Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

—Ni siquiera nosotros —suspiró el conferenciante de Runas Modernas.

—Pensarán que somos… bueno, que somos ciudadanos corrientes.

—Así es como me siento —asintió el decano—. Como un ciudadano corriente.

—O comerciantes —insistió el profesor. Se pasó los dedos por el pelo blanco.

—Recordadlo —insistió—. Si alguien nos dice algo, no somos magos. Sólo honrados comerciantes que han salido a divertirse una noche, ¿de acuerdo?

—¿Qué pinta tiene un honrado comerciante? —preguntó uno de los magos.

—¿Cómo quieres que lo sepamos? —replicó el profesor—. Bien, la cuestión es que nadie deberá hacer nada de magia —prosiguió—. No hace falta que os diga lo que pasará si el archicanciller se entera de que el personal docente ha asistido a espectáculos populares.

—Me preocupa mucho más que se enteren los estudiantes —se estremeció el decano.

—¡Barbas falsas! —intervino el conferenciante de Runas Modernas—. ¡Tendríamos que llevar barbas falsas! El profesor puso los ojos en blanco.

—Todos tenemos barba —le explicó—. A ver, ¿me quieres decir qué clase de disfraz sería una barba falsa para nosotros?

—¡Ah, eso es lo más agudo de la cuestión! —exclamó el conferenciante—. Nadie sospechará que, si llevamos barbas falsas, tenemos barbas de verdad debajo, ¿a que no?

El profesor abrió la boca para refutar semejante afirmación, pero luego titubeó.

—Bueno… —empezó.

—Pero ¿dónde vamos a conseguir barbas falsas a estas horas de la noche? —preguntó uno de los magos, dubitativo.

El conferenciante les dedicó una amplia sonrisa y se metió la mano en el bolsillo.

—No nos harán falta —dijo—. Eso es lo más ingenioso del asunto. He traído un rollo de alambre, ¿veis? Lo único que necesitaremos es cortar dos trozos cada uno, retorcérnoslo alrededor de las patillas, y luego dejar que sobresalga en plan chapucero por encima de las orejas… así. —Hizo una demostración—. Y ya está.

El profesor lo miró.

—Increíble —dijo al final—. ¡Es verdad! ¡Parece que lleves una barba falsa muy mal hecha!

—Es sorprendente, ¿verdad? —asintió el profesor en tono alegre, tendiendo el alambre a sus colegas—. Todo es cuestión de cabezología.

Tras esto, hubo varios minutos de ajetreado trastear, salpicados de algún que otro gemido cuando los magos se pinchaban con el alambre. Pero, al final, todos estuvieron preparados. Se miraron unos a otros con timidez.

—Si ponemos un almohadón, sin almohada, claro, debajo de la túnica del profesor, de manera que asome un poco la punta, parecerá que es un hombre delgado con una almohada en la barriga para hacerse pasar por gordo —sugirió uno de los magos.

Advirtió la mirada del profesor, y tuvo la sensatez de no insistir.

Dos de los magos agarraron los asideros de la tremenda silla de Poons, y la empujaron sobre los húmedos guijarros de la calle.

—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis? —quiso saber el anciano, que se había despertado de repente.

—Vamos a hacer de ciudadanos corrientes —le informó el decano.

—Qué divertido.

 

—¿Me oyes, muchacho?

El tesorero abrió los ojos.

La enfermería de la Universidad no era demasiado grande, y apenas la utilizaban. Los magos, por lo general, o tenían una salud de hierro, o estaban muertos. La única medicina que solían necesitar era cualquier fórmula contra la acidez y una habitación en penumbra hasta la hora de comer.

—Te he traído algo para leer —siguió la voz, con cierta timidez. El tesorero consiguió enfocar la vista sobre el lomo de Aventuras con arco y ballesta.

—Menudo golpe te llevaste, tesorero. Llevas todo el día noqueado.

El tesorero, débilmente, contempló el brillo rosa y anaranjado que, poco a poco, se fue concretando en la forma del rostro rosa y anaranjado del rostro del archicanciller en persona.

A ver, pensó, ¿cómo he llegado a…?

Se incorporó bruscamente y agarró al archicanciller por el cuello de la túnica. Y gritó a la cara rosa y anaranjada: —¡Está a punto de suceder algo espantoso!

 

Los magos caminaron por las calles a la escasa luz del ocaso. Hasta el momento, su disfraz funcionaba a la perfección. Los demás transeúntes hasta les daban empujones. Nadie daba jamás un empujón a un mago, al menos a sabiendas. Era una experiencia nueva para ellos.

