Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Víctor se encontró encajonado entre Ginger y un troll de las montañas que vestía lo que parecía una cota de mallas, pero que resultó ser una cota de mallas al estilo Holy Wood, o sea, una serie de cordeles mal entrelazados pintados de purpurina plateada.

Ginger empezó a charlar animadamente con un gnomo de diez centímetros y un enano que lucía medio disfraz de oso, con lo que Víctor se quedó un tanto aislado.

El troll le sonrió e hizo una mueca señalando su propio plato.

—Y se atreven a decir que esto es pómez —le dijo—. Ni siquiera se molestan en quitar la lava, y la arena no tiene gusto a nada.

Víctor miró el plato del troll.

—No sabía que los trolls comían rocas —dijo sin poder contenerse.

—¿Por qué no?

—¿No es de eso de lo que estáis hechos?

—Sí, pero tú estás hecho de carne, ¿y qué comes?

Víctor clavó la vista en su propio plato.

—Buena pregunta —dijo.

Ginger se volvió hacia ellos.

—Vic está haciendo una peli para Silverfish —explicó a todos—. Parece que va a ser de tres rollos.

Hubo un murmullo generalizado de interés.

Víctor apartó cuidadosamente a un borde del plato algo amarillo y grumoso.

—Decidme una cosa —empezó, pensativo—. Mientras estáis rodando, ¿habéis oído alguna vez… habéis tenido… una especie de sensación… como de estar…? —Se detuvo, titubeante. Todos lo miraban—. Es decir, ¿nunca os habéis sentido como si algo actuara a través de vosotros? No sé de qué otra manera expresarlo.

El resto de los comensales se relajaron.

—Eso es Holy Wood, nada más —le contestó el troll—. Se te mete dentro. Supongo que se debe a toda la creatividad que hay por aquí.

—Pero el ataque que tuviste tú fue de los fuertes —señaló Ginger.

—Es cosa cotidiana —intervino el enano, meditabundo—. Cosas de Holy Wood. La semana pasada, los chicos y yo estábamos trabajando en Historias de los enanos, y de repente todos empezamos a cantar. Así, como si tal cosa. Como si la canción se nos hubiera ocurrido a todos a la vez. ¿Qué os parece?

—¿Qué canción era? —se interesó Ginger.

—Ni idea. La hemos titulado «aivó». Era lo único que decía. «Aivó, aivó».

—Es que, a mí, todas las canciones de los enanos me parecen iguales —gruñó el troll.

 

Eran más de las dos de la tarde cuando volvieron al lugar donde se estaban rodando las imágenes en acción. El operador había quitado la tapa trasera a la caja de imágenes, y estaba rascando el suelo con una pequeña pala.

Escurridizo dormitaba en su silla de lona, con un pañuelo extendido sobre la cara. Pero Silverfish no podía estar más despierto.

—¡Eh, vosotros dos! ¿Dónde estabais? —aulló.

—Tenía hambre —replicó Víctor.

—Pues vas a seguir teniendo hambre, muchacho, porque te juro que…

Escurridizo levantó una esquina del pañuelo.

—Empecemos de una vez —murmuró.

—¡Pero no podemos consentir que los actores nos traten de esta…!

—Primero, acabemos la peli, ya los despedirás luego —zanjó Escurridizo.

—¡De acuerdo! —bufó Silverfish. Blandió un dedo amenazador en dirección a Víctor y a Ginger—. ¡No volveréis a trabajar en esta ciudad!

Mal que bien, se las arreglaron para que la tarde siguiera su curso. Escurridizo ordenó traer un caballo, y dijo varias cosas desagradables al operador porque aún no era posible mover la caja de imágenes. Los demonios se quejaban. De manera que pusieron al caballo ante el agujero de la caja y Víctor se dedicó a saltar arriba y abajo en la silla. Como dijo Escurridizo, con eso bastaba y sobraba para las imágenes en acción.

Después, de mala gana, Silverfish le pagó dos dólares a cada uno y los despidió.

—Se lo contará a los demás alquimistas —gimió Ginger, desanimada—. Y harán piña, como siempre, todos nos tratarán igual.

—A nosotros nos ha dado dos dólares por día, pero los trolls cobran tres —señaló Víctor—. ¿Cómo es eso?

—Porque no hay tantos trolls que quieran hacer imágenes en acción —replicó la chica—. Y un buen operador puede llegar a cobrar seis o siete dólares al día. Los actores no tienen importancia.

