El Oro y la Ceniza – Eliette Abécassis

–¿Estás seguro de no pertenecer a ninguna de ellas?

–Yo soy ateo -afirmó Félix-. No sólo respeto las religiones sino que, además, me intereso por ellas, aunque mantengo un punto de vista externo.

–¿Superior?

–No, diferente. Yo creo sólo en los valores universales, racionales, los de la sociedad laica, garante de la libertad y la igualdad.

–Todos los valores de la sociedad laica, como tú dices, no son más que los valores bíblicos secularizados.

Félix desistió de continuar con ese tema. Una novedad importante lo tenía preocupado: había conseguido acceder a los archivos del proceso Crétel.

–Oficialmente, Jean-Yves Lerais fue citado como testigo, en condición de historiador. En realidad, yo opino que había una connivencia entre Lerais y Perraud. Creo que el verdadero motivo de su presencia en el juicio era controlar para Perraud lo que en él se decía.

–¿Era un testigo de la parte civil, supongo?

–Sí. Lerais, por otra parte, instruyó a la perfección al tribunal: explicó que el régimen de Vichy no era un gobierno pasivo que esperara órdenes de los alemanes, que la «revolución nacional» era un programa ambicioso que preveía «la homogeneización» del país, es decir, la exclusión de los judíos, de los comunistas, de los masones, para preparar la nueva Europa. Insistió en este punto: Vichy no practicó nunca un doble juego ni se opuso en nada al ocupante… La Resistencia había que buscarla en el maquis, concluyó.

»Entonces el abogado de Crétel intentó minimizar el alcance de su intervención señalando que no se puede llamar a declarar a un historiador. «Un testigo -dijo- es alguien que ha presenciado directamente los hechos, mientras que el historiador habla sólo de oídas. Usted tiene una opinión sobre el periodo, pero algunos de sus colegas tienen otras distintas de la suya. Los que vengan después de usted se complacerán en refutarlo. Usted no pasa de ser un momento en la historia de Vichy. ¿Y es usted por ello un testigo más creíble? Yo no lo creo así. La función de la justicia es distinta de la de la historia. Ustedes, señores -añadió, dirigiéndose a los miembros del jurado-, deben dar un veredicto. Sin embargo, en su caso, a diferencia de lo que ocurre con los historiadores, no bastará con un libro para cambiar las cosas, pues aquí está en juego la vida de un hombre y un error judicial no es comparable a un error histórico.»

»Al día siguiente le tocaba declarar a Geneviève Talment. Aquello si fue terrible: ¿te acuerdas del escándalo?

–Sí, vagamente. Delante de los juzgados había manifestantes con pancartas: «Talment, sucios embusteros.»

–Ésa fue la consecuencia de la polémica provocada por el libro de Schiller.

»El testimonio de Geneviève Talment fue estremecedor. A los veinte años, después de conseguir la liberación de su marido, la arrestaron, por orden de Crétel, unos milicianos que la entregaron a la Gestapo. Así se encontró cara a cara con su verdugo, un alemán sereno y sosegado que le decía que era hermosa, que hablaba con voz muy calmada mientras le acariciaba los cabellos… y que la golpeó y torturó personalmente durante tres días antes de enviarla a Auschwitz.

–¿Y Schiller?

–Estaba citado como testigo de la defensa. Todo el mundo esperaba verlo en el papel de eclesiástico afable, de alguien que no había dejado de proteger a Crétel durante todos aquellos años en que había sido su director espiritual y amigo. Todo el mundo esperaba que invalidase y ridiculizase el testimonio de Geneviève Talment, conforme a lo que había escrito en su libro. Y entonces, para pasmo de todos, se produjo lo contrario.

»-Me encuentro sumido en el desconcierto -declaró-. Trato de comprender y temo que sea imposible. ¿Quieren que confirme que Maurice Crétel es un monstruo? Pues sí, lo confirmo: en mi opinión, Maurice Crétel es un monstruo.

»En ese momento estalló un auténtico clamor en la sala. Crétel se puso a chillar:

»-Schiller, cerdo, me las pagarás, – con lo que no hizo más que ratificar lo que se acababa de decir. Su abogado, fuera de sí, intentaba calmarlo, pero estaba desmoralizado. Había comprendido muy bien lo que ocurría: Schiller acababa de firmar la condena de Crétel.

