–Oh no, Félix -exclamé al tiempo que dejaba caer el objeto-. ¿No será…?.
Sí, lo era. Desde hacía un tiempo, Félix me hacía unos regalos un tanto extraños. Un pijama a rayas para mi cumpleaños, un atlas de la Shoah para las vacaciones… Ese era el humor de Félix, un humor macabro.
–¿Qué fuiste a hacer a Suiza? – pregunté.
–Preparo un artículo sobre el expolio de los bienes judíos practicado por los bancos suizos. ¿Sabías que, gracias a los suizos, Hitler pudo procurarse miles de millones con los que compró en el mundo entero las materias primas estratégicas que necesitaba para la guerra?
–Sí -dije-. Los marchantes de arte, los agentes fiduciarios, los joyeros y los abogados se encargaban de blanquear el dinero que la SS había robado en los bancos centrales, las empresas y los domicilios particulares, o incluso a las víctimas de los campos de concentración, mientras el gobierno negaba el paso por sus fronteras a decenas de miles de refugiados, mandándolos de vuelta a sus verdugos. Sin los banqueros suizos, la Segunda Guerra Mundial habría acabado antes y podrían haberse salvado cientos de miles de vidas humanas.
–La potencia de alcance mundial que adquirieron luego los bancos helvéticos se cimentó en esas ganancias de guerra.
La barrita de oro había caído en el cenicero, entre las cenizas acumuladas del puro de Félix.
Era invierno. La nieve caía sin cesar. En la falda de una colina, en la más cenagosa de las aguas, había nacido un monstruo, directamente salido del periodo jurásico. Era una inmensa serpiente, gorda y blanda, de escamas grises y violeta que relucían como si las hubieran lustrado. De la cola a la cabeza mediaba una distancia enorme, de varios kilómetros. Su cuerpo formaba círculos concéntricos, de tal manera que los extremos casi se tocaban. Unas mandíbulas de potencia inaudita enmarcaban una boca entreabierta de la cual escapaban unas gruesas gotas de baba grasienta que acababan deshaciéndose pesadamente en el suelo. Uno de sus protuberantes ojos, recubierto por un párpado anular, vigilaba lo que sucedía debajo, al tiempo que el otro miraba hacia arriba. Los orificios que tenía a ambos lados del hocico le permitían evaluar las variaciones de la temperatura exterior y así se orientaba tras sus presas, a las que también detectaba por el olor de la sangre caliente.
Porque era así: estaba sedienta de sangre. Podía engullir unas presas enormes que la dejaban hinchada como una gigantesca ostra, podía tragarlo todo, digería cualquier clase de materia, pelos y cuernos, ropa, joyas y monedas, con su mandíbula móvil devoraba una cantidad impresionante de objetos. De su boca surgían unos colmillos venenosos que hincaba en la carne de sus víctimas para inocularles el veneno.
Avanzaba ondulante, bajaba por los árboles y volvía a trepar de nuevo a ellos. Todas las direcciones, todas las vías, todos los caminos estaban a su disposición. Lentamente, sin hacer ruido, avanzaba hacia su presa. De haberla visto venir, quizás ésta habría podido conocer, por la fuerza de sus ojos, el poder tentacular de su verdugo; o quizás entonces habría sido cautivada por su mirada hipnótica y habría sucumbido. Era un menudo ser frágil situado bajo el follaje, que pasaba el tiempo trinando y piando a diestro y siniestro, un ser libre de preocupación y exigencias. En cuanto le vio, le clavó la mirada. Sus ojos incandescentes le atravesaban el corazón, le petrificaban el cuerpo. Sin aguardar más, se abalanzó hacia él. Antes de tener conciencia de ello, se había transformado en manjar de la bestia. La serpiente devoraba su carne, le arrancaba el corazón, sus entrañas colgaban del morro de la serpiente, que babeaba sangre.
A su alrededor quedaban los restos de la carnicería. La nieve estaba maculada de manchas rojas, como si un dedo inmenso se hubiera cortado encima del mundo y de él fluyera, gota a gota, la sangre. Cual gigantesco intestino, el reptil asimilaba, mezclados, cuerpos inertes, mutilados, cabezas arrancadas, brazos y piernas, pelos, cabellos, dientes y toda clase de objetos diversos: zapatos, juguetes de niño, bolsos y maletas llenas, y todo lo aplastaba y lo lanzaba hacia un agujero que lo absorbía, a la manera de una inmensa boca.
