El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

No obstante, poco a poco comenzaron a comprender que se habían equivocado, que la realidad era muy distinta. Tanto si Jean-Yves Lerais era realmente inocente, cosa que ninguno de nosotros ponía en duda, como si era culpable, lo cierto era que el asesino seguía en libertad. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? Una y otra vez acudían a su recuerdo las palabras del abogado defensor: «Quizás el verdadero culpable era uno de ellos.» Aquella frase resonaba sin cesar en mis oídos; y pensaba en cada uno de ellos, en Mina, en Béla, en Paul y Tilla, en Ron Bronstein, en los Talment, en el padre Francis y sus genios malignos, en Lisa y en Félix.

–¿Cree usted que se trata de un crimen antisemita? – había preguntado yo al padre Franz después de la comparecencia de Bronstein.

–Estoy convencido -respondió-. ¿Es un cristiano quien mató a Schiller por antijudaísmo secular? ¿O es un nazi el que lo asesinó porque simbolizaba la victoria final del derecho sobre la fuerza, de la verdad sobre la mentira, el triunfo de la conciencia moral? ¿Es un ateo de ignorancia culpable o un enfermo de Dios? No lo sé, pero sí sé que la cuestión reside ahí. ¿Quiere saber qué decía Schiller, justo antes de su asesinato? Decía que Jesús había predicado sólo para las ovejas descarriadas de la casa de Israel, decía que el que desconoce al judío se desconoce a sí mismo, que el que no asume la condición del judío como su propia condición mantiene una distancia infranqueable entre sí mismo y su salvación, decía que el que no carga su cruz no es digno de ser cristiano y decía que los cristianos tienen una tendencia excesiva a dejar que Jesús la lleve él solo. Decía que Israel es el hijo del hombre, que aporta a la humanidad entera el testimonio de la misión humana, que consiste en combatir la naturaleza para sobrevivir a ella, y por eso Israel está inscrito en el mundo como una ley. Decía que, a través de Israel, el tiempo del Mesías es el de todos los días, que no es un acontecimiento pasado ni venidero, evocado por las vanas añoranzas y las esperas estériles, es el hilo que los une entre sí, el momento de la reparación, en cada nuevo amanecer y en cada crepúsculo, son los grandes episodios de la historia los que se repiten como un eco por encima de las ciénagas de silencio en que se encalla el hombre, son los rayos que horadan la vida, que animan el gris de la existencia, iluminan las tinieblas, y la promesa de Dios es el esbozo de ese designio, el retorno del pueblo del largo viaje después del sufrimiento y el mal: Jerusalén.

–¿Cree en la Redención?

–No. Creo en la conversión. David escribió los salmos después del asesinato de Urías, san Agustín descubrió la gracia después de una juventud tempestuosa… Existe una esperanza, a pesar de…

Sacudió la cabeza, con expresión afligida, antes de añadir:

–No quería creerlo, ¿sabe? No quería creerlo.

–¿Qué?

–¿No ve cómo se extiende el Mal? El Mal persevera y gana émulos. ¿Por qué logra tantos discípulos, por qué construye más escuelas, por qué actúa más que Dios? ¿Por qué no habita Dios toda la existencia, por qué no es tan hábil como el Demonio? ¿Quién puede responder? ¿El Mesías? Pero ¿dónde está ese mesías que aplasta la cabeza de la serpiente sin que ésta le muerda el calcañar? Mientras tanto, hay que luchar. Me equivoqué. He sido un cobarde. Creo que, en el fondo, tenía miedo.

–¿Miedo de qué?

–Miedo de reconocer en mí a ese hombre, a ese asesino… Al hombre dividido que cometió ese crimen, porque ese crimen no es más que el reflejo de un alma, de una mente que ha perdido su unidad. ¿Quién sabe lo que escondemos en el fondo de nosotros? El Mal bajo las formas más insidiosas, neutras, o bien bajo unas apariencias benévolas, conciliadoras, indiferentes tal vez, el Mal que de repente se desencadena con toda su furia, su violencia, su enorme potencia para la separación y la destrucción. Hasta la misma fe es un disfraz de Satanás. Schiller lo sabía bien, después de sufrir la transformación que le ocasionó la revelación de Bronstein y que lo hizo tan diferente al que era antes. Fue esa conversión, no me cabe duda, lo que desencadenó la cólera del que lo mató. Schilller había tenido la audacia de levantarse desde el fondo del abismo y su asesino no lo soportó.

–¿Por qué me dijo que no continuara, al principio? ¿Por qué no me habló del cuaderno marrón y del padre Francis? ¿Por qué esperó todo este tiempo?