»Cuando se hubo restablecido la calma, el fiscal interrogó a Schiller. Schiller estuvo demoledor. Lo contó todo: lo que Crétel había declarado sobre «la eterna cantinela» de Auschwitz, sobre el nazi Rudolf Hess, «una víctima del odio»…

»-Ni remordimientos ni piedad -decía Schiller-. Este hombre, este creyente, nunca ha lamentado su proceder. Es más, si se encontrara hoy en día en la misma situación, volvería a actuar igual.

–¿Fue entonces cuando abatieron a Crétel?

–Lo llamaron a declarar después de que lo hiciera Schiller.

»-Jamás detuve a nadie porque fuera judío -dijo-. Hice todo lo que pude para liberar al mayor número de prisioneros. Quería practicar una política humanitaria y ahora me veo acusado de crímenes contra la humanidad.

»Tenía la memoria en forma. Recordaba el miedo, el hambre, la sed después de la guerra, cuando tuvo que esconderse, el plato de sopa en casa de un amigo, un religioso que le había abierto su corazón. Era casi conmovedor. Era el testimonio de una víctima. Se acordaba de todo…, excepto de haber sido el causante de la deportación de 12.884 personas.

»Cuando el juez le pidió que le hablase de la redada del Vel d’Hiv, respondió:

»-Si eso es lo que quiere…; pero prepárese para las consecuencias.

»Gracias al libro de Schiller, había conseguido hacer planear la duda sobre el testimonio de Geneviève Talment, pero el cambio de postura del teólogo le había hundido. Ya no tenía nada que perder. Había soltado amarras.

»-Tengo que hablarles de Michel Perraud -dijo.

»-No veo qué relación pueda tener el señor ministro Michel Perraud -señaló el abogado de la parte civil.

»-Oh, enseguida se lo explico.

»En ese momento, el juez modificó su actitud. Hasta entonces había tratado a Crétel como a un criminal de pocamonta, un tunante, un mentiroso. Era como si, de repente, se diera cuenta de su error.

»-No quiera desviar la atención con sus pseudorrevelaciones -intervino-. Recuerde por qué está aquí. Está aquí porque participó en la campaña de eliminación de hombres, mujeres y niños judíos de Francia.

»Dicho esto, ordenó el levantamiento de la sesión. Evacuaron la sala. Poco después se oyó un disparo en el exterior. Crétel cayó muerto en el acto.

»Y aquí acabó el asunto -concluyó Félix-. Habían sido necesarios veinte años de procedimientos para llevarlo a juicio y, en el momento en que por fin iban a condenarle, un hombre, un desequilibrado, manipulado sin duda por Perraud, va y lo mata. Una cosa es segura: Crétel iba a revelar información comprometedora sobre Perraud, algo que quizá se encontraba en el dosier que nos robaron… ¿Te fijaste en que cuando le hablé de la Cagoule, Perraud no se inmutó? Era como si dijera: «Bueno, no ha visto nada más.» ¿No tuviste tú esa impresión? Yo continúo pensando que en ese dosier había algo capital que no nos dio tiempo a descubrir. Por eso se me ocurrió consultar la lista de los procedimientos que precedieron al proceso.

–¿Y bien? – inquirí.

Félix encendió su puro.

–Me llevé un sorpresa mayúscula al descubrir el nombre del primer demandante.

–¿Quién era? – pregunté, intrigado.

–Ron Bronstein.

Sonrió, satisfecho con mi estupefacción.

–Y lo más desconcertante -añadió- es que en 1990, una vez iniciado el procedimiento, retiró la demanda.

–Pero entonces, todo apunta a Bronstein…, tal como había dicho el padre Francis al principio, ¿recuerdas?

–Hay que localizarle lo antes posible. Vive en Ramat-Aviv, una zona acomodada de las afueras de Tel-Aviv. Tengo su número de teléfono, pero por ahora no he conseguido ponerme en contacto con él.

Pasamos el resto de la velada fumando, bebiendo y hablando de mi boda con Lisa.

