Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

La puerta permaneció cerrada. Ginger se había aferrado al picaporte como si fuera un salvavidas.

—¡Ahí fuera hay miles de personas! —gritó—. ¡No puedo salir!

—¡Pero si son los que ven tus películas! —le suplicó Soll—. ¡Son tu público!

—¡No!

Soll se llevó las manos a la cabeza.

—¿No la puedes convencer? —preguntó a Víctor.

—Ni siquiera estoy muy seguro de poder convencerme a mí mismo.

—¡Pero si ya habéis pasado días delante de toda esa gente! —señaló Escurridizo.

—No es verdad —replicó Ginger—. Allí sólo estaba usted, y los operadores, y los trolls, y los demás. Eso era diferente. Además, en realidad, no era yo. Era Delores De Syn.

Víctor, pensativo, se mordisqueó el labio.

—Entonces, quizá la que debería salir es Delores De Syn —señaló.

—¿Cómo voy a hacerlo?

—Bueno… ¿por qué no haces como si fuera una película?

Los Escurridizo, tío y sobrino, intercambiaron una mirada. Luego, Soll se llevó las manos a la cara, con los dedos formando un círculo, como si fuera el ojo de la caja de imágenes. Escurridizo, tras un codazo de complicidad, le puso una mano en la cabeza y empezó a dar vueltas a la manivela invisible de su oreja.

—¡Acción! —ordenó.

 

La puerta del carruaje se abrió.

La multitud dejó escapar el aliento en un monstruoso suspiro. Víctor salió del vehículo, tendió una mano, ayudó a salir a Ginger…

La multitud aplaudió con enloquecido fervor.

El conferenciante de Runas Modernas se mordisqueaba los dedos de puro nerviosismo. El profesor emitió un extraño sonido ronco con el fondo de la garganta.

—¿Os acordáis de cuando alguien preguntó si había algo mejor para un chico que ser mago? —consiguió decir.

—A un auténtico mago sólo debería interesarle una cosa —murmuró el decano—. Lo sabéis muy bien.

—Oh, y tanto.

—Me refería a la magia.

—Ah.

El profesor contempló a las figuras que avanzaban.

—¿Sabéis una cosa? Ése es el joven Víctor, vaya si lo es. Estoy seguro —dijo.

—Es repugnante —bufó el decano—. No comprendo que haya preferido ir por ahí rondando a chicas guapas, cuando pudo llegar a ser mago.

—Sí. Qué idiota —asintió el conferenciante de Runas Modernas, que tenía problemas para controlar la respiración.

Se oyó una especie de suspiro comunitario.

—La verdad sea dicha, hay que admitir que la chica no está nada mal —señaló el profesor.

—Soy un anciano, si alguien no me deja ver ahora mismo —crepitó una voz cascada tras ellos—, alguien va a sentir la punta de, mmm, mi bastón, ¿entendido?

Dos de los magos se hicieron a un lado y empujaron la silla de ruedas. Una vez en marcha, se enfiló directamente hasta llegar al borde de la alfombra, arañando todas las rodillas y tobillos que se interpusieron en su camino.

Poons se quedó boquiabierto.

Ginger cogió la mano de Víctor.

—Ahí hay un grupo de viejos gordos con barbas falsas que te están haciendo señas —le dijo sin dejar de apretar los dientes en la forzada sonrisa.

—Sí, creo que son magos —asintió Víctor, también sonriendo.

—Uno de ellos no hace más que dar saltos en la silla de ruedas, y grita cosas como «¡Yupiyeiyei», «¡Jopjopjop!» y «¡Hurrahurra!».

—Ése es el mago más viejo del mundo —le explicó el joven.

Saludó a una señora gorda de la multitud, que se desmayó.

—¡Cielo santo! ¿Y cómo era hace cincuenta años?

—Un viejo de ochenta[24]. ¡No le lances un beso!

La multitud rugió, aprobadora.

—Parece un encanto.

—Sigue sonriendo, no dejes de saludar.

—¡Oh, dioses, mira a toda esa gente que espera para que nos la presenten!

—Ya los veo —asintió Víctor.

—¡Pero son importantes!

—Creo que nosotros también.

—¿Por qué?

—Porque somos nosotros. Es lo que tú dijiste aquella vez en la playa. Somos nosotros, tan grandes como es posible. Es lo que querías. Somos…

Se detuvo.

El troll situado ante la puerta del Odium le dedicó un saludo titubeante. Cuando se llevó la mano a la oreja, el ruido del golpe resultó audible incluso por encima del rugido de la multitud…

 

Gaspode se tambaleó a toda velocidad callejón abajo, mientras Laddie trotaba obediente tras él, pisándole los talones. Nadie les había prestado la menor atención cuando saltaron (en el caso de Gaspode sería más correcto decir «cayeron») del carruaje.

