes, comunes y normales.

–¿Qué hace el hombre, enterrarla o exhumarla? – pregunté.

–No lo sé -respondió ella, mirándome con gravedad-. Aún no lo he decidido.

Sus mejillas adquirieron un leve rubor, al tiempo que esbozaba una débil sonrisa.

La liberación de Jean-Yves Lerais había supuesto un alivio para todos. Al principio, los Perlman tuvieron la impresión de que se trataba de un epílogo feliz, el final de los desastres. Las cosas reanudarían su curso normal en adelante: tenían necesidad de creer que el caso Schiller estaba cerrado y de dar el asunto por concluido. Era un mal recuerdo del que nadie quería volver a hablar. Les había rozado de muy cerca. Habían estado a un paso de la catástrofe.