El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

El mundo entero se reflejaba en la piscina, todo se absorbía en su espacio, el mundo acudía allí para purificarse; y yo era el agua que ella batía, era el líquido que poseía su ser y que se hundía en el abismo, hechizado, y era la onda que se adaptaba a su forma como por efecto de un profundo beso.

Después de la piscina, íbamos a cenar. Teníamos hambre y nos abalanzábamos sobre el pan que traía el camarero antes de la comida. A ella no le gustaba el vino solo: lo diluía con agua.

Antes de la separación, se repetía el casto beso en las mejillas, intercambio entre perfectos[5].

El 29 de marzo de 1995, a las doce menos veinte, después de la piscina, en un cine del futurista y aséptico barrio de Beaugrenelle, le robé un beso a Lisa Perlman. De la película, sólo recuerdo el nombre: Regreso a Howards Ends.

Al día siguiente, a las ocho y cinco de la tarde, llamaron a mi puerta. Fui a abrir. Lisa entró con la cara descompuesta y los ojos enrojecidos. Sin decir palabra, enfiló vacilante el pasillo que llevaba al salón, se dejó caer en un sillón, hundió la cabeza entre las manos y comenzó a sollozar.

–¿Qué pasa? – le pregunté-. ¿Lisa? Pero ¿qué pasa?

Levantó la cara hacia mí y, con los ojos rebosantes de lágrimas, me miró un momento.

–Acaban de interrogar a un nuevo sospechoso del asesinato de Schiller.

–¿Quiénes?

Jean-Yves Lerais.

–¿El amigo de Béla? – dije-. ¡Entonces, eso significa que tu hermano queda exculpado! ¿Por qué te pones así?

Las preguntas se precipitaban, sin orden.

Ella hizo un gesto evasivo, como si no supiera por dónde empezar.

–Te refieres a Jean-Yves Lerais, el historiador, el especialista en la Francia de Vichy, ¿no? – continué, tratando de mantener la calma-. ¿Lo conocías?

–Sí, lo conocía bien.

El final de la frase salió estrangulado de su garganta en forma de sollozo. Yo le acerqué un pañuelo y se sonó con él igual que una niña.

–¿Lo conocías bien? – repetí.

Me miró con expresión desolada y sacudió la cabeza.

–Tuve una relación de pareja con él.

Tras oír esas palabras, las paredes de la habitación retrocedieron y el suelo se hundió bajo mis pies. Presa de vértigo, me dejé caer en el sillón que había frente a ella. Era como una enfermedad que volvía a manifestarse en los momentos más propicios, para abatirse de forma implacable cuando se insinúa la curación. El padre Francis tenía razón: estábamos de camino hacia la patria celeste y los malos espíritus nos atacaban desde las orillas.

Dicen que la rabia del Demonio se multiplica contra aquellos que entrevén la gracia de Dios: le cuesta resignarse a que se le escape un corazón sobre el que preveía reinar. Lo llaman León a causa de su crueldad y Tigre por las múltiples formas que reviste su astucia.

–¿Tuviste una relación con él? – logré articular.

–Por eso acaba de citarme la policía, hace un momento -explicó despacio-. Creen que él mató a Schiller.

–¿En qué se basan? ¿Tienen pruebas?

–Estoy segura de que ha sido Béla quien les ha hablado de él -declaró mientras me dirigía una mirada sombría-. Le había suplicado que no lo hiciera. Yo quería llevar a cabo nuestra propia investigación primero. Pero se lo ha contado todo… Se ha vengado del pobre Jean-Yves…

–¿Qué les ha dicho en concreto?

–Que Jean-Yves odiaba a Schiller. Que si revisaban los papeles del teólogo encontrarían sin duda las cartas de amenaza escritas de su puño y letra. Y las han encontrado -añadió, sacudida por violentos temblores.

Fui a prepararle un whisky.

–No -dijo-, no serviría de nada.

Entonces me levanté y fui a buscar unos calmantes, que también rechazó.

–Esto te tranquilizará, créeme -insistí.

Acabó por tomárselos, engullendo el vaso de alcohol de un trago, sin pestañear.

–Pero… ¿habíais roto? – pregunté, titubeante.

–Sí.

–¿Hace mucho?

Sacudió la cabeza de nuevo.

Me alargó el vaso para que volviera a llenárselo. Después fue a tumbarse en el sofá, donde pronto se quedó dormida.

Yo la observé un instante. ¿A quién? ¿A quién me recordaba?

Al día siguiente, Félix llegó a las nueve de la mañana agitando su periódico.

–¿Has visto? – dijo sin perder tiempo en saludos.