—Pasarnos toda la noche en un local lleno de gente no es el mejor plan que se me ocurre —murmuró Gaspode—. Esto es la gran ciudad. No Holy Wood. Tú ven conmigo, cachorro, y no te pasará nada. Primera parada, la puerta trasera de Harga, La Casa de las Costillas. Allí me conocen. ¿De acuerdo?

—¡Buen chico Laddie!

—Claro —asintió Gaspode.

 

—¡Mira lo que lleva puesto! —se sorprendió Víctor.

—Una chaqueta de terciopelo rojo con cordones dorados —dijo Ginger por el rabillo de la boca—. ¿Y qué? No habría sido mala idea que la complementara con un par de pantalones.

—Oh, dioses —jadeó el joven.

Entraron en el iluminado vestíbulo del Odium.

Bezam se había esforzado al máximo. Trolls y enanos habían trabajado allí de sol a sol para acabarlo todo a tiempo.

Había cortinas rojas afelpadas, y columnas, y espejos.

Hasta la última superficie aparecía cubierta de querubines regordetes y frutas variadas, todo pintado de color dorado.

Era como entrar en una caja de bombones carísimos.

O en una pesadilla. Víctor casi esperaba oír de un momento a otro el rugido del mar, y ver caer los cortinajes, transformados en una mancha de lodo negro.

—Oh, dioses —repitió.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Ginger, sonriendo fijamente a la hilera de personalidades de la ciudad que aguardaban el momento de las presentaciones.

—Ahora lo verás —dijo Víctor con voz ronca—. ¡Es Holy Wood! ¡Han traído Holy Wood a Ankh-Morpork!

—Sí, pero…

—¿No recuerdas nada de aquella noche, en la colina? ¿Antes de que te despertaras?

—Ya te dije que no.

—Ahora lo verás —repitió Víctor.

Contempló el ornamentado caballete que había cerca de una de las paredes.

Decía: «¡Tres sesiones al día!».

Y Víctor recordó las dunas de arena, los antiguos mitos, las langostas.

 

La cartografía nunca había sido un arte muy preciso en el Mundodisco. Todos los que lo intentaban empezaban con buenas intenciones, pero luego se dejaban arrastrar por el entusiasmo que despertaban en ellos las ballenas, los monstruos, las olas y otros adornos del mobiliario cartográfico, y se les olvidaba incluir los aburridos ríos y montañas.

El archicanciller puso un abarrotado cenicero en la esquina que amenazaba con enrollarse. Pasó un dedo por la arrugada superficie.

—Aquí dice «Hay dragones» —señaló—. Y dentro de la ciudad. Qué cosas.

—No, sólo es el Refugio para Dragones Enfermos de Lady Ramkin —aclaró el tesorero en tono distraído.

—Y aquí dice, «Terra Incógnita» —siguió el archicanciller—. ¿Por qué?

El tesorero se inclinó para ver mejor.

—Bueno, probablemente es mucho más interesante que dibujar muchos campos de repollos.

—Aquí pone «Hay dragones», otra vez.

—Eso, creo, es una mentira.

El pulgar calloso del archicanciller siguió en la dirección que habían deducido. Apartó un par de moscas muertas.

—Aquí no hay absolutamente nada —dijo. Se inclinó un poco más—. Sólo el mar y… —Entrecerró los ojos—. Holy Wood. ¿Qué es eso?

—¿No es el lugar a donde se fueron todos los alquimistas? —señaló el tesorero.

—Ah, sí.

—Supongo —titubeó el tesorero— que no estarán haciendo nada mágico…

—¿Los alquimistas? ¿Magia?

—Lo siento, qué tontería he dicho, ya lo sé. El portero me contó que se dedican a hacer espectáculos de sombras, creo. O de marionetas. O de algo así. La verdad es que no presté mucha atención. Es decir… ¿los alquimistas? Naaaa… Los asesinos, pase. Los ladrones, pase. Hasta los comerciantes… los comerciantes pueden llegar a ser muy retorcidos. Pero en cambio, los alquimistas… no conozco a seres más bienintencionados, despistados, chapuceros…

Su voz se fue apagando a medida que las orejas comprendían lo que decía su boca.

—No se atreverían, ¿verdad? —tartamudeó.

—¿No?

El tesorero dejó escapar una carcajada hueca.

—Naaa, qué va, ¡No se atreverían! Saben que les pondríamos las cosas muy difíciles si osaran practicar magia aquí…

Volvió a quedarse sin voz.

