El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

Roma, salvaje, embrollada, diseminada entre verdor y coches, entre aguas puras y río sucio, desarreglada como una mujer sin peinar, descuidada pero encantadora. Roma es el tiempo que huye entre vestigios y calles estrechas que halagan al laberinto de la memoria y a mi instinto de historiador, que me lleva a construir con los muertos, a distribuir y a clasificar. No, Roma no es grandiosa. Como el amor, Roma es una catástrofe, una cascada imprevista, como el amor devastado, Roma es un vestigio desgastado, erosionado por la tempestad, una larga plaga de silencio tras el tumulto.

Después de dejar el equipaje en el pequeño hotel de detrás del Campo dei Fiori en el que tenía por costumbre alojarme, nos dirigimos a pie al palacio Farnesio, sede de la Ecole de Rome, institución de investigación destinada a los historiadores franceses. Atravesamos los jardines llenos de escombros y de fragmentos, migajas inmensas. Pasamos delante de los cercados de viñas situados dentro de los claustros, delante de las villas y los palacios de mil cipreses. Admiramos las flores de Roma, en los patios interiores y las largas ramas de hiedra que acariciaban las casas de piedra. Atravesamos las arcadas y las plazas innumerables, en cuyo centro corrían a mares las aguas, y nos paramos para tomar un café con leche tan batida que la cuchara se sostenía de pie. Después nos adentramos en el Corso, que, bajo las tinieblas de sus altos muros, se adentra hacia la Piazza de Venecia, como a la búsqueda de la luz en un corredor sombrío.

Era una vasta residencia, de imponente fachada provista de una austera cornisa. Entramos bajo una bóveda que nos condujo al patio interior al que daban las ventanas, rematadas con tímpanos triangulares en cuyo centro dos guirnaldas encuadraban una cabeza de toro. Entramos en el edificio central y, tras cruzar una galería cuya bóveda ilusionista mostraba a Hércules en sus más duros trabajos, vimos otra sala donde se celebraba el triunfo de Baco y de Ariana, con gran profusión de tirso, racimos de uvas, silenos borrachos y bacantes.

Llegamos al primer piso, que acoge la École Française de Roma. Eran las cuatro de la tarde y había poca gente. Los estudiantes y los investigadores estaban de vacaciones. Logramos localizar a una secretaria, una italiana que se parecía un poco a la Ariana de Hércules, con sus ojos y su cabello negros y su blusa blanca de seda fina, y a la que no sorprendieron nuestras explicaciones confusas.

–¿Ha visto a Jean-Yves Lerais últimamente? – preguntó Félix, pese a conocer de antemano la respuesta.

–No -respondió la joven-. Hace tres días que no le hemos visto.

Al parecer la noticia de su encarcelamiento todavía no había llegado allí.

–¿Está enterada del tema de la investigación que llevaba a cabo aquí?

–No, pero esperen, lo buscaré.

Se levantó y se puso a rebuscar en un cajón del que sacó un paquete de pequeñas fichas que fue pasando una por una. Álvarez Ferrara comenzaba a manifestar signos de impaciencia cuando exclamó:

–¡Ah, aquí está, creo que lo he encontrado! El señor Lerais hizo su tesis sobre Jérôme Carcopino, director de la École de Rome, director de la École Nórmale Supérieure y ministro de Educación bajo el régimen de Vichy. Vino aquí para efectuar investigaciones sobre Pío XII y el nazismo, a partir del Concordato firmado entre el Tercer Reich y la Iglesia católica en 1933.

Había leído concienzudamente todo el contenido de la ficha.

–¿Podría darnos su dirección? – preguntó Álvarez Ferrara, tabaleando sobre el borde de la mesa.

–¿De quién? – preguntó la mujer, poniendo unos ojos como platos-. ¿De Pío XII?

–No -contestó secamente Ferrara-, de Jean-Yves Lerais.

–No, no puedo. No divulgamos las direcciones personales de los investigadores.

Entonces, con un brusco gesto de su mano peluda, Álvarez Ferrara le plantó su carné de policía ante la cara y la mujer, intimidada, obedeció. Sin más dilación, tomamos un taxi a la dirección que nos indicó. Era en el primer piso de una encantadora casita de la Piazza Navona. No tuvimos necesidad de pedir la llave a la portera ni de forzar la cerradura: dentro había alguien y nos abrió la puerta.