Despacio, muy despacio, se había acercado a mí mientras dormía, había enrollado la punta de la cola en torno a mi pie, después había subido por mi pierna hasta el torso, y al despertarme, brutalmente, me encontré frente a dos ojos enormes que despedían chispas. Entonces descubrí esa forma larga y viscosa, negra como el ébano, que se deslizaba sobre mi cuerpo. En su boca llena de baba vi una lengua rasposa que se estiró delante de mí.
De repente hizo chasquear la lengua. Un ruido estridente resonó con fuerza en todo su paladar, hasta mi oído.
Me desperté sobresaltado, cubierto de sudor. Durante unos segundos realicé un intenso esfuerzo para recordar dónde estaba. Encendí la luz y reconocí con alivio mi habitación y sus viejos muebles. Lisa dormía plácidamente a mi lado.
Pasé más de una hora dando vueltas en la cama, sin conseguir volver a conciliar el sueño. Tenía la sensación de hallarme en un mundo en el que ya no se situaba uno a la escala humana, en el que los instrumentos de trabajo habituales para el periodista y el historiador no eran ya adecuados. Toda la ciencia que había aprendido parecía irrisoria frente a la monstruosidad -no la que supone un acto de barbarie, como en Herodoto, sino la de un sistema-. Pensaba en la frase de Karl Barth que un conferenciante había citado en el documental de Washington: «Explicar el mal es borrar el escándalo.»
Matar judíos no constituía una novedad: la historia está llena de vejaciones y de expulsiones, de cruzadas y de pogromos. Pero allí fue distinto: las personas habían dejado de tener identidad, vivían para comer un mendrugo y un poco de sopa y todos los días se iban debilitando bajo la mirada del verdugo. Si queréis comprender lo demoníaco, observad las caras de los miembros de la SS: pertenecen a otra categoría humana.
La noche siguiente, Lisa y yo fuimos a casa de Samy y Mina Perlman, donde también se encontraban Béla y Tilla. Paul estaba de viaje.
Samy, más sombrío que nunca, ya no miraba a nadie a los ojos. Tenía algo en la mirada que me intrigaba cada vez que lo veía: siempre había pensado que los ojos eran la parte más brillante del cuerpo humano, que simbolizaban la vida, tanto biológica como intelectual o espiritual. Una mirada es como un oráculo: pueden saberse cosas de una persona escrutando atentamente sus ojos. Se refleja en ellos el pasado y el futuro: las heridas y las ambiciones, la inocencia real o perdida, la inteligencia del corazón y la del alma, la maldad. Hay miradas que, como los lobos, engullen a las personas, las devoran y someten: son las de los políticos o los guerreros. Hay miradas que calan, que penetran hasta lo más profundo del alma, y otras en las que uno se hunde. Hay miradas malvadas y mezquinas, miradas tristes que evidencian que han sufrido.
No olvidaré nunca la del padre de Lisa. Aquella mirada no era desgarradora, dulce y violenta a la vez como la de su esposa. Aquella mirada estaba muerta. Ninguna vida, ningún destello de vida surgía de sus ojos. Parecían dos bolas negras carentes de brillo. Parecían ciegos: su mirada pasaba a través de los seres y de las cosas como si fueran transparentes del todo. Samy Perlman tenía los ojos apagados.
Hablamos del juicio de Jean-Yves Lerais; aún no se había fijado la fecha, pero era probable que citaran a declarar como testigos a ciertos miembros de la familia Perlman.
–Espero que podamos defender a Jean-Yves -dijo Lisa.
–Sí -murmuré yo-, pero será difícil, dada la talla de su enemigo.
–¿Quién es su enemigo? – preguntó Béla, que no perdía detalle y menos si venía de mí.
–¿Quién es su enemigo? – repetí, turbado-. Una fuerza demasiado grande para nosotros, me temo.