—Estoy seguro de que no se atreverían —insistió.

—Ni siquiera tan lejos —insistió.

—No se atreverían —insistió.

—Nada de magia. ¿Verdad? —insistió.

—¡Nunca he confiado en esos cabrones de manos sucias! —insistió—. Jamás han sido como nosotros. ¡Ni siquiera saben lo que es la dignidad!

 

La multitud que se aglomeraba en torno a la taquilla estaba cada vez más airada.

—¿Os habéis revisado todos los bolsillos? —insistió el profesor.

—¡Sí! —gimió el decano.

—Pues revisadlos otra vez.

Por lo que a los magos respectaba, el concepto de «pagar» era una desgracia que les sucedía a los demás. Un sombrero puntiagudo solía allanar todos los obstáculos.

Mientras el decano se revisaba frenético los pliegues de la túnica, el profesor dirigió una sonrisa enloquecida a la joven que vendía las entradas.

—Pero, querida, te aseguro que somos magos —insistió a la desesperada.

—Se nota de lejos que las barbas son falsas —bufó la chica—. Además, aquí estamos acostumbrados a todos los trucos. ¿Cómo sé yo que no eres tres niñitos con la chaqueta de vuestro padre?

—¡Señorita!

—Yo tengo dos dólares y quince peniques —dijo el decano, rescatando las monedas de entre un puñado de pelusa y misteriosos objetos mágicos.

—Entonces, tenéis para dos entradas en el patio de butacas —dijo la chica, desenrollando de mala gana dos cartoncitos. El profesor los recogió a toda velocidad.

—Entonces, entraré yo con Windle —dijo rápidamente, volviéndose hacia los demás—. Me temo que vosotros tendréis que volver a comerciar honradamente.

Hizo un gesto apurado con las cejas.

—No entiendo por qué… —empezó el decano.

—Si no, llegaremos con retraso —insistió el profesor, haciendo evidentes gestos discretos—. Si no volvéis atrás.

—Oye, tú, el dinero era mío, y no pienso… —se enfadó el decano.

Pero el conferenciante de Runas Modernas lo cogió por el brazo.

—Calla y ven —dijo. Hizo un guiño largo, decidido, en dirección al profesor—. Es hora de que vayamos atrás.

—Sigo sin entender… —se quejó el decano mientras se lo llevaban casi a rastras.

 

Las nubes grises se arremolinaban en el espejo mágico del archicanciller. Casi todos los magos tenían espejos mágicos, pero había pocos que se tomaran la molestia de utilizarlos. Eran confusos y poco fiables. Ni siquiera resultaban muy útiles para afeitarse.

Ridcully, en cambio, era sorprendentemente aficionado a ellos.

—Para acechar las presas —dijo a modo de explicación—. No soportaba tanto arrastrarme por encima de helechos húmedos durante horas, diantre. Sírvete algo de beber, hombre. Y ponme una copa a mí también.

Las nubes se movieron un poco.

—Creo que no veo nada más —dijo—. Qué cosa más rara, no hay más que niebla.

El archicanciller carraspeó. El tesorero empezaba a darse cuenta de que, contra todas las apariencias, su superior era bastante inteligente.

—¿Has visto alguna vez uno de estos espectáculos con sombras de imágenes de marionetas en acción? —preguntó Ridcully.

—Suelen ir los criados —replicó el tesorero.

Ridcully dedujo que aquello significaba «no».

—Pues me parece que deberíamos ir a echar un vistazo —decidió.

—Como tú digas, archicanciller —dijo el tesorero con humildad.

 

Una regla inquebrantable que siguen todos los edificios donde se exhiben imágenes en acción, a lo largo y ancho de todo el multiverso, es que lo espantoso de la arquitectura por la parte de atrás es directamente proporcional a lo suntuoso de la arquitectura por la parte de delante. Por delante: columnas, arcos, panes de oro, luces. Por detrás: extrañas tuberías, misteriosos tramos de cañerías, paredes sucias, callejones fétidos.

Y la ventana de los lavabos.

—No hay motivo alguno para que hagamos esto —gimió el decano mientras los magos forcejeaban en la oscuridad.

—Cállate y sigue empujando —jadeó el conferenciante de Runas Modernas, desde el otro lado de la ventana.

—Podríamos haber transformado cualquier cosa en dinero —insistió el decano—. Una simple ilusión rápida, nada más. ¿Qué tiene eso de malo?

—Es devaluar la moneda —replicó el conferenciante—. Por hacer algo así, te pueden tirar al pozo de los escorpiones. ¿Dónde estoy poniendo el pie? ¿Dónde estoy poniendo el pie?

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