Era el padre Francis. No parecía extrañado de vernos.

Félix y yo le pusimos al corriente de la nueva identidad de Ferrara. Luego entramos en un salón acondicionado con muebles antiguos y sillones desparejos en los que tomamos asiento. Había decenas de velas encendidas aquí y allá, encima de las mesas, en las estanterías, en el alféizar de las ventanas… La habitación estaba llena de un vapor que debía de provenir de un incienso almizclado cuyo olor se nos agarró en la garganta. Frente a nosotros, encima de una gran chimenea, descansaban en desorden un montón de libros y cuadernos antiguos. De las vigas pendían plantas secas. En una de ellas estaba colgado un bastón ornado de esculturas. Su extremo más voluminoso se inclinaba hacia abajo, mientras que el otro estaba atado con una tira de cuero afianzada con siete nudos.

–¿Cuándo vio por última vez a su sobrino? – preguntó Ferrara.

–Hace ocho días exactos. Ese pobre muchacho… -añadió con su voz temblequeante-. El no es el culpable, créanme… Incluso sé quién cometió el crimen… Es una conspiración…

–¿Una conspiración? ¿Organizada por quién? – inquirió Félix.

El padre Francis le susurró algo al oído. Félix enarcó una ceja y frunció los labios. Yo percibí el amago de una mueca de desaprobación.

–Si quieren que les diga mi opinión -prosiguió el padre Francis en voz alta-, ésa es la dirección a la que hay que ir para encontrar al asesino de Schiller. Mi pequeño Jean-Yves es un historiador de la guerra. Quería redimir la conducta de su padre, ¿entienden?

–¿La conducta de su padre? ¿Qué hizo? – se interesó Félix.

El viejo se turbó al oír la pregunta, como si comprendiera que había hablado demasiado.

–Su padre… Oh, nada…, nada. Era la guerra, ¿qué quieren…? Y además, no hubo tantos muertos, ¿saben? – farfulló-. Los judíos exageraron, llevados por la emoción, y no se dieron cuenta.

Félix le observaba con frialdad. A mí siempre me había chocado verlo así. Mientras que en las conversaciones privadas con amigos o conocidos podía demostrar una rara agresividad, cuando realizaba una investigación, cuando «curraba», como él decía, conseguía mantener una calma olímpica. Podía conversar con dictadores, con antiguos colaboracionistas y con criminales, sin pestañear siquiera. Era incluso capaz de dar la razón a aquellos de quien quería extraer una información. En tales casos podía obrar con una mala fe absoluta.

–Desde que conoció a esa chica comenzaron a venírsele encima las preocupaciones -continuó el viejo.

–¿A qué chica? – preguntó Félix.

–A esa tal Lisa, Lisa Perlman. Las mujeres no traen nada bueno, no… Esto me ha recordado…

El padre Francis nos miró un instante antes de proseguir con nuevo brío.

–Yo tenía veinte años y estudiaba teología. Tenía vocación, como dicen. Quería ser fraile. Quería poner mi alma en las manos de Dios, entregarle mi destino. ¿Se han fijado ustedes en que lo que llaman un aire de familia no reside en la forma de la frente, de la nariz ni del mentón, sino en el brillo de los ojos? Por eso todos los monjes se parecen. Fue un tiempo bendito aquel en que formé parte de esa estirpe de elegidos.

El padre Francis elevó la mirada al cielo, como para rememorar mejor aquellos instantes mágicos, y luego continuó, clavándome los ojos como si se dirigiera a mí en particular.

–Todo cambió de manera brusca una mañana de invierno. Ya no me acuerdo cómo conocí a esa chica… Mi vida sufrió una alteración total a causa de ella.

El anciano sacudió la cabeza. Álvarez Ferrara parecía escucharle sin prestar mucha atención. Félix, por su parte, fumaba tranquilamente su puro y lo observaba con una concentración teñida de desprecio.