Junto a la entrada del Odium, había una gran multitud, formando una cola que se perdía calle abajo. El decano hizo caso omiso de ella, y guió a sus colegas hacia las puertas.

—¡Eh! —los llamó alguien.

Alzó la vista hacia un troll de rostro enrojecido, que vestía un traje de aspecto militar y corte deleznable, con unas charreteras del tamaño de cazuelas, y sin pantalones.

—¿Sí?

—Eso de ahí es una cola —señaló el troll.

El decano asintió con educación. En Ankh-Morpork una cola era, casi por definición, algo con un mago a la cabeza.

—Ya lo veo —asintió—. Y está muy bien, desde luego. Ahora, si tiene la amabilidad de apartarse, entraremos a ocupar nuestras localidades.

El troll le clavó un dedo en el estómago.

—¿Quiénes creéis que sois? —preguntó—. ¿Magos, o algo por el estilo?

Esto arrancó una carcajada de los que aguardaban más cerca. El decano se inclinó hacia delante.

—En realidad, sí, somos magos —siseó.

El troll sonrió.

—A otro troll con esa roca —gruñó—. ¡Se nota a la legua que las barbas son falsas!

—Oye, escucha… —empezó el decano.

Pero su voz se convirtió en un aullido incoherente cuando el troll lo levantó por el cuello de la túnica y lo empujó a la calle.

—¡Tendréis que hacer cola como todos los demás! —exclamó.

En la cola se oyó un coro de risas burlonas. El decano lanzó un gruñido y alzó la mano derecha, con los dedos separados…

El profesor lo agarró por el brazo.

—Sí, buena idea —siseó—. De mucho nos iba a servir, ¿eh? ¡Vamos!

—¿Adonde?

—¡Al final de la cola!

—¡Pero nosotros somos magos! ¡Nunca aguardamos nuestro turno para nada!

—Somos honrados comerciantes, ¿recuerdas? —replicó el profesor. Miró en dirección a los espectadores más cercanos, que lo miraban con caras raras—. Somos honrados comerciantes —repitió, más alto. Dio un codazo al decano—. Venga, empieza —siseó.

—¿Que empiece a qué?

—A decir algo comerciante.

El decano lo miró, boquiabierto.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó.

—¡Di lo que sea! ¡Todo el mundo nos está mirando!

—Oh. —El rostro del decano se contrajo en una mueca de terror, pero entonces se le ocurrió algo—. Qué manzanas tan bonitas —dijo—. Cómprelas ahora que aún están calientes. Son preciosas… ¿vale con eso?

—Supongo que sí. Venga, vamos al final…

Hubo una conmoción en el otro extremo de la calle. La gente se precipitó hacia delante. La cola rompió filas y atacó. Los honrados comerciantes se vieron rodeados de repente por una multitud que los empujaba con desesperación.

—¡Eh, hay que respetar la cola! —exclamó el honrado comerciante de Runas Modernas con timidez, mientras lo empujaban de un lado a otro.

El decano agarró por el hombro a un muchacho que le estaba clavando un codo con ferocidad.

—¿Qué pasa aquí, joven? —exigió saber.

—¡Ya vienen! —gritó el chico.

—¿Quién viene?

—¡Las estrellas!

Los magos alzaron la vista como un solo hombre.

—No, qué va —replicó el decano.

Pero el chico ya se había liberado de su mano, y se había perdido entre la marea de gente.

—Es una extraña superstición primitiva —señaló el decano en tono despectivo.

Los magos, con excepción de Poons, que se estaba quejando y blandía el bastón a diestro y siniestro, se pusieron de puntillas para intentar ver algo.

 

El tesorero encontró al archicanciller en uno de los pasillos.

—¡No hay nadie en la sala No-Común —gritó.

—¡La biblioteca está desierta! —aulló el archicanciller.

—Había oído hablar de este tipo de cosas —gimió el tesorero—. Nosequés espontáneos. ¡Todos se han vuelto espontáneos!

—Calma, hombre, calma. Sólo porque…

—¡Es que ni siquiera encuentro a los criados! ¡Ya sabes lo que pasa cuando la realidad se esfuma! Probablemente, en este mismo momento los gigantescos tentáculos de…

Se oyó un uuhhmm… uuhhmm… lejano, seguido por el ruido de los perdigones estrellándose contra la pared.

—Y siempre en la misma dirección —murmuró el tesorero.

—¿En qué dirección?