–Desde el comienzo supe que había que apartarse de ese camino: y si yo he permanecido libre de salpicaduras frente a todas las bajezas, se debe a que nunca he transigido. Me mantuve al margen, pero no dije con suficiente fuerza que era una renegación del mensaje de Cristo. Lo sabía, pero no dije que aquí había intervenido el Mal, sí, el Mal radical, el Mal esencial, y que una vez más el foetor judaicus dejaba de ser una leyenda, cuando cuarenta años más tarde, los judíos se suicidan por no haber ardido, y el humo de su muerte empaña todo el horizonte, y yo no lo dije porque temí tener que enaltecerme hasta el martirio o hasta el amor de quien muere por luchar y que me faltara el valor para ello. No obré como debía, lo confieso, Rafael. Sí, previ la terrible soberbia de la conciencia antisemita que, orgullosa de su impunidad, sabiéndose al amparo del desastre, sigue y sigue provocando estragos, no quise ver la increíble perseverancia del mal. Me puse a salvo a mí mismo, adopté una actitud pasiva.

–Y ahora, ¿quiere encontrar al culpable?

–La pregunta que me hace es terrible, Rafael. Desde el principio me ha planteado un problema irresoluble. No lo sé. Sé, en cambio lo que no hay que hacer: escuchar al mal, dialogar, pues comprenderlo es sucumbir a él. Luchar contra el mal equivale a ser también su víctima. No es posible abordarlo cara a cara, ni mediante la comprensión, ni mediante el combate.

–Pero ¿no le presta oídos el cristiano? Lo acepta y sufre. ¿No es ésa una manera de vencerlo?

–La humildad que reduce al masoquismo, la afición a la penitencia, la maceración de la carne y la glorificación de la castidad, que desgaja al hombre de la misma fuente de la vida; si es a eso a lo que llama cristianismo, la respuesta es no. El verdadero cristiano es el que no olvida el sentido del sufrimiento, que lo asume no como una meta, sino como una prueba. ¡Lucha contra ella superándola! Y cuando la ha superado, la rechaza con esperanza.

–¿Y si ese asesinato sirviera para hacernos tomar conciencia de nuestro propio destino? ¿Quién sabe lo que sucederá después de la muerte de Samy y del hijo que esperábamos? ¿No cree usted en la gracia? ¿No le parece que el exilio pueda nacer de la Revelación?

–No. Yo creo en la destrucción, la separación, la estratificación, la división y creo que a veces se producen milagros sorpresas o casualidades.

El Mal es eterno, es absoluto.

Indague, había dicho el padre Franz.¿Qué podía ponerme a indagar sin embargo, ahora? ¿Y cómo? Era Félix quien me había implicado en ese asunto. Él era el investigador y no yo.

¿Donde estaba Félix Werner? Me roía la vaga inquietud de que podía haberle ocurrido algo.

Tenía, por otra parte, la certeza casi absoluta de que estaba bien.

Capítulo 2

Félix. Félix Werner.

¿Félix? ¿Dónde estaba Félix? Félix no estaba en ningún sitio y estaba en todas partes.

Estaba ilocalizable. ¿Habría huido? ¿Adónde? ¿Cuándo? ¿Quién? ¿Félix? ¿O la serpiente?

Otra vez ella, siempre ella instalada en mis noches. El asesinato era su ocupación, la destrucción el objetivo de su vida. Tenía varias formas de matar: la mordedura sangrante, agarrotadora, que dejaba manar la sangre mala, emponzoñada por su veneno. Empleaba además el estrangulamiento cuando se enroscaba en torno al cuello del animal y apretaba hasta que la bestia se asfixiaba y ella percibía el último estertor de su agonía.

Se valía asimismo de la fascinación que ejercía sobre los seres y que impulsaba a las víctimas a arrojarse al agua o a echar a correr sin tino, desesperadas, hasta la extenuación. No conocía la piedad; nunca había hecho una excepción con nadie. La conciencia era su fuerte; no había nada que la atormentara…, salvo la ausencia del crimen.

Podía engullir unas presas enormes que la dejaban hinchada al máximo. La movilidad de la mandíbula, la facilidad con que sacaba la lengua de la boca, dotada de venenosos colmillos, la hacían temible. A veces subyugaba a su víctima con una mirada antes de escupirle el veneno a la cara.

Nunca se desplazaba erguida como el resto de las criaturas: avanzaba como los arroyos y los ríos, trazando meandros. Tortuosa, no insistía en la dirección insinuada por su primer movimiento. Se deslizaba en silencio y todo su cuerpo transmitía el impulso de su avance. Reptaba sin alzarse jamás, se pegaba al suelo sobre el que discurría con toda la superficie interior de su cuerpo. Se comía el polvo, la suciedad, la basura.