–No crean que no me doy cuenta -continuó el padre Francis-. Ya sé que se burlan de lo que les cuento. Ustedes no creen en Satán ni en los malos espíritus que actúan en este mundo. Nunca han experimentado la posesión… Ustedes no creen en el Diablo… Y sin embargo existe, ¿saben? ¿Quieren saber algo?

Tenía los ojos agrandados por la exaltación.

–Cuando está totalmente solo, le gusta quedarse desnudo. Entonces deja exhalar su olor: es el hedor de un agua pringosa, de una tempestad negra, de una podredumbre infame. Cuando está entre los hombres, disimula esa pestilencia con ayuda de un bálsamo de misteriosa composición. Le gustan las tinieblas y las casas donde hay agua bendita y velas. Le gustan los astros y los cometas, las estrellas fugaces son sus cerillas y el rayo es su grito. Le gustan el fuego y el azufre. No tendrán dificultad para reconocerlo: su mirada supera la fuerza normal de la mirada humana.

Tenía los ojos desorbitados y su tez había palidecido; en sus sienes destacaba el latido de las venas y su voz, ronca, se tornaba cada vez más grave.

Levantó una vela que tenía cerca a la altura de su mirada. La llama dibujó zonas de sombra, haciendo que su rostro pareciera una calavera.

En torno a la aureola creada por la vela, la habitación parecía invadida por la oscuridad. Sentí que una vaga náusea se apoderaba de mí. Estaba mareado y me dolía la cabeza.

Dirigí una mirada a Félix, que continuaba fumando impasible su puro con aire concentrado, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás. Ferrara tamborileaba con nerviosismo sobre el brazo del sillón. «¿Hay alguien normal aquí?»

–Vean -exclamó el padre Francis-. ¡El fuego sagrado nos devora! ¡Estamos en las tinieblas, en el imperio de las Tinieblas!

Clavó la mirada en un punto de la tela de moaré escarlata con que estaba tapizada la pared.

–¡Ah, aquí estás, Satán! – prosiguió-. Príncipe del mundo, que dominas a la humanidad desde el principio hasta el fin… Dios te ve, pero tú no puedes verlo. Dios te ve, Satán, y te permite acercarte a los hombres. Pero tú no eres uno solo, ¡eres múltiple! ¡Eres legión! Puedes revestir tantos aspectos como individuos hay en el mundo. Porque temes mostrarte tal cual eres, te disfrazas. Vives bajo una máscara. A veces tu astucia te lleva a volverte invisible, pero yo ¡te veo y te reconozco!

No sé si se debió al reflejo de las luces dispuestas encima de la mesa o al ambiente extraño que reinaba en aquella habitación, propiciado por la multitud de velas, el bastón mágico y el incienso embriagador. El caso era que sobre la tela adamascada de la pared bailaban unas sombras que tenían forma de animales, de serpientes, de dragones y de leones, de machos cabríos, de cerdos, de murciélagos y de demonios con manos y pies humanos, rostros monstruosos, colas y repulsivas patas. Las pequeñas llamas ardían encima de la mesa de igual forma que en los altares, como para consumir, para dominar a esas fuerzas mágicas, a esos batracios indómitos y rabiosos, sedientos de sangre, pero la llama atizaba su cólera. Se agitaban como duendes, gesticulaban con brazos y piernas y sus cuerpos adoptaban todas las formas: cabezas de león, colas de serpiente, alas de águila, flancos de tortuga.

Y toda esa ralea reptaba, caminaba, rugía, se dilataba y encogía a voluntad, retrayendo sus miembros para luego volverlos a estirar. ¡Ruina y destrucción, infierno y condenación! Era un desfile de carroñas, de serpientes y sapos desmembrados que pataleaban sobre el fuego, criaturas satánicas que se transformaban sin cesar, furias de cinco cuernos, víboras, corazones, órganos de toda clase, humanos e inhumanos, siluetas de ultratumba.

–Igual que el pecado está siempre presente -murmuró el viejo al tiempo que apagaba la vela con los dedos-, el Diablo está siempre ahí, a nuestro lado, pero tiende a manifestarse más en determinados períodos. El fin de una era es un momento peligroso.

Félix me lanzó una mirada que significaba: «Senil o no, este viejo empieza a irritarme.»