Imágenes en acción (Mundodisco, #10) – Terry Pratchett

Bueno, a decir verdad… la mayoría de los magos lo habrían creído si alguien se hubiera tomado la molestia de decírselo.

Desde luego, el bibliotecario lo habría creído.

Y la señora Marietta Cosmopilita, residente en la Calle Quirm, número 3, Ankh-Morpork, también lo habría creído a pies juntillas. Pero lo cierto es que la buena mujer creía que el mundo era redondo, que una ristra de ajos en el cajón donde guardaba la ropa interior mantendría alejados a los vampiros, que a la gente le sentaba bien reírse de vez en cuando, que todo el mundo era bueno aunque fuera sólo en parte, y que tres enanitos horrendos la espiaban todas las noches cuando se desnudaba[4].

 

¡Holy Wood…!

 

…no era gran cosa, por el momento. Una simple colina junto al mar, y, al otro lado de la colina, muchas dunas de arena. Tenía esa belleza especial que sólo es belleza si puedes marcharte tras admirar brevemente su belleza, para volver a un lugar donde haya bañeras con agua caliente y bebidas con cubitos de hielo. En realidad, permanecer allí durante cierto tiempo podía llegar a ser una auténtica penitencia…

De todos modos, ahora se alzaba una ciudad… más o menos. Se construían cobertizos de madera en cualquier lugar donde alguien dejara caer un cargamento de madera, y eran edificaciones rudimentarias, como si sus constructores las culparan del tiempo que les robaban para hacer cosas mucho más interesantes. En realidad, más que cobertizos eran simples cajones de madera.

A excepción de la parte delantera.

Muchos años más tarde, Víctor diría que, si uno quería comprender a Holy Wood, tenía que empezar por comprender sus edificios.

Veías un cajón de madera en medio de la arena. Tendría un rudimentario tejado triangular, pero eso carecía de importancia, porque en Holy Wood no llovía nunca. Las ranuras de las paredes estarían tapadas con trapos viejos. Las ventanas serían simples agujeros, ya que el cristal era demasiado frágil como para transportarlo en carromato desde Ankh-Morpork. Y, vista desde detrás, la parte delantera no sería más que un enorme tablero de madera sostenido por un entramado de vigas y puntales.

Pero, por delante, la parte frontal sería una maravilla arquitectónica, barroca, pintada, llena de adornos. En Ankh-Morpork, la gente sensata prefería que sus casas fueran sencillas para no llamar demasiado la atención, y reservaban los adornos para el interior. Pero Holy Wood lucía sus casas del revés.

Víctor caminó por lo que supuestamente era la calle principal, como si se moviera en una alucinación. Se había despertado muy temprano, a la intemperie, entre las dunas arenosas. ¿Por qué? Había decidido ir a Holy Wood, sí, pero, ¿por qué? No conseguía recordarlo. Lo único que recordaba era que, en su momento, aquello le había parecido lo más sensato del mundo. En su momento, había tenido cientos de buenas razones.

Ojalá consiguiera recordar aunque fuera tan sólo una.

Aunque claro, no le quedaba mucho sitio en la mente para revisar recuerdos. Estaba demasiado ocupado siendo consciente de que tenía mucha hambre, y una sed terrible. Registrando todos sus bolsillos, había conseguido un total de siete peniques. Con eso no podría pagar ni un plato de sopa, mucho menos una buena comida.

Necesitaba desesperadamente una buena comida. Sin lugar a dudas, las cosas le parecerían mucho más claras después de una buena comida.

Se abrió paso entre la multitud. La mayoría de la gente parecía trabajar en asuntos de carpintería, pero también había otros que tiraban de carretas o transportaban misteriosos embalajes. Todo el mundo se movía muy deprisa, con resolución, con un objetivo claro y concreto.

Todos menos él.

Subió por la improvisada calle sin dejar de mirar las casas, sintiéndose como un saltamontes perdido en la superficie de un hormiguero y tratando de no llamar la atención. Y no parecía haber…

—¡Eh, tú, mira por dónde andas!

Rebotó contra una pared. Cuando consiguió recuperar el equilibrio, la persona contra la que había chocado ya se estaba perdiendo entre la multitud. La miró unos instantes, y luego corrió desesperadamente hacia ella.