Se volvió hacia él y lo miró con ojos llameantes.

—No me iba nada mal —siguió—. Tampoco era una maravilla, pero no me iba mal. Me ofrecían muchos trabajos. Todo el mundo pensaba que se podía confiar en mí. Me estaba haciendo toda una reputación…

—No te puedes hacer una reputación en Holy Wood —dijo Víctor—. Es como construir una casa en un pantano. Nada es real.

—¡Pero a mí me gustaba! ¡Y tú lo has estropeado todo! ¡Ahora seguramente tendré que volver a ese espantoso pueblecito del que quizá no hayas oído hablar! ¡A una mierda de trabajo en la lechería, a ordeñar todo el día! ¡Muchas gracias! ¡Cada vez que le vea el culo a una vaca, me acordaré de ti!

Con un bufido, se alejó a zancadas hacia la ciudad, dejando a Víctor con los trolls. Tras unos momentos, Rock carraspeó para aclararse la garganta.

—¿Tienes algún lugar para dormir? —le preguntó.

—Me temo que no —suspiró el joven.

—Es lo que suele pasar —asintió Morry.

—Había pensado dormir en la playa —siguió Víctor—. La verdad es que hace bastante calor. Y necesito descansar un poco. Buenas noches.

Echó a andar en esa dirección.

El sol se estaba poniendo, y un viento procedente del mar había refrescado un poco el ambiente. En torno a la mole oscura de la colina, las luces de Holy Wood empezaban a encenderse. Holy Wood sólo se relajaba en la oscuridad. Cuando la luz del día es tu material de trabajo, no vas por ahí desaprovechándola.

En la playa se estaba bastante bien. Allí no solía ir nadie. La madera arrastrada por las olas, agrietada y llena de sal reseca, no servía para construir nada. La marea la había ido apilando hasta formar una larga barrera blanca a lo largo de toda la orilla.

Víctor reunió la suficiente como para encender una hoguera, y luego se tendió para contemplar las olas.

Desde la cima de la duna más cercana, escondido tras un montón de algas secas, Gaspode, el Perro Maravilla, lo miraba pensativo.

 

Pasaban dos horas de la medianoche.

Ahora, eso los tenía, y se derramaba alegre por la colina, dejando que su brillo inundara el mundo.

Holy Wood sueña…

Sueña para todo el mundo.

En la oscuridad ardiente y asfixiante de un cobertizo de madera, Ginger Withel soñaba con alfombras rojas y multitudes que aplaudían. Y con una rejilla. No dejaba de soñar con una rejilla del suelo por la que salía una ráfaga de aire caliente que le levantaba las faldas…

En la oscuridad no mucho más fresca de un cobertizo poco más caro, Silverfish, el fabricante de imágenes en acción, soñaba con multitudes que aplaudían, y con que alguien le daba un premio por haber hecho las mejores imágenes en acción de la historia. El premio era una estatua, una estatua muy grande.

Entre las dunas de arena, Rock y Morry dormitaban obedientemente, porque los trolls son criaturas nocturnas por naturaleza, y dormir en la oscuridad iba contra sus instintos de eones. Soñaban con montañas.

En la playa, bajo el manto de estrellas, Víctor soñaba con caballos al galope, capas al viento, barcos piratas, peleas a espada, candelabros…

En la duna contigua, Gaspode, el Perro Maravilla, dormía con un ojo abierto y soñaba con lobos.

Pero Y-Voy-A-La-Ruina Escurridizo no soñaba, porque no estaba durmiendo.

Había sido un largo viaje a caballo hasta Ankh-Morpork, y él prefería vender caballos a montar en ellos, pero por fin había llegado.

Las tormentas que con tanta cautela esquivaban Holy Wood no tenían ningún reparo acerca de Ankh-Morpork, y estaban cayendo chuzos de punta. Pero claro, eso no interrumpía en absoluto la vida nocturna de la ciudad. Sólo la hacía más húmeda.

No había nada que no se pudiera comprar en Ankh-Morpork, incluso a media noche. Y Escurridizo quería comprar muchas cosas. Quería que le pintaran carteles. Necesitaba todo tipo de cosas. Muchas ellas implicaban ideas que había tenido que inventar durante el largo viaje, y ahora se vería obligado a explicarlas detenidamente a otras personas. Para colmo, tendría que explicárselas deprisa.