—¡La dirección desde donde vendrán Ellos! ¡Creo que me voy a volver loco!

—Venga, venga —lo tranquilizó el archicanciller, dándole palmaditas en el hombro—. No puedes ir por ahí hablando de esa manera. Es de locos.

 

Ginger, aterrorizada, miró por la ventanilla del carruaje.

—¿Quién es toda esta gente? —preguntó.

—Son admiradores —explicó Escurridizo.

—¿Y qué miran?

—Mi tío quiere decir que es gente a la que le gusta veros en las películas —explicó Soll—. Eh… les gustáis mucho.

—Ahí fuera también hay mujeres —dijo Víctor.

Se arriesgó a hacer un cauteloso gesto de saludo. Entre la multitud, una mujer se desmayó.

—Eres famosa —dijo—. Me dijiste que siempre habías querido ser famosa.

Ginger volvió a mirar a la multitud.

—¡Pero no me imaginaba que sería así! ¡Están gritando nuestros nombres!

—Nos hemos esforzado mucho para que todo el mundo se interesara por Lo que la Tempestad se Llevó —asintió Soll.

—Sí —corroboró Escurridizo—. Hemos dicho que es la película más importante en toda la historia de Holy Wood.

—La verdad es que sólo llevamos un par de meses haciendo películas —señaló Ginger.

—¿Y qué? Dos meses siguen siendo una historia, aunque sea breve —bufó el ex-vendedor de salchichas.

Víctor vio la expresión en el rostro de Ginger. ¿Cuándo se habría iniciado en realidad la historia de Holy Wood? Quizá hubiera alguna piedra calendario de la antigüedad en el lecho marino, entre las langostas. O a lo mejor no había manera de medir el tiempo en este caso. ¿Cómo se puede calcular la edad de una idea?

—También van a asistir muchas personalidades importantes —señaló Escurridizo—. El patricio, todos los nobles, los presidentes de los gremios, y algunos sumos sacerdotes. Los magos no, claro, malditos vejestorios engreídos. Pero será una noche memorable, eso os lo garantizo.

—¿Tendrán que presentarnos a todos? —quiso saber Víctor.

—No. Os los presentarán a vosotros —lo corrigió Escurridizo—. Será la mayor emoción de sus vidas.

Víctor volvió a contemplar la multitud.

—¿Son imaginaciones mías, o empieza a haber niebla? —preguntó.

 

Poons asestó un golpe con el bastón a las piernas del profesor.

—¿Qué pasa? —quiso saber—. ¿Por qué aplaude todo el mundo?

—El patricio acaba de bajar de su carruaje —le informó el profesor.

—Pues no veo qué tiene eso de asombroso —refunfuñó Poons—. Yo he bajado de carruajes cientos de veces. No tiene ningún mérito.

—Es un poco extraño —tuvo que admitir el profesor—. Y también han aplaudido al presidente del gremio de los asesinos, y al sumo sacerdote de Io el Ciego. Y ahora, acaban de desenrollar una alfombra roja.

—¿Qué? ¿En la calle? ¿En Ankh-Morpork?

—Sí.

—No me gustaría tener que pagar la factura de la tintorería —dijo Poons.

El conferenciante de Runas Modernas dio un buen codazo en las costillas al profesor. En realidad, le dio un codazo en el punto donde debían de encontrarse las costillas, bajo los estratos de grasa fruto de cincuenta años de excelentes cenas.

—¡Callaos! —siseó—. ¡Ya vienen!

—¿Quién?

—Parece que alguien importante.

El rostro del profesor se contrajo en una mueca de terror bajo la auténtica barba falsa.

—No pensaréis que han invitado al archicanciller, ¿verdad?

Los magos trataron de encogerse dentro de sus túnicas, como si fueran tortugas.

La verdad era que se trataba de un carruaje mucho más impresionante que cualquiera de los destartalados vehículos que poblaban las cocheras de la Universidad. La multitud se precipitó contra la barrera de trolls y guardias de la ciudad. Todos contemplaban con expectación la puerta del carruaje. Hasta el aire mismo parecía vibrar.

El señor Bezam, tan henchido de orgullo que parecía a punto de flotar por los aires, se acercó a la puerta del carruaje, y la abrió.

La multitud contuvo el aliento colectivo, a excepción de una pequeña parte de ella, que golpeaba con su bastón a todos los que le rodeaban.

—¿Qué está pasando? —preguntaba—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué nadie me dice qué está pasando? ¡Exijo que alguien me diga, qué está pasando!

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