–¿Demonólogo? – dijo Tilla-. Me interesa el tema. ¿Sabe que la psiquiatría se ha implantado en sustitución de la brujería y las técnicas chamánicas para acabar con el mal que persigue a los enfermos, psicóticos, depresivos o neuróticos? Estamos en la misma línea.
–Sí, pero vosotros no sabéis erradicar el Mal. Al contrario, la gente lo acepta gracias a vosotros. Lo normalizáis. En lugar de librar a las personas del demonio, hacéis de él un personaje tolerable.
–Se equivoca: lo combatimos desdramatizándolo, demostrando que se encuentra presente, al fin y al cabo, en todos y cada uno de nosotros.
–Más o menos -dijo Béla. Luego se volvió hacia mí y agregó-: En mayor medida en unos que en otros, quiero decir.
Aquella vez quedó claro: yo era el blanco indudable de su hostilidad.
–Tú, por ejemplo -prosiguió-, ¿qué habrías hecho durante la guerra?
–Sé que habría luchado por Lisa -respondí sin vacilar.
–Sí… ¿Y si Lisa no hubiera existido? ¿Te habrías sentido implicado?
–Oye, Béla, ¿no te parece que vas demasiado lejos? – lo atajó Lisa.
–No, déjalo -dije-. Ha dado en el clavo. Creo que ésa es la clase de pregunta que todo el mundo se plantea.
–Es a la vez simple y complicado saber la respuesta -comentó Tilla-. Basta pensar en el experimento de Milgram. Yo misma caí en la trampa cuando era estudiante: un amigo psicólogo que preparaba la tesis me pidió que participara en algunos experimentos. Tiene que ver con la repercusión nerviosa de los electrochoques en individuos normales, me dijo. Me recibió en un laboratorio, vestido con una bata blanca, y me explicó lo que debía hacer: tenía que accionar el botón que envía una descarga eléctrica a un individuo cada vez que él me lo indicara. Durante ese tiempo, él anotaría los resultados.
»Cuando me hizo la señal apreté el botón, por supuesto, sin pararme a pensar en las consecuencias de mi acto. El hombre, el paciente del experimento, que estaba sentado a corta distancia de mí, comenzó a agitarse con violentos espasmos.
Mientras lo contaba, Tilla imitó con un gesto la reacción del conejillo de Indias.
–Mi amigo no pareció darse cuenta de nada. Estaba en el fondo de la sala, delante de una máquina que registra las variaciones. A la segunda señal volví a hacer lo mismo, con una vaga aprensión. El hombre se agitó de nuevo, pero esa vez con un grito de dolor.
»Entonces me levanté y pregunté:
»-Oye, ¿estás seguro de que no le hace daño?
»-No, no, es sólo una pequeña descarga. No afecta a ningún tejido nervioso.
»-Pero parece como si…
»-No, de verdad, no es nada.
»La tercera vez, el hombre volvió a crisparse con gran violencia: se le desorbitaron los ojos y se le alteró la respiración. Entonces, decidí que ya podían buscarse a otra persona para continuar con aquellas atrocidades. Me marché con una impresión extraña. Al llegar a casa, encontré en el buzón el libro de Stanley Milgram Obedience to Authority: An Experimental View. Empecé a leerlo de inmediato y así descubrí la verdad.
»Con un poco de sentido común, de presencia de espíritu, habría deducido enseguida que el objeto del estudio no eran los efectos de los electroques en un individuo, sino yo. Acababa de pasar por una experiencia similar al célebre experimento de Milgram. El supuesto paciente que recibía los electrochoques era en realidad un actor que fingía sufrir y el experimento consistía en saber hasta dónde puede llegar el que acciona el botón en el daño que inflige al otro, bajo la presión de una autoridad científica.
»En mi opinión, este experimento demuestra que cualquiera puede causar el mal en determinadas circunstancias y no sólo cierto tipo de personas, de mentalidad denominada «autoritaria». Tal como lo evidenció Milgram, el mal que el hombre provoca al hombre no se debe a la crueldad de los individuos ni a determinadas personalidades más predispuestas a ello, sino que puede provenir de hombres y mujeres normales, que intentan cumplir de la mejor manera posible con su cometido.