–¿Crees que supondrá un problema para Lisa la actitud de su madre? – consulté a Félix-. ¿Te parece que desistirá de su decisión de casarse conmigo?

–Para su madre es terrible que se case con un goy. Pero, si no lo he entendido mal, a ella le da lo mismo. Lo importante es que transmita a sus hijos lo que sabe, que en el fondo es poca cosa. Tengo la impresión de que ha tomado mucha distancia respecto al judaismo. ¿No dices que ha dejado de respetar el sabbath, de ir a la sinagoga, de ser piadosa como su madre?

–Sí, de pequeña abandonó la escuela judía donde la había hecho entrar su madre para ir a la escuela laica. Me contó que el día del Yom Kippur era terrible para ella. Ese día faltaba a clase y de nuevo se sentía diferente, extranjera. Al día siguiente tenía que explicárselo todo a los profesores y a los alumnos y percibía el asombro en su mirada. Se sentía obligada a justificarse, cuando lo que precisamente deseaba era vivir igual que los demás, sin diferenciarse en nada de ellos.

–No creo que haya deseado nunca casarse con un judío.

–Pero ¿estás seguro de que actuará en contra de la voluntad de sus padres?

Me observó con una sonrisa triste y un brillo sombrío en los ojos.

–Algo me dice que hará lo que sea para casarse contigo, Rafael.

Capítulo 4

El 6 de mayo de 1995, a las cuatro y media de la tarde, me casé con Lisa Perlman en la alcaldía del distrito V de París.

Ella llevaba un traje chaqueta blanco y un sombrero desde el que el cabello le caía en largos tirabuzones. Sus ojos brillaban ese día con un fulgor particular. No dejaban de mirarme, de escrutarme. Tenían la misma expresión que cuando trabajaba en una escultura en su estudio: atentos, serios, alegres, admirativos, como si vieran lo mejor que había en aquello sobre lo que se posaban. Elevaba el alma con su mirada, creaba belleza. Me remodelaba. Me reinventaba.

Al final los Perlman habían aceptado asistir a la ceremonia y hasta habían organizado una pequeña recepción en su casa con algunos amigos íntimos y familiares.

Por la noche, antes de que llegaran los invitados, sorprendí a Mina con la cara hundida entre las manos. Estaba llorando.

Lisa me susurró que no le prestara atención y me aseguró que no era por mi culpa. Ese día de celebración era un vínculo doloroso con el pasado: era una historia que proseguía sin los suyos, sin su familia.

También sin la mía: había informado a mis padres de mi boda con Lisa Perlman sólo con dos semanas de antelación. Me habían hecho saber que, puesto que los había relegado de ese modo, preferían abstenerse de acudir. Yo creo que estaban furiosos porque me casaba con una judía.

Para mí fue un alivio. Reconozco que me habría causado un embarazo atroz que Lisa pudiera conocerlos.

El padre de Lisa trajo un vaso, lo dejó en el suelo y luego lo aplastó con un violento pisotón. El vidrio estalló en mil minúsculos pedazos que se desperdigaron por todos los rincones de la habitación como mil motas de ceniza, mil centellas de fuego, mil espejos rotos como mil destinos, falsos presagios de desgracias pasadas, cristales de roca, rayos de luz que irradiaran sus últimos resplandores, piedras de sabiduría, diamantes, jades y esmeraldas, piedras de los caminos, cantos rodados viajeros como el río de las lejanas riberas, inmensa, inmensa diáspora, por fin reunida en la coraza suprema, sol, luna y estrellas, ágatas, rubíes, berilos, ónices centelleantes, hogueras del sol que calientan las montañas y los ríos claros como el día, transparente y diáfana como el agua pura de antaño. Recogí un resto que se había extraviado bajo mi pie, un diminuto pedazo de vidrio afilado que me cortó el dedo: una lágrima de roja sangre se deslizó por él mientras lo guardaba en el bolsillo como recuerdo.

–Es el vaso roto que recuerda la destrucción del templo a todos los que se regocijan -dijo Lisa-. Normalmente lo rompe el novio.

No era un detalle anodino que de entre todos los ritos de la tradición judía, los Perlman hubieran retenido sólo ése.