La lluvia caía como una sábana sólida cuando por fin salió a la calle, con las primeras luces del amanecer. Las alcantarillas estaban desbordadas. A lo largo de los tejados, las repulsivas gárgolas vomitaban certeramente sobre los transeúntes, aunque, como ya eran las cinco de la madrugada, había menos gente por las calles.

Ruina inhaló profundamente el espeso aire de la ciudad. Aire auténtico. Había que viajar mucho para encontrar un aire más auténtico que el de Ankh-Morpork. Sólo con respirarlo, se notaba que otras personas también habían estado haciéndolo durante miles de años.

Por primera vez en muchos días, tenía la sensación de estar pensando con claridad. Eso era lo más extraño de Holy Wood, Mientras estabas allí, todo te parecía natural, todo parecía de lo más lógico, pero en cuanto te alejabas un poco y volvías la vista, veías que era como una brillante pompa de jabón. Era como si, mientras te encontrabas en Holy Wood, no fueras la misma persona.

Bueno, Holy Wood era Holy Wood, y Ankh era Ankh, y Ankh era real y sólida a prueba de bomba, al menos según la opinión de Ruina.

Caminó por los charcos, escuchando el sonido de la lluvia.

Y entonces, por primera vez en su vida, advirtió que tenía un ritmo.

Qué cosas. Podías vivir en una ciudad toda tu vida, y tenías que marcharte y regresar para advertir que el sonido de la lluvia al repiquetear contra las calles tenía un ritmo propio: DUMdi-dum-dum, dumdi-dumdi-DUM-DUM…

Unos minutos más tarde, el sargento Colon y el cabo Nobbs, de la guardia nocturna, que estaban compartiendo amigablemente un cigarrillo refugiados en un portal, se dedicaron a hacer lo que mejor hace cualquier miembro de la guardia nocturna: mantenerse en un lugar caliente y seco, bien lejos de cualquier posible problema.

Ellos fueron los únicos testigos de la enloquecida figura que bajaba por la calle pisando charcos y haciendo piruetas entre ellos. La figura se agarró a una tubería para doblar una esquina y, con un alegre entrechocar de talones, desapareció de la vista.

El sargento Colon tendió la arrugada colilla a su compañero.

—¿No era ése el viejo Ruina Escurridizo? —preguntó al poco rato.

—Sí —asintió Nobby.

—Parecía contento, ¿no?

—En mi opinión, le falta un tornillo —bufó su compañero—. Mira que ir por ahí, cantando bajo la lluvia…

 

Uuhmm… uuhmm…

El archicanciller, que había estado poniendo al día sus notas sobre los dragones, mientras disfrutaba de una última copa junto a la chimenea, alzó la vista.

…uuhmm… uuhmm… uuhmm…

—¡Rayos! —murmuró, al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia la gran vasija.

La vasija se tambaleaba de un lado al otro, como si todo el edificio estuviera temblando.

El archicanciller la contempló, fascinado.

…uuhmm… uuhmmmuhmmmuuhhmmmUUHMM.

Se tambaleó un instante más, y luego quedó en silencio.

—Qué cosas —dijo el archicanciller—. Qué cosas más raras

Plib.

Al otro lado de la habitación, la botella de coñac se hizo añicos.

Ridcully el Marrón respiró hondo.

—¡Tesoreroooo!

 

Las moscas despertaron a Víctor. El aire era ya cálido. Iba a hacer otro buen día.

Se dirigió hacia la orilla del mar para lavarse y despejarse la cabeza.

Hizo cálculos. Aún le quedaban los dos dólares del día anterior, además de un puñado de peniques. Podía permitirse el lujo de quedarse unos días, sobre todo si dormía en la playa. Y el estofado de Borgle, aunque sólo fuera comida en sentido técnico y más estricto de la palabra, era bastante barato… pero, bien pensado, comer allí implicaría embarazosos encuentros con Ginger.

Dio un paso más, y se hundió.

Víctor jamás había nadado en el mar. Salió a la superficie medio ahogado, sacudiendo el agua como un loco. La playa estaba a muy pocos metros.

Se relajó, se concedió tiempo para recuperar el aliento, y nadó tranquilamente hasta más allá del rompeolas. El agua era cristalina, transparente. El fondo se divisaba con claridad. Se sumergió y abrió los ojos. A través del filtro azul del agua, más allá de los enormes bancos de peces, se divisaban las rocas claras, rectangulares, dispersas por el lecho arenoso.

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