Como era de esperar, el asunto había saltado a los medios de comunicación. Esa es la naturaleza del acontecimiento, que fascina a nuestros contemporáneos tanto por su importancia como por su misterio y su realidad. Los noticiarios actualizados cada hora, componen el cantar de gesta de las sociedades democráticas, la gran obra teatral cotidiana, la ruptura de la rutina, el gramo de locura que aporta un sentido a cada día que Dios hace amanecer en los hogares desencantados.

El detalle más sorprendente, que alimentaba el folletín televisivo, era que seguía sin encontrarse la otra parte del cuerpo de Schiller: Jean-Yves Lerais no había confesado nada.

Félix se encaminó con paso seguro hacia el salón.

–Félix… -comencé, con intención de advertirle que Lisa estaba allí.

No me dio tiempo.

–Oh, perdón -dijo, al verla acostada en el sofá-. No quería molestar.

Le hice un breve resumen de la situación y, como ella seguía dormida, nos fuimos a mi habitación.

–No acabo de creer que…

Se produjo un silencio, durante el cual encendí un cigarrillo.

–¿Qué ibas a decir, Félix?

–No, nada.

Félix sacó un puro del bolsillo y le quitó el celofán con lentitud. Parecía absorto en intensas reflexiones.

–¿En qué piensas? – volví a preguntar.

–En él, en Lerais.

–¿Y?

–He hecho indagaciones. Tiene una particularidad interesante: es el sobrino de un eclesiástico al que tú y yo conocemos…

–¿De quién se trata? – pregunté, sorprendido-. ¿Del padre Francis?

–Exacto. El padre Francis, que era amigo de Schiller. En este preciso momento se encuentra en Roma, adonde había ido a ver a Lerais justo antes de que cayeran sobre él los inspectores.

–¿Crees que Lerais puede ser el asesino?

Acababa de pronunciar esas palabras cuando apareció Lisa en el umbral, con los ojos aún hinchados por el sueño.

–No -respondió a mi pregunta-. Es imposible.

–¿Porqué?

–Escucha. Se ha cometido un crimen horrible. Todo el mundo está conmovido. Se busca un culpable a toda costa. ¡Jean-Yves es la víctima expiatoria elegida!

–Pero ¿por qué? – pregunté, sorprendido.

–Para los antisemitas, el no judío que se interesa por la Shoah es casi peor que un judío. Es un traidor, un vendido, ¿entiendes?

–Sí, quizá… Pero de todas formas podemos confiar en que la policía…

–¿Confiar en la policía? – replicó, enarcando con socarronería una ceja-. ¿Después de 1942, de las redadas y, luego, de la milicia?

–Mil novecientos cuarenta y dos, sí -confirmé-… La operación Viento Primaveral, la redada del Vel d’Hir; 4.051 niños, 5.802 mujeres, 3.031 hombres, o sea, un total de 12.884 seres humanos arrestados.

–El glorioso saldo de las piezas cobradas por las fuerzas del orden, que debería permanecer grabado sobre el dintel de la jefatura de policía.

–Mil novecientos cuarenta y dos…, julio de 1942 -repetí, pensativo-. Pero ¿qué día? Es raro. Ahora no consigo recordarlo. Normalmente soy un as con las fechas y ésta es elemental, un clásico del período.

La redada del Vel d’Hiv… Novecientos grupos compuestos por dos o tres policías cada uno, elegidos en todo el espectro del cuerpo: policía municipal de uniforme o de paisano, policía judicial, información general, gendarmería, guardia móvil, sección especial antijudía de la policía. Incluso los matones del Partido Popular de Doriot colaboraron para imprimir mano dura a la operación. Habían desembarcado a las cuatro de la mañana en los pisos catalogados ya en fechas lejanas y habían embarcado a familias enteras, hombres, mujeres, niños o viejos. A los solteros y a las parejas sin hijos los mandaron a Drancy, a los otros al Velódrome d’Hiver

–Ah, ya lo tengo -grité de repente-, el 16. Era el 16 de julio de 1942.

Lisa me observaba, estupefacta.

–Pero ¿qué te pasa? – preguntó.

–Dios mío, Lisa -dije-. Esto confirma que el asesinato de Schiller es un asesinato ideológico.

–¿Podrías explicármelo?

–No se trata sólo del acto de un demente, de un loco -contesté-. Es algo peor, mucho peor de lo que creía…

Capítulo 3

Félix y Lisa me observaban con una mezcla de inquietud y perplejidad.

–A Schiller lo mataron el 27 de enero de 1995 -dije-. ¿No os hace pensar en nada?

–…

–¡¿No?!

–…

–¡No sé cómo no he reaccionado antes! Es el aniversario de la liberación de Auschwitz… Exactamente cincuenta años después. Teniendo en cuenta que Schiller era especialista en la Shoah, se diría que esa fecha no es del todo anodina.