¿Dónde estaba? ¿Fuera? ¿Delante de mis ventanas? ¿Por qué estaba esa plaza llena de gente? ¿Qué hacía aquella multitud debajo de mi casa, en la Place de 18-juin-1940?

Aquella multitud ingente, ruidosa, que aclamaba a su líder, aquella masa inmovilizada en bloque, rodeada de soldados de uniforme, que saludaba al hombre que desde el balcón se ponía a lanzar vituperios contra el cosmopolitismo vienes y el judeo bolchevismo. Pero ¿quién es ese hombre? Ora celebra la nueva era, la era revolucionaria, ora se dirige a la muchedumbre al ritmo de una música altisonante, ora hipnotiza a las masas, recurre a la radio y al cine para convencer y para saludar el advenimiento del hombre nuevo, ora dispensa mimos a perros y niños y el pueblo enfervorecido camina como un solo hombre a la sombra del líder que ha elegido. Pero ¿quién es ese hombre?

¿Qué es este caos, esta muerte que se abaten sobre mí, esta mezcla de tierra y de agua? El abismo me llama y el mar agresivo, agitado, habitado por serpientes monstruosas, me atrae hacia su seno. El monstruo inmenso, desproporcionado y temible soy yo y ellos carecen de fuerza suficiente para vencerme y la aurora, antaño una joven de rosados dedos, es una vieja bruja horrible y el día odia a la noche y ya no desea abrazarla y se enoja con ella, bajo las nubes, el trueno, el rayo, el relámpago, la lluvia, la niebla, el granizo, la nieve, la escarcha y el hielo, y el día regaña a la noche y mediante el trueno, que es su voz, le dedica una terrible reprimenda, una escena de casados, y los rayos son sus flechas, y la lluvia la lluvia la lluvia es una tempestad desatada por las aguas superiores, ese mar celeste suelta un granizo mortífero, ¿dónde está Félix?

Haría ya dos, tres meses que no lo veía y lo peor era que lo necesitaba. ¿Acaso no era mi amigo, mi confidente, mi amparo al final del día? ¿No era mi hermano, mi familia? Entonces comprendí el lugar que ocupaba en mi vida. ¿Cómo habría podido separarme de él? Félix, lo llamaba en mis noches desoladas, Félix, ¿dónde estás? ¿Por qué me has abandonado? Estoy solo, tan solo…

¿Quién es Félix Werner? Sí, ¿quién es?

¿Dónde está Félix Werner? Más adelante supe cuan absurda era esta pregunta.

¿Quién es Félix Werner? ¿Es visible o invisible? ¿Está presente o ausente? ¿En la superficie de la tierra o en el exterior, por encima del mundo? Al principio pasaba cerca de él como si tal cosa; procurando no hacerle caso y que él no se fijara en mí. Deseaba casi olvidar su existencia.

Qué sentido tiene todo esto decía un misterio que no puedes comprender decía acaso soy incapaz de diferenciar a Job de mi enemigo decía es toda la respuesta entérate de que esas cosas tienen su sentido oculto y de que yo no soy tu enemigo decía la respuesta es el grito de fe la posibilidad de la fe después de Auschwitz la confrontación con Dios se realiza a través del misterio no hay que tratar esto con las categorías normales aquí tenemos algo de demoníaco y satánico que nos es revelado y luego al final Job tiene otros hijos qué bien pero los otros no regresaron jamás, ¿jamás?

Olvidar, sí, olvidar los crímenes pasados, aplicar falsos apositos sobre la herida del mal, que no permitía comprender el terrible, el indecible, el impensable sentido del mal, sí, olvidarlo todo, recordar el amor en la noche de bodas, primer paso hacia el olvido. Sí, porque el amor se halla del lado de la inconsciencia y a través de él se hunde el pasado… durante un momento, para resurgir, como una hidra de mil cabezas, aún más terrible y más virulento.

Abajo, abajo de todo, en nuestro mundo de carne y de materia, hay abismos donde se acumulan los desechos engendrados por el Error. El historiador, que intenta recogerlos, sabe no obstante que el pasado es un rebelde, una sombra misteriosa que se encuentra en las tinieblas. El historiador, como el Demiurgo, quiere verlo todo, saberlo todo, conocerlo todo. El es el torturador del pasado: es el que lo interroga, lo retuerce, lo lleva al límite, violentando a la violencia.

¿Dónde está Félix Werner?

Lo localicé en Bosnia, «donde Europa y la ONU humilladas capitulaban una vez más ante el reinado del horror, del cinismo y de la brutalidad propiciados por la impotencia de la comunidad internacional».

Encendí el televisor. ¿No era él ese que estaba en Ruanda? ¿Neonazi?

Estaba en todas partes, en todas partes donde actuaba el Mal. Galopaba, corría tras él.