—¡Eh! —gritó—. ¡Lo siento! ¡Oiga! ¡Señorita!

La joven se detuvo y aguardó con impaciencia a que la alcanzara.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Medía casi treinta centímetros menos que él, y su silueta era una cuestión dudosa, ya que la mayor parte de ella estaba envuelta en un ridículo vestido escarolado, aunque el traje no resultaba tan desquiciado como la enorme peluca rubia llena de rizos. Y tenía el rostro blanco por la espesa capa de maquillaje que le cubría todo excepto los ojos, bordeados por una gruesa línea negra. El efecto general era el de la pantalla de una lámpara que hubiera dormido fatal en los últimos días.

—¿Qué quieres? —repitió—. ¡Date prisa! ¡El rodaje volverá a empezar en cinco minutos!

—Eh…

La chica se destensó un poco.

—No, no me digas nada —siguió—. Acabas de llegar. Todo esto es nuevo para ti. No sabes qué hacer. Estás muerto de hambre. No tienes nada de dinero. ¿He acertado?

—¡Sí! ¿Cómo lo has sabido?

—Todo el mundo empieza así. Y ahora quieres que te ayude a entrar en las pelis, ¿a que sí?

—¿Las pelis?

La chica puso los ojos en blanco, con lo que destacaron aún más en los círculos negros.

—¡Las imágenes en acción!

—Oh…

Eso es lo que quiero, pensó Víctor. No lo sabía, pero eso es lo que quiero. Sí. Para eso he venido. ¿Cómo es que no se me ocurrió antes?

—Sí —dijo en voz alta—. Sí, eso es lo que quiero hacer. Quiero… eh… entrar. Eso, quiero entrar. ¿Cómo hace uno para entrar?

—Uno espera, y espera, y espera. Hasta que se fijan en uno. —La chica lo miró de arriba abajo sin disimular su desprecio—. ¿Por qué no te dedicas a la carpintería? En Holy Wood siempre hacen falta buenos artesanos.

Y, con esto, se dio media vuelta y se alejó, perdiéndose entre la multitud de gente ajetreada.

—Eh… ¡gracias! —gritó Víctor desde lejos—. ¡Gracias! —Alzó aún más la voz y añadió—. ¡Espero que se te cure pronto lo de los ojos!

Lo de esperar y esperar y esperar tenía sus atractivos, pero para la espera hacía falta dinero.

Sus dedos se cerraron en torno a un pequeño rectángulo inesperado. Lo extrajo de su bolsillo y lo examinó detenidamente. Era la tarjeta de Silverfish.

 

Holy Wood, n.° 1, resultó ser la dirección de un par de cobertizos defendidos por una alta valla hecha de tablones de madera. Ante la puerta de la valla se extendía una larga cola. Los que la componían eran trolls, enanos y humanos. Todos tenían aspecto de llevar allí cierto tiempo; de hecho, algunos de ellos habían desarrollado un estilo tan desalentado de mecerse sin dejar de estar erguidos que bien podrían ser los descendientes especialmente evolucionados y adaptados al medio ambiente de los originales seres prehistóricos que formaron la primera cola.

En la puerta de la verja había un hombretón alto y corpulento, que contemplaba a los que aguardaban con la mirada de superioridad de todos aquellos que han ostentado un fragmento de poder en cualquier lugar o tiempo.

—Disculpa… —empezó Víctor.

—El señor Silverfish no va a contratar a nadie más esta mañana —dijo el hombre sin tomarse la molestia de volverse hacia él—. Así que lárgate.

—Pero él me dio su tarjeta, me dijo que si alguna vez pasaba por…

—¡He dicho que te largues, amigo!

—Sí, pero…

La puerta de la verja se abrió un poquito. Un rostro menudo se asomó.

—Necesitamos a un troll y a un par de humanos —dijo—. Por un día, la tarifa acostumbrada.

El hombretón se irguió y se puso ante la boca las manos llenas de cicatrices, para formar bocina.

—¡Eh, gentuza! —gritó—. ¡Ya habéis oído!

Paseó la vista por la hilera de gente, con la mirada entrenada de un criador de ganado.

—Tú, tú y tú —dijo, señalando.