Al día siguiente, Félix fue citado por la policía para que los pusiera al corriente de las informaciones que había recabado en su propia investigación sobre el asesinato de Schiller. Pasó toda la mañana en los locales de jefatura y allí desveló la naturaleza de sus sospechas: era probable que el crimen guardara relación con la Segunda Guerra Mundial, aunque todavía ignoraba de qué modo.

Tal como me refirió más tarde, en el despacho del comisario se había encontrado con un conocido.

–Buenos días -lo había saludado un hombre con marcado acento sudamericano-, ¿se acuerda de mí?.

Félix había reconocido de inmediato los acerados ojos azules, la nariz rojiza y las mejillas picadas del extraño personaje con el que nos habíamos cruzado dos veces en los actos de Washington.

–Por supuesto, señor Ferrara -respondió.

–¿No le sorprende verme aquí?

–No del todo. Ya me parecía que usted no era solamente el ex embajador de Argentina en las Naciones Unidas y que su presencia en aquel encuentro no se debía a un mero azar.

–Bravo, bravo -lo felicitó Ferrara con una chispa de diversión en la mirada-. Es usted muy perspicaz.

–¿Pertenece a la CIA o al FBI?

–Colaboro con la policía francesa -contestó, con una sonrisa, Ferrara- porque este asunto compete, según parece, a nuestros dos continentes.

–¿Sabe algo más sobre John Robertson, el hombre que manipuló la película? ¿No es un cabo que permita llegar hasta el asesino? – le preguntó a Ferrara.

–Pese a ser un neonazi revisionista que asiste con asiduidad a las conferencias y coloquios sobre la Shoah, Robertson no es el asesino: recibió el fragmento de película por correo, en un paquete anónimo…

–¿No hay manera de saber quién se lo envió?

–Todo indica que es un hombre bien informado sobre los ambientes históricos o pseudohistóricos… En ese sentido, su ayuda podría ser inestimable para nosotros: necesitamos a alguien que nos sirva de enlace con ese reducido círculo. Y dígame una cosa, su apellido, ¿no es de origen alemán?

–No, alsaciano, parece ser -respondió Félix. Luego reflexionó un instante, antes de añadir-: Yo no he estado nunca en Alsacia, sin embargo.

Por la tarde, Félix quiso hablar con Jean-Yves Lerais, pero estaba encarcelado y no quería hacer ninguna declaración a la prensa. Todo lo que habían averiguado a través de su abogado era que insistía en proclamar que era inocente y que así iba a declararse en el juicio.

Félix decidió entonces que había que ir a Roma para investigar sobre Lerais. No tuvo dificultad en conseguir que su periódico le enviara allí y me propuso acompañarlo. Estaba empeñado en encontrar al padre Francis, porque pensaba que podía obtener una información preciosa de él.

Cuando llamó por teléfono a la policía para informarles de su propósito, le respondieron que Álvarez Ferrara iría con nosotros.

Esa vez no me hice de rogar. Yo había ido a Roma con frecuencia y volvía siempre que podía. Soñaba con llevar allí a Lisa, enseñarle la ciudad a la puesta del sol, mostrarle desde el Janículo el tupido conjunto de ruinas dispuestas a sus pies. Ver en derredor las colinas coronadas de malva y violeta y, delante, esa extensión plana de un verde profundo salpicado de amarillo, de gris y de púrpura, esa llanura con sus árboles y arbustos ardientes y su río, el Tíber, que refleja en su profundidad tornasolada la luz celeste y discurre por la ciudad, rutilante de estrellas igual que el cielo de Roma en las noches de verano; estar en Roma, residir un instante entre los muertos mientras el pasado y el presente se concretan, por medio de iglesias superpuestas, por medio de épocas reunidas de forma apresurada: ésa es la esencia de todo cuanto he amado en este mundo. Roma es el origen y el fin. El Coliseo, esa gran elipsis donde la gente aplaudía, en aquellos jactanciosos espectáculos del Imperio, entre los combates de gladiadores y las luchas de fieras, no es ya más que un vestigio; y si yo oigo aún los parlamentos políticos, el clamor de las multitudes, y si percibo la potencia romántica de esos sitios celestes, el Panteón, el Foro, el Capitolio y el Palatino, lo hago desde mis bloques de piedra, polvo y ceniza. En un carro tirado por cuatro caballos blancos, el vencedor desfilaba encabezando un largo cortejo,pero, cerca de él, el esclavo murmuraba: «Recuerda que no eres más que un mortal.» Roma es en su pasado esplendor, el paraíso perdido, y sus escombros son testimonio de la decadencia universal. Roma está triste y Roma llora: sus fuentes se llenan con sus sollozos.