El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–Yo estudié personalmente el movimiento al que pertenecían los Talment -continuó el sexto historiador-. Es cierto que existen aproximaciones y versiones contradictorias en las declaraciones de Jacques y Geneviève Talment.

–¿Insisten en su negativa a colaborar? – preguntó Jean-Yves Lerais.

–Nosotros no realizamos un trabajo de historia, sino un ejercicio de memoria -respondió Geneviève Talment.

–¿Eso es todo lo que quieren declarar? – inquirió el presidente de la mesa.

Los Talment negaron con la cabeza, abrumados.

–Jacques Talment -prosiguió el séptimo historiador-, responda: ¿se convirtió en agente de la Gestapo a raíz de su detención?

–Jacques Talment, ¿delató a sus ayudantes? – preguntó el octavo.

El matrimonio Talment continuó callado.

–¿Le pusieron en libertad provisional gracias a una petición de Crétel? – interrogó el noveno miembro del jurado.

–¿Entregó a miembros de la Resistencia a la Gestapo?

–Geneviève Talment, ¿organizó usted la fuga de su marido sola o con la ayuda de Maurice Crétel?

–En dicho caso, ¿qué aceptó como contrapartida?

–Jacques Talment, ¿contribuyó usted a la detención de su esposa, tal como afirma Carl Rudolf Schiller? – preguntó el historiador número trece.

Entonces Jacques Talment tomó la mano de su esposa y, por la mirada que le dirigió, ella supo que si no había caído en la desesperación durante todos aquellos negros años, si había conservado un resplandor minúsculo en el corazón donde antes hubo una hoguera, ese día había perdido aquella llama mantenida a pesar de todo. Una determinada noción del hombre.

Cuando Lisa reprochó a Jean-Yves su participación en aquel «juicio», éste le respondió que «la estrategia de los Talment era defectuosa». Según él, al querer hacer más interesante su pasado, se habían puesto a inventar acontecimientos en lugar de ceñirse a los hechos estrictos. Habían confundido el relato histórico con el relato de ficción. Sobre los historiadores recaía el deber de no permitir tales tergiversaciones. Su labor consistía en poner las cosas en su lugar; en iluminar el relato con una luz auténtica y trasladarlo a sus justas proporciones.

–¿Cómo se podía decir algo semejante? – se preguntó Lisa, aplastando con gesto nervioso el cigarrillo-. Béla, que estaba tan escandalizado como yo, comenzó a tomarle tirria y luego un odio violento. Cada vez que veía a Jean-Yves, Béla me montaba una escena. Ya sé que a veces Béla desvaría y que no está muy bien. Pero lo peor es que muchas veces tiene razón, en el fondo. ¿Cómo podía Jean-Yves hacerme eso a mí? Los Talment eran amigos míos, amigos de mi familia.

–Quizá la respuesta a esta pregunta se encuentre en el dosier Crétel -sugirió Félix-. Jean-Yves Lerais conoció a Michel Perraud durante el verano de 1994. En octubre se celebró el juicio de Crétel y el caso Talment… ¿Cuándo consideras tú que comenzó a cambiar de actitud?

–Entre el verano y el otoño de 1994.

–Pero ¿qué tiene que ver eso con el dosier que reunió en contra de Perraud y Crétel? ¿Estaba de su parte o había fingido abrazar su causa para averiguar más detalles? ¿Qué relación había entre Jean-Yves Lerais y Schiller?

Félix emitió de pronto un quedo silbido.

–El juicio de Crétel -dijo-, ése es el punto común, o más bien el punto de encuentro. Schiller y Lerais fueron citados como testigos.

Carl Rudolf Schiller era uno de los personajes del ámbito de la Iglesia que habían ayudado a Crétel después de la guerra, permitiéndole labrarse una posición profesional. Jean-Yves Lerais, por su parte, había comparecido en su condición de experto sobre el periodo de la Ocupación. Aquélla era la primera vez que se citaba como testigo a un historiador en un caso relacionado con la guerra.

Cabía la posibilidad, pues, de que Lerais hubiera conocido a Schiller a raíz del juicio. Quedaba por resolver, no obstante, la pregunta inicial: ¿a qué se debía su agresividad contra Schiller? ¿Qué sentido tenían las cartas de amenaza que le había enviado? ¿Era él el asesino de Schiller?

–Me parece que no me queda más remedio que zambullirme en los archivos del proceso Crétel -concluyó Félix.

Era muy tarde. Acompañamos a Lisa hasta un taxi. Yo me quedé un momento solo con Félix.

–Estoy convencido de que no nos lo ha contado todo -murmuró, mirando cómo se alejaba el coche.

–¿Seguro? – pregunté-. ¿Crees que nos oculta aún algo sobre Lerais?

Ante mí se reproducía una y otra vez la escena del Marais y en mis oídos sonaba, inconfundible, la voz cavernosa de Béla: «Decididamente, mi querida hermana no dejará de sorprenderme nunca.» ¿Y si el padre Francis tenía razón? ¿Y si Lisa me había seducido para engañarme?

–No -dijo Félix-. En absoluto. Pensaba en Schiller. No nos lo ha contado todo sobre Schiller.

Esa noche también me costó conciliar el sueño. Todo lo que había dicho Lisa durante aquellas largas horas, todo lo que nos había revelado a propósito de Jean-Yves Lerais, de Carl Rudolf Schiller y de Maurice Crétel daba vueltas y vueltas en mi cabeza, mezclándose a una velocidad de vértigo. Acabé sumergiéndome en un sueño terrible en el que veía a unas mujeres que se transformaban en animales y emprendían expediciones nocturnas para cumplir su venganza. Volaban en medio de la noche y sembraban a su paso el odio, la tormenta y la enfermedad.

Las arpías, las sirenas y los centauros, los gigantes monstruosos, los dragones terroríficos y las grandes serpientes eran los amos de mi espíritu. A la luz de la luna veía personajes demoníacos de ojos brillantes, uñas largas y curvadas y negros hábitos. Algunos, los viejos, tenían una voz cascada y una mirada malévola sin parangón. Llevaban vistosos atavíos robados quién sabe dónde: bolsos, bisutería de vidrio y de cristal. En torno a ellos había un olor muy fuerte, una exhalación pestilente, como un incienso con una base de grasa de macho cabrío. Y todos participaban en curiosas maniobras: fomentaban conspiraciones, cocinaban platos raros de miste-riosos ingredientes. Cruzaban el cielo volando, sentados a horcajadas en árboles arrancados de cuajo, en tinajas de barro, en setas, en ruedas de carro, en palas de panadero. Con los cabellos desgreñados, rechinando los dientes, los ojos atravesados por rayos de fuego, la nariz, las orejas y la boca exangües, cabalgaban barcas vueltas del revés, caballos o bueyes abiertos en canal, enormes camellos. Blandían serpientes, colas de dragón, cabezas de oso. Sus hijos, horrendos renacuajos, se reunían por la noche y revoloteaban alrededor de hogueras inmensas. Todos se untaban el cuerpo de linimento y se transformaban en animales. Preparaban venenos para matar a toda la población y propagaban sustancias tóxicas a través del viento, las fuentes, los pozos y los ríos. Transmitían la lepra a las personas sanas. Pretendían dominar las ciudades y el campo. Habían tomado medidas terribles contra quienes los combatían: a quienes habían confesado su crimen los quemaban, a los otros los sometían a tortura y, cuando habían confesado, los quemaban también. Por doquier convocaban la enfermedad o la muerte, devoraban niños, utilizaban la carne de los recién nacidos para sus prácticas de magia y sus siniestras metamorfosis.

Y el peor era yo: yo era un neófito acogido en el aquelarre. Unos sapos babosos venían a besarme en la boca. Me encontraba delante de un hombre pálido y espeluznante, de ojos negros y cuerpo tan flaco que parecía no tener carne. Igual que los sapos, besé a aquel misterioso personaje, frío como el hielo. Las paredes que nos rodeaban eran de color púrpura y rojos los bulbos de luz; de todas partes surgían esqueletos deformes y animales disecados. A su alrededor ondulaban el lomo unos gatos grandes como perros, de colas erguidas que apuntaban al cielo. El hombre de negro decía: «Inclinaos»; y yo repetía: «Señor, comprendemos», y una tercera voz de trueno proclamaba: «Obedeceremos.»

La cara pálida y traslúcida de aquel hombre me tenía obsesionado; la parte superior de su cuerpo brillaba como el sol, pero tenía la piel áspera, cubierta de pelos recios como los de un puerco espín. Al concluir la noche, desveló por fin su rostro: era el mío.

Entonces me desperté empapado en sudor y pensé en Lisa. Lamenté amargamente cuanto hubiera podido sospechar de ella y comprendí que sólo ella podía apaciguar el pavor de mi alma y, en un estado de dulce ensoñación, le decía que la amaba, que la amaba de una manera extática, exclusiva, hasta la locura, hasta el Absoluto, y que nunca había conocido un sentimiento igual. Le decía que mi amor por ella era como un mendigo en la noche, que tiembla de hambre y de frío; pero que una sonrisa, una chispa, era la limosna que aguardaba y que lo reanimaría hasta el alba. Le decía que ese amor era doloroso e insensato y que nunca, en nombre de lo que mi familia había hecho padecer a los suyos, debiera haberme atrevido a posar los ojos en su persona, ni a poner una mano sobre ella, ella a quien mis abuelos, mis padres, habrían considerado una deshonra, bella judía, decían, bella y sucia judía. Qué locura es el mal y qué locura es el amor y qué locura es la esperanza cuando el amor amante no es amado y languidece solo en la noche, en el fondo de sus insomnios, en la soledad dolorosa de la carencia y la escisión. Y me parecía que desde que la conocía, esa visión del horror, ese hombre cortado en dos que había visto, ese hombre bañado en su sangre, separado de sí mismo, esa mitad de hombre, era yo.

En medio de mi sueño oí un alarido atroz, terrorífico, que me hizo estremecer hasta el fondo del alma.

Era su padre, que se despertaba temblando en plena noche. La vi pequeña, acercándose a él, refrescándole la cara, hablándole con dulzura. El grito de Munch era en comparación una sonrisa. Su rostro era el espanto.

Al día siguiente, 10 de abril de 1995, me reuní con Lisa en la piscina. Por la noche, después de cenar, la acompañé a su casa.

Estábamos en el Pont des Arts. El Sena discurría allá abajo, reflejando la luna y el centelleo de las estrellas. Delante de nosotros el Sena era la fuente de vida, donde bogaban unos seres misteriosos, reanimados por el astro blanco, espejo de su hermano, el sol. El agua clara y primaveral lanzaba un murmullo quedo bajo la densidad de las tinieblas, como si fuera un negro desierto. En la noche inmensa brillaba la más esplendorosa de las luces: los ojos azul estrellado de Lisa.

Yo estaba ebrio…, el perfume de rosa y de sándalo provenía de ella, del suspiro de su alma. Yo la respiraba y todo respiraba en mí. El cielo fluía como el agua con todas sus constelaciones y sus planetas.

Esa noche me olvidé del gran productor de discordia, el sembrador de conflictos, el príncipe de las tinieblas que había transformado la creación única en una dualidad: el cielo por encima de la tierra, lo de arriba sobre lo de abajo, el bien contra el mal; dejé de pensar en el que había partido al hombre en dos mitades, el maestro del dos. Sí, esa noche, el mal se enmendaba.

Quería unirme a ella, esa noche y para siempre. Así fue como abracé a Lisa. Por más fuerte que fuera mi amor por ella, por más violenta que fuera mi pasión, fue el dolor y el arrepentimiento lo que me llevó a estrecharla entre mis brazos, y fue el dolor y la magnanimidad lo que la llevó a aceptarme.

Y bajo la luz de las estrellas, de los ángeles del firmamento, y bajo las constelaciones de los espíritus celestes, le declaré la llama violenta y dulce, terrible y suave como la música de Elgar, ardiente bajo la opacidad del cielo nocturno:

–Lisa, ¿quieres ser mi mujer?

Me miró con asombro. Luego la oí murmurar, como para sí:

–¿Por qué no?

No me di cuenta enseguida, pero me sonreía de una manera extraña y penetrante.