—Perdona —intentó colaborar Víctor—, pero creo que en realidad aquel hombre de allí iba el primero en la…

Lo apartaron de un empujón. Los tres afortunados se apresuraron a entrar. Le pareció ver el brillo de unas monedas al cambiar de manos. Luego, el portero volvió hacia él un rostro airado y enrojecido.

—Tú —le espetó—, vete al final de la cola. ¡Y no te muevas de allí!

Víctor se lo quedó mirando. Luego, miró la verja. Miró la larga hilera de gente desalentada.

—Mmm… no —dijo—. No. Pero gracias de todos modos.

—¡Pues lárgate!

Víctor le dedicó una sonrisa amistosa. Caminó hasta el final de la valla, y la siguió. Se curvaba al final para entrar en un callejón estrecho.

Víctor rebuscó durante un rato entre los restos habituales de todos los callejones, hasta dar con un trozo de papel. Luego, se arremangó. Y sólo entonces se permitió inspeccionar cuidadosamente la valla, hasta dar con un par de tablones sueltos que, con un poco de esfuerzo, le permitieron el paso.

De esta manera llegó a una zona en la que se amontonaban tablones y trozos de tela. No había nadie a la vista por los alrededores.

Caminó con decisión, a sabiendas de que nadie que esté arremangado y camine con decisión ostentando un papel en la mano suele despertar sospechas, y penetró a través de las maderas y lonas que constituían el país maravilloso de la Cinematografía Interesante e Instructiva.

Había edificios pintados en la parte trasera de otros edificios. Había árboles que eran árboles por delante, y sólo un amasijo de puntales por detrás. Había una actividad febril, aunque, por lo que Víctor pudo ver, nadie estaba haciendo nada concreto.

Divisó a un hombre vestido con una larga capa negra y sombrero también negro, que lucía un bigote gigantesco y estaba atando a una chica a uno de los árboles. Nadie parecía tener intención de ir a detenerlo, aunque la muchacha se debatía ostentosamente. De hecho, un par de personas observaban la escena sin mucho interés, y también había un hombre situado tras una gran caja montada sobre un trípode, dando vueltas a la manivela.

La chica alzó un brazo en gesto suplicante, mientras abría y cerraba la boca sin emitir sonido alguno.

Uno de los espectadores se levantó, eligió una tablilla del montón que tenía a un lado, y la sostuvo ante el orificio de la caja.

La tablilla era negra. Sobre ella, en letra blanca, se leían las palabras «¡No! ¡No!».

Víctor se alejó. El villano se retorció las guías del bigote. El hombre de las tablillas volvió con otra. Esta vez decía: «¡Ajá! ¡Mi bella orgullosa!».

Otro de los espectadores sentados se inclinó para recoger un megáfono.

—Vale, vale —dijo—. Está bien. Hacemos una pausa de cinco minutos, luego todo el mundo aquí para la escena de la gran pelea.

El villano desató a la chica. Los dos se alejaron. El hombre de la caja dejó de dar vueltas a la manivela y encendió un cigarrillo. Luego, abrió la tapa de la caja.

—¿Habéis cogido eso todos? —preguntó.

Se oyó un coro de chirridos.

Víctor se acercó al hombre del megáfono y le dio un toquecito en el hombro.

—Mensaje urgente para el señor Silverfish —dijo con voz átona.

—Está en las oficinas, por allí —dijo el hombre, señalando con el pulgar por encima del hombro, sin dignarse a volver la vista.

—Gracias.

El primer cobertizo en el que Víctor metió la cabeza sólo contenía hileras de pequeñas jaulas que se extendían hasta perderse en la penumbra. Unos seres que no pudo distinguir se lanzaron contra los barrotes y le graznaron. Cerró la puerta apresuradamente.

En el siguiente cobertizo encontró a Silverfish, de pie ante un escritorio cubierto por trocitos de cristalería y montones de papeles. El hombre no se dio la vuelta cuando entró.

—Déjalo ahí —dijo con aire ausente.

—Soy yo, señor Silverfish —dijo Víctor.

Silverfish se dio media vuelta y examinó con gesto vago al joven, como si fuera culpa de Víctor que su cara no le sonase de nada.

—¿Sí?

—He venido a buscar ese empleo —dijo—. ¿Lo